Escribe Manuel Robles Freire, Delegado episcopal para las Causas de los Santos
Los santos siempre desentonan, molestan, son incómodos. Por eso, los listos de este mundo piensan que están muy bien “para el cielo y los altares”, como escribió Jacinto Benavente en una de sus comedias, porque en el cielo y en los altares son inofensivos. Todavía hoy mucha gente tiene la impresión que los santos son gente muy rara, o que son de madera, y después de unos cuantos años de su muerte, se les coloca un arito en la cabeza, se les congela, y ya pueden empezar a venerarse sin que nos saquen a nosotros de nuestras casillas.
Pero la santidad es otra cosa. Y es que cuando un hombre o una mujer se sumergen en Dios, pueden resultar muy peligrosos, porque un santo tiene una luz especial, un amor tan radical, y una vida tan libre, que trae de cabeza a mediocres servidores del Altísimo. Ya se sabe que un amigo íntimo de Dios, si es santo, desentona, y es que Dios jamás es inofensivo.
Es cierto que los listos de este mundo piensan que sus vidas son inútiles: cuando se mueren, todo sigue igual en este viejo y pícaro mundo. Pero, un momento: ¿es que acaso la muerte de Cristo convirtió a los fariseos de su tiempo? ¿Es que Caifás, Pilato y Herodes ingresaron el lunes de Pascua en alguna casa de la santidad? ¡Y no por ello fue inútil la sangre de Jesús!
Para nosotros Dios es, demasiadas veces, solo un disfraz, en cambio para ellos es una espuela. Por eso, mientras los listos se quedan discutiendo los problemas del mundo, ellos bajan “al barro fraterno” del vecindario, del hospital, de la escuela, del trabajo, de los que no pintan nada. Y son como el sol, el agua y el pan que sin hacer ruido hacen que este mundo sea más humano y vividero.