Escribe Patricia Rodríguez Suárez, Médico
No hace muchos días un diario de la región aportaba datos estadísticos sobre los abortos realizados en Asturias en la última década. Con la Ley de 2010 aprobada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, el número de interrupciones voluntarias del embarazo se ha elevado considerablemente. Lo malo no es que el aborto sea noticia en nuestra región, sino que lo es, y cada vez más, en las sociedades más desarrolladas. El número de estas intervenciones que se realiza en clínicas privadas de forma concertada, es decir, asumiendo el coste económico la sanidad pública, ha ido en aumento, debido a la negativa de algunos facultativos a realizarlas, por objeción de conciencia. Esta es la parte positiva de la noticia: aún tenemos profesionales que, fieles a su vocación, siguen apostando públicamente por la vida. Tanto la citada Ley Orgánica 2/2010 como el Código Deontológico, hacen una referencia expresa a la objeción de conciencia del profesional sanitario. En otros países de Europa, como es el caso de Suecia, la objeción de conciencia no sirve para negarse a practicar un aborto.
San Juan Pablo II afirmaba hace ya algunos años, que estaba empezando a “perderse el sentido de la sacralidad e intangibilidad de la vida humana”. Un signo revelador de esta “cultura de la muerte”, es la absolutización de la libertad individual subjetiva, que acaba siendo, profetizaba él, la libertad de los más fuertes sobre los más débiles. Es la “cultura del descarte” de la que habla el Papa Francisco en su encíclica Laudato si. Es, en definitiva, entender la propia vida como una pertenencia, como objeto de placer y satisfacción personal, dejando a un lado la gratuidad de la vida recibida y llamada, desde el principio, a ser germen de nueva vida.
Hace no muchos meses, un grupo numeroso de mujeres se manifestaba en Gran Canaria, considerando que su “derecho” al aborto, no se ejercía con dignidad, cuando era preciso desplazarse a una de tantas clínicas privadas, para ejercerlo, precisamente por la objeción de los médicos del sistema público de salud. Llama especialmente la atención que, puestos a confrontar derechos: el del médico a objetar en virtud de su conciencia, y el de la mujer, con derecho a “interrumpir” su embarazo, no surja una voz que recuerde el derecho del no nacido, del más vulnerable y débil en todo este proceso, a vivir. ¿Quién decide qué vida es más valiosa? No puedo terminar sin constatar cómo en tantas noticias que decididamente hablan y presentan el aborto como un derecho a ejercer libremente, no se mencione siquiera el drama físico y psicológico que supone en la mujer acabar con la vida del que ya es su hijo. Aún hay cierta resistencia a hablar del síndrome postaborto, una entidad que puede considerarse desde el punto de vista psicopatológico como un tipo más del trastorno de estrés postraumático, aunque con características propias muy relevantes en relación con el hecho de haber abortado, como la vivencia de la culpa, los sueños reiterados y persistentes y la necesidad intensa de reparar el daño hecho. Cada vez más la sociedad nos impulsa de forma velada, con eufemismos por todos aceptados, a cosificar el don de la vida, la propia y la que nos es dada siempre como fruto del amor, sin atrevernos a dar cuentas al autor de la vida, de lo que hicimos con el hermano.