A comienzos de los años 90 del pasado siglo se abrió la causa de beatificación de los seminaristas mártires de Oviedo. Un largo proceso que se prolongó durante ocho años, y que consistió en investigar a fondo las vidas y especialmente el momento del asesinato de los jóvenes estudiantes del Seminario de Oviedo entre los años 1934 y 1937. La responsabilidad principal durante la mayor parte de estos años recayó sobre el sacerdote Andrés Pérez, actualmente párroco de Tapia de Casariego, que fue nombrado postulador de la causa diocesana, dirigió la investigación y recorrió la diócesis en busca de información que pudiera aportar luz sobre el trabajo. Finalizó la labor los últimos años el que fue vicepostulador, Jaime Díaz Pieiga.
“Se trataba para mí de un mundo muy desconocido –reconoce Andrés Pérez– y tan sólo había oído hablar de los Seminaristas Mártires a los sacerdotes mayores”. “Al principio –recuerda– me entregaron como documentación una cartulina con fotos de veinte jóvenes y tuve que ponerme a trabajar sobre eso. Lo primero fue hacer una selección: hubo algunos que murieron combatiendo. Aquellos fueron apartados. Tenía que haber signos evidentes de que eran mártires, y para ello tenían que cumplir tres condiciones: que hubieran muerto por su fe, la primera; que hubieran aceptado su muerte, la segunda; y finalmente, que murieran perdonando”. Estas tres características permitieron una importante “criba” dentro de los jóvenes que habían sido seleccionados, y descartar, también, aquellos que, aunque figuraban como asesinados por su fe, no se disponía de testimonios directos de sus últimas horas. “Escogimos finalmente a tres seminaristas asesinados en el 36, y seis del 34, de los que realmente teníamos certeza de que habían muerto por su fe, teníamos testimonios que lo probaban y cumplían con las condiciones necesarias, antes citadas”.
Una vez seleccionados los jóvenes que podían cumplir los requisitos del martirio, comenzó la investigación: “Lo primero que hice fue recabar toda la documentación que había escrita y buscarla. Me desplacé por toda Asturias e incluso llegué a León. Hablé con muchos sacerdotes –recuerda– y cada uno era una mina, te mostraba un aspecto nuevo que no conocías y te abría un nuevo horizonte. También tuve que buscar a los familiares que quedaban: padres ya no había ninguno, pero en aquel entonces sí que había hermanos, y muchos sobrinos, aunque interesaban especialmente los hermanos”.
Recorrí los pueblos buscando a todas estas personas y como algunos eran muy mayores, me aseguré de conseguir su testimonio y que lo firmaran, para que, cuando llegara el proceso, si ellos no seguían vivos, al menos que quedaran recogidos. Fue una labor apasionante”, explica el expostulador. Actualmente, y como es de esperar, muchos de aquellos que en su momento pudieron aportar su testimonio y recuerdos, ya no se encuentran entre nosotros, casi treinta años más tarde. A medida que iba recogiendo opiniones y conociendo a los seminaristas mártires más de cerca, Andrés Pérez fue confirmando “que se trataba de unos chavales completamente normales, con las mismas preocupaciones que tenían el resto de sus compañeros”, afirma. “A unos les tocó el martirio, y a otros les tocó vivir, pero tenían las mismas inquietudes habituales para sus años, querían ser sacerdotes, estaban preocupados por sus padres, por su familia, por el campo… aspectos de la vida tan comunes que me impresionó darme cuenta de cómo Dios se había hecho presente en esos momentos”.
Aunque el expostulador diocesano asegura que “de todos los mártires fui sacando alguna cosa”, destaca el testimonio de Luis Prado, que falleció en Gijón: “Me impresionó porque cuando se en-teró del asesinato de los mártires del 34, decía qué suerte, y valoraba mucho este testimonio que habían dado sus compañeros. Y cuando a él le tocó morir, con qué fuerza, con qué claridad y con qué firmeza lo hizo. Y eso mismo lo había transmitido también a sus compañeros, e incluso a sus hermanas, y recuerdo cómo una de ellas me lo contaba, en Piedras Blancas, con lágrimas en los ojos. Era un chico como los demás, completamente normal, pero con las ideas muy claras: amor a Dios, amor a la Iglesia y sin ningún tipo de resentimiento, odio ni rencor hacia los que les mataron”. Esa actitud será, según este sacerdote, lo que debe prevalecer en la manera en cómo se viva y se profundice en el acto de beatificación que tendrá lugar el próximo 9 de marzo: “Ha de ser un ejemplo de cómo vivir la fe. Quisiera que esta misa del próximo sábado en la Catedral fuera una misa de reconciliación y perdón mutuo. Que los seminaristas sean eso mismo para nosotros: un testimonio de fe, de perdón y de reconciliación”.