Ilusión es la palabra que mejor define el estado de ánimo de los seminaristas que se ordenarán diáconos. Hay nervios también por el importante paso que van a dar, que se mezclan con los provocados por los exámenes finales, pero sobre todo alegría y felicidad porque “se va a cumplir un sueño”, como afirma Pablo Valverde, tras muchos años de preparación.
En el caso de Pablo todo comenzó en su Perú natal, “lo último que yo podía pensar era ser cura, jamás me lo había planteado. Era creyente, pero nada de comunión, confesión menos”. Sus hermanas acudían a un colegio de Lumen Dei y para acompañar a una de ellas a las actividades que les proponían comenzó a acudir al algún retiro. Esa experiencia “era distinta de lo que yo había vivido, me cambió la idea que tenía de Iglesia”. Hasta que un momento dado sintió que tenía vocación y lo habló con un sacerdote de la congregación. Así comenzó una etapa de discernimiento para ver si realmente esa opción “era de Dios o no, la Iglesia nunca te deja solo en este camino”.
“Es crucial exteriorizarlo”, co-menta Miguel Ángel Bueno. En su caso fue el capellán de la prisión en la que trabajaba el primero con el que compartió sus sensaciones. “Todo empezó en la adolescencia, pero no se le dije sí porque uno se llena de lo que el mundo quiere, la vida va llevándote. Pero te das cuenta que tienes el corazón dividido y te preguntas, ¿Señor verdaderamente me llamarás? Entré en el Seminario con cuarenta años y con una vida más o menos estable. A veces me pregunto que si hubiese sido antes quizás no hubiese llegado hasta el final: el Señor sabe cuál es el momento, cuál es el lugar y cada uno lo que necesita”, recuerda. “Tuve una operación y en ese momento que la vida se paró, en ese silencio, vi que lo que en realidad me llamaba era la vida religiosa, que cuando Dios hablaba o me hablaban de Él, mi corazón se alegraba”.
Diego Cruz vivió una infancia y adolescencia en las que el sufrimiento no le puso las cosas fáciles. Perdió a su madre muy pronto y las circunstancias que derivaron de esa falta hicieron que se preguntara dónde estaba “ese Dios que promete la Iglesia, que es un Dios de amor que cuida a los indefensos. No existe”. Una catequesis del Camino Neocatecumenal, a la que en principio era reticente a acudir, fue el primer paso para acercarse de nuevo a la fe familiar y para afrontar los conflictos interiores que aún tenía. Comenzó a estudiar Ingeniería Mecánica y con una idea clara de que su camino era el matrimonio, pero Dios era más tozudo y en un encuentro en Nicaragua “cuando pidieron vocaciones, el primero que iba hacia delante era yo. En este tiempo he experimentado que soy Iglesia porque el Señor me ha llamado a poder amarla y estoy dispuesto a lo que Dios quiera”. Su llegada a Oviedo le ha supuesto también un refuerzo y una ayuda con la vivencia de “comunión que veo entre los seminarios y los seminaristas”.
Ahora llega el momento del diaconado que todos afrontan con humildad y con voluntad de servir a la Iglesia. “Si Dios nos da su gracia, que es la que da sentido a la vida, es para repartirla. Hay que llenarse de Dios para darlo a los demás”, afirma Pablo. Un pensamiento secundado por todos y como al que Miguel Ángel añade que “cada uno lo hará con su historia y con sus dificultades, pero también con la ayuda de la comunión de los hermanos y del Espíritu Santo”. “Todos tenemos un don distinto y la certeza de que Dios nos ama con un amor infinito que no se termina, tenemos que vivir esa fe para transmitirla”, concluye Diego.
Junto a ellos se ordenará también Hermes Osorio, de 29 años y natural de Medellín, de la Asociación de Fieles Lumen Dei.