En la última memoria de actividad de Cáritas Asturias, al señalar las características de las familias atendidas por la institución, aparecía reflejado el dato de que más de 1.000 hogares estaban formados por personas migrantes, y en su mayoría procedentes de países como Venezuela o Colombia, solicitantes de protección internacional, y además, muchos de ellos con una importante trayectoria profesional y cualificación en sus países de origen. Cáritas señalaba, en aquel momento, que se trataba del nacimiento de un nuevo perfil entre nuestra sociedad.
En realidad siempre han llegado a Asturias personas solicitantes de asilo, pero ciertamente, nunca antes se habían advertido semejantes cifras. Hasta el momento, organizaciones como Cruz Roja o Accem trabajaban con este grupo de población, y en Cáritas los atendían muy de cuando en cuando.
Sin embargo, el aluvión de los últimos años se ha hecho notar en Cáritas, a donde acuden en busca de ayuda y asesoramiento
“Fue a partir de la mal llamada Crisis de los Refugiados, en el año 2015, cuando empezamos a oír más fuertemente que estas personas estaban aquí”, explica Bárbara Fernández Bango, trabajadora social de Cáritas y responsable de inmigración y refugio. “A partir del año 2018, sin embargo, ya observamos que la población latina, principalmente procedente de Venezuela y Colombia, empezaban a llegar en gran número, que estaban en nuestros barrios y que además necesitaban de la ayuda de Cáritas”.
Generalmente, son grupos familiares los que se asientan en nuestra sociedad. Primero llega el padre, o la madre, o incluso un hermano y comienzan abriendo camino. Y todos, con un mismo problema en común: “el sistema administrativo”, tal y como afirma Fernández Bango. “Cuando una persona solicitante de asilo llega y acude a poner en marcha este trámite, lo primero que se encuentra es la burocracia y el tiempo de espera. La ley de asilo estipula unos plazos muy concretos para este trámite, pero la realidad demuestra que no es así. Desde el momento en que la persona dice que quiere ser solicitante de protección internacional, hasta que le conceden el estatuto de refugiado de protección subsidiaria, el que consideren, deberían pasar de 6 a 8 meses. Y lo cierto es que desde que una persona acude a solicitar protección internacional, hasta que le hacen la primera entrevista, puede pasar un año”, afirma. Esto supone que se encuentran en un limbo legal, en el cual “están autorizados a residir”, es decir, que no puede pararles la policía o expulsarles del país, pero “no tienen autorización para trabajar”, explica la responsable de Inmigración y Refugio de Cáritas Asturias. “Aquellos que pueden venir con unos ahorros, tiran de eso, y también del apoyo familiar. Si no, terminan llegando a Cáritas”, reconoce.
A pesar de que en Asturias la población migrante y solicitante de asilo es mucho menor que en las grandes ciudades españolas, las dificultades son las mismas. Y las soluciones pasan principalmente por mejorar el acceso al empadronamiento, que es “la puerta de entrada a la garantía de derechos básicos –como que te puedan asignar un médico de cabecera, que puedas escolarizar a tus hijos o que seas un vecino más para el municipio en el que vives–“ explica Bárbara Fernández, que añade, además, que “en el caso de que les denieguen el estatuto de refugiado, estas personas se queden en una situación administrativa irregular, la siguiente vía para poder regularizar su situación sería el arraigo social, algo para lo que necesitan tres años de residencia en España. Lo único que puede probar eso es el empadronamiento”.
La pandemia, el confinamiento y los meses siguientes, tan sólo empeoraron la situación. “Para muchos de ellos ha supuesto prolongar mucho más su proceso, lo cual es angustioso –revela Bárbara Fernández Bango–. Gente que estaba a punto de tener la autorización para poder trabajar, vio que se paralizaba. Primero, porque el país entero se paralizó, y por tanto, su expediente también lo hacía. Eso creó mucha frustración y angustia porque la gente veía que su proceso migratorio no avanzaba”. “Muchos también se vieron abocados a solicitar ayudas –reconoce Bárbara–, y es que más allá de la petición de protección internacional, estamos hablando de personas y de necesidades básicas. Hay que poner por encima a la persona”.
En este sentido trabaja la Iglesia desde hace tiempo en la plataforma “Migrantes con derechos”, formada por varias entidades entre las que se encuentran Cáritas, Justicia y Paz, la Subcomisión Episcopal de Migraciones de la CEE. Todas ellas se unieron para tener una sola voz de Iglesia en cuanto a la población migrante y refugiada. Desde hace unos meses, esta red se ha implantado también en nuestra diócesis. A partir de la responsable del Secretariado de Pastoral de Migraciones, la religiosa claretiana Mª Luisa García González, junto con los responsables de Cáritas en el ámbito de la inmigración, sacerdotes y voluntarios, con el objetivo “formarse y analizar qué necesita la Iglesia en Asturias en cuanto a la población migrante, no sólo la ayuda económica o las necesidades básicas, que para eso ya está Cáritas”, explica Bárbara Fernández Bango.
Desde Venezuela, hasta la Bioescuela de Cáritas en Avilés
Juan Andrés Herrera, natural de Venezuela, es muy joven, pero a pesar de su juventud ya sabe lo que es tener dos títulos universitarios, una empresa, desmontar esa empresa y salir de su país para poder tener una vida mejor. Sabe lo que es pasar por varios países intentando encontrar un lugar al que llamar hogar, hasta dar con un tercero, España, y aquí, tener trabajo en negro, perderlo y quedarse en el limbo por culpa de una pandemia mundial.
Se encuentra en Asturias desde hace no mucho tiempo, con un hermano y una hermana. Trabajó con su hermano en la hostelería, aprendió a escanciar sidra y al poco tiempo se quedó sin empleo. Gracias a la Cáritas de su parroquia recibían ayuda para alimentos, y fueron ellos, los voluntarios, los que le hablaron del proyecto de la Bioescuela de Valliniello, en Avilés. Juan Andrés había estudiado Ingeniería Agrónoma y Tecnología de los Alimentos en Venezuela, así que al estar parado y no poder trabajar mientras no termine de regularizar su situación, decidió vincularse a ellos.
Desde junio es voluntario, y reconoce que ha hecho de todo. Desde dar clases, manejar maquinaria, labores de todo tipo dentro de la finca. Es un ámbito donde se encuentra a gusto, es su campo, su especialidad, y a lo que le gustaría poder dedicarse en cuanto consiga un permiso de trabajo. “Quisiera tener libertad económica –reconoce–. Creo que nos pasa a todos los migrantes, siempre estamos condicionados por lo económico”. Y ya de paso “trabajar en lo que me gusta. Si algo aprendí durante esta pandemia es que hay que intentar dedicarse a lo que a uno le apasiona, porque si trabajas amargado, no eres feliz”.