Con profundo dolor, pero con gran esperanza en la Providencia divina, he recibido la noticia del fallecimiento de Don Gabino Díaz Merchán, Arzobispo emérito de Oviedo. Con él muere uno de los últimos obispos que participaron en los trabajos y reflexiones del Concilio Vaticano II y un extraordinario pastor para la Iglesia de Dios que peregrina en Asturias. Durante 36 años supo servirnos a creyentes y no creyentes con paciencia, sabiduría, capacidad de escucha, comprensión, confianza en cada persona y, sobre todo, con una nítida fe en Dios.
Su gran amor a la Iglesia, fruto de sus estudios teológicos y de su experiencia conciliar, le impulsaron a promover y animar la misión evangelizadora de todos los miembros del Pueblo de Dios, teniendo muy presente la realidad a evangelizar. Siempre nos recordaba a los sacerdotes, consagrados y cristianos laicos que, para ser testigos creíbles de Jesucristo resucitado ante el mundo, los evangelizadores debíamos vivir lo que anunciábamos a los demás, confrontando la propia existencia con los rápidos y profundos cambios culturales que siempre nos interrogan a la hora de evangelizar.
Don Gabino tenía muy claro que, para orientar adecuadamente la nueva evangelización, insinuada por el Concilio Vaticano II e impulsada por los últimos Papas, además de buenos documentos y planes pastorales, era preciso avanzar en la renovación efectiva y en la conversión sincera de todos los bautizados. La presentación de la fe en un mundo nuevo, sobre todo cuando la fe de muchos se limita a costumbres y a fórmulas vacías de contenido, requiere una formación integral de aquellos cristianos que acepten ser discípulos y evangelizadores en este momento de la historia
Me atrevería a decir que, con sus propuestas pastorales, Don Gabino fue un adelantado en el reconocimiento y en la aplicación de la “sinodalidad” a la misión evangelizadora de la Iglesia. El impulso de la comunión y de la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios en la evangelización, en virtud de la vocación bautismal, aparece constantemente en sus escritos e intervenciones públicas.
Para mí ha sido un padre y un buen amigo. Él me ordenó sacerdote y obispo. Con sus sabios consejos supo orientarme e iluminar mi quehacer pastoral durante los años de ejercicio del ministerio sacerdotal y, posteriormente, durante los seis años como obispo auxiliar en la archidiócesis de Oviedo. En todo momento supo disculpar mis muchas equivocaciones, valorar mis pocos aciertos y encomendarme nuevas responsabilidades en el servicio pastoral. Sabía actuar en cada situación con la paciencia de Dios, respetando la evolución humana, espiritual y pastoral de cada persona.
Además de padre y amigo, ha sido también un buen maestro y un buen pastor. En medio de las dificultades y oscuridades de la acción pastoral o de la realidad social, siempre tenía la clarividencia necesaria para encontrar la solución adecuada a los problemas y para abrir nuevos caminos en la acción evangelizadora de la Iglesia, valorando positivamente los talentos de cada persona. Vivía y actuaba con la convicción de que la Iglesia tiene que evangelizar a tiempo y a destiempo, porque todos los seres humanos tienen necesidad del encuentro personal con Dios para responder a sus interrogantes más profundos y para mantener viva la esperanza en el presente y en el más allá de la muerte.
En las responsabilidades confiadas por sus hermanos en la Conferencia Episcopal Española y en el servicio pastoral a las diócesis de Guadix y de Oviedo, Don Gabino ha mostrado siempre un talante profundamente dialogante y respetuoso con las opiniones de los demás, con un conocimiento profundo de la realidad a evangelizar y con una experiencia íntima de la acción de Dios en el corazón de cada persona. Como buen pastor, salía siempre en busca de la oveja perdida para conocer sus dolencias, acompañarla en su soledad y ayudarla a descubrir la verdad. Su identificación con Jesucristo, encarnación de la misericordia del Padre, le impulsaba a contemplar a cada ser humano con profunda ternura y compasión.
Por la experiencia de los años, sabía que el fruto de la semilla evangélica depositada en el corazón de las personas no dependía tanto de los esfuerzos de los evangelizadores, cuanto de la apertura de los evangelizadores y evangelizados a la constante actuación del Espíritu Santo. Solo el Espíritu puede transformar el corazón de las personas, haciendo que, en medio de las dificultades del camino, la Iglesia aparezca como madre fecunda y como hogar, al que todos pueden acudir para saciar su sed.
Que el Dios de la vida, de la salvación y de la paz, le conceda participar para siempre de la gloria y de la victoria de Jesucristo sobre el poder del pecado y de la muerte.
+Atilano Rodríguez
Obispo de Sigüenza-Guadalajara