El Año Jubilar en Covadonga ha dado la oportunidad de recordar a personas especialmente significativas que en un momento de su vida se acercaron al santuario. Es el caso de Práxedes Fernández, venerable desde que el 8 de diciembre de 2014 el Papa Francisco firmó el decreto de las virtudes heroicas. Ella misma fue a Covadonga en su viaje de luna de miel, impresionándola profundamente el lugar, algo que compartiría con su familia y amistades en numerosas ocasiones. Su proceso de beatificación sigue en marcha y son muchas las personas que rezan para que este anhelo se logre. Esta es su historia, descrita por uno de sus mayores conocedores, el sacerdote Gonzalo José Suárez.
En octubre de 1936 Oviedo se encontraba en pleno asedio de la Guerra Civil, Práxedes estaba muy enferma a causa de una apendicitis derivada en peritonitis, pero no podía ser tratada debido a la situación de conflicto en la ciudad. Fueron semanas de dolores y soledad, ya que no podía moverse de la cama ni siquiera para refugiarse en los sótanos como hacía el resto. El 6 de octubre a las seis y media de la tarde falleció; curiosamente, tras tres días de cruenta batalla, el parte de guerra de aquella misma tarde diría que “a la caída de la noche la tranquilidad era completa”. Práxedes había demostrado su santidad en lo ordinario de la vida diaria, de forma callada en las rutinas que muchas veces se hacen pesadas y son poco agradecidas, y sobre todo viendo verdaderamente en el prójimo al Jesús que ella tanto amaba.
Nació el 21 de julio de 1886 en un barrio de Sueros en la parroquia de Seana (Mieres). A los 27 años se casó con un joven de Valdecuna y tuvieron cuatro hijos, aunque su matrimonio no fue todo lo bueno que esperaba con un marido poco ahorrador y brusco. A los dos días de nacer el último niño, enviuda y se va a vivir con su madre y su hermana. Pero su vida allí no iba a ser tampoco fácil, nada más llegar prescindieron de la asistenta que tenían y Práxedes pasó a encargarse de todas las labores de la casa, de los trabajos más duros, a cuidar de su madre y a sacrificarse siempre para que la familia estuviera atendida y sin faltarle de nada mientras ella vivía muy pobremente.
Pero no solo se entregaba a su familia, también lo hacía con todos los que la rodeaban. Se quedaba sin comer para dar su parte a quien lo precisase, asistía a los enfermos, sin prejuzgar ni alentar más odio en la época en que tanta tensión se vivía ya en Asturias antes de la Revolución del 34. Pero siempre con la fortaleza de su fe y así cuando llegó el momento en que faltaban sacerdotes en su pueblo, ella se encargaba de bautizar a los recién nacidos o dar palabras de consuelo a quienes lo necesitaban. Así un día su hermana llegó a casa contrariada porque a un vecino lo habían enterrado de manera civil, pero Práxedes no la dejó continuar diciéndole que ella había estado en su casa la noche anterior y que había muerto en manos de Dios. De igual modo podía pasarse horas con los brazos en cruz como promesa y sacrificio por los demás. Eso hizo cuando se enteró de la muerte de los mártires Hermanos Turón, ya canonizados.
Su educación fue muy escasa, pero ella aprovechaba cualquier oportunidad que tenía para formarse e intentar aprender. Una de las monjas dominicas que la conoció contó que en una ocasión Práxedes le pidió prestado un libro de Santa Teresa de Jesús. Ella la desanimó diciendo que no iba a entender el castellano antiguo, ni el lenguaje místico, pero Práxedes se llevó el libro igualmente. Cuando se lo devolvió le comentó que las palabras de la santa la habían reconfortado porque ella sentía lo mismo que Santa Teresa contaba en las moradas cuarta y quinta. En Mieres tuvo ocasión de hablar con el ahora San Manuel González y ya entonces ella sintió que aquel sacerdote era un santo, pero lo que ella no supo fue que ese reconocimiento fue mutuo y él la definió de la misma manera.
Y llegó la Revolución del 34 que se vivió con especial virulencia en su zona. Su madre y su hermana decidieron trasladarse Oviedo. Por aquel entonces Práxedes, que ya había perdido a uno de sus hijos, escribió al que se había ordenado dominico expresándole lo feliz que estaba porque en Oviedo había misa a todas las horas. Ella procuraba ir a tres diarias: una para poder comulgar, la segunda para hacerlo y la tercera para dar gracias por haber podido tomar la comunión. Y ello por una necesidad auténtica de asistir a la eucaristía. No en vano a los pocos días de llegar a Oviedo, sin conocer a nadie, ya acudía a ver a enfermos: siempre sabía llegar adonde la necesitasen. Ese era su don: la entrega sin reserva a los demás sin esperar nada a cambio, siempre con pequeños gestos que reconfortaba a quienes la rodeaban y con un fe sencilla y profunda que demostraba en cada momento de su vida. Virtudes que hacen que sea querida y venerada por tantos fieles que piden la intercesión de esta sierva de Dios.