Escribe el P. Simón Cortina, cmd, Presidente de CONFER diocesana de Oviedo
Como cada año, desde su institución por san Juan Pablo II, este sábado coincidiendo con la festividad de la Presentación del Señor en el templo, se celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Con tal motivo se invita a todos los cristianos a mirar a la vida consagrada y a cada uno de sus miembros como un don de Dios a la Iglesia y a la humanidad. Resulta un momento especial para agradecer a Dios las órdenes e institutos religiosos dedicados a la contemplación o a las obras apostólicas, los institutos seculares, el Orden de las vírgenes y las nuevas formas de vida consagrada.
El lema de este año es: Padre nuestro. La vida consagrada, presencia del amor de Dios. Cada consagrado, con su vida y testimonio, anuncia que Dios es Padre, que es un Dios que ama con entrañas de misericordia. Cuando los discípulos le pidieron a Jesús que les enseñara a orar lo hizo con una oración que comienza llamando Padre (Abba) a Dios. El padrenuestro, una de las primeras plegarias que todo cristiano aprende, expresa de inicio y con claridad el tipo de relación que Dios mantiene con cada uno de sus hijos e hijas.
Configurado con el Hijo, el consagrado, vive unido a Cristo su relación filial con Dios Padre al tiempo que en su relación fraterna con los hermanos testimonia el nombre de Dios: amor. El consagrado está llamado a ser testimonio vivo de que el encuentro con Dios es posible en toda época y lugar, de que su amor llega a todo rincón de la tierra y del corazón humano, a las periferias geográficas y existenciales. La presencia del consagrado ha de ser signo de que el don del Reino se acoge y se construye respondiendo a la voluntad de Dios Padre en el día a día asistido por la gracia de la fidelidad. Un Reino que ya está aquí en cada instante y detalle, en lo pequeño y en lo escondido.
La persona consagrada está también llamada a ser hombre o mujer de petición. El Padre conoce nuestras necesidades antes de dirigirse a él y todas ellas tienen eco en su corazón sabiendo que, en último término, siempre resultará lo que sea mejor para cada uno de nosotros. Sintiéndose y reconociéndose débil y limitado, necesitado del perdón de Dios, el consagrado aprenderá a perdonar y disculpar. Sabrá ser presencia del amor de Dios que recrea lo que parece perdido, ayuda a sanar heridas, devuelve la confianza, levanta de las caídas, acompaña en el camino, comparte esperanza, regala sonrisas y abraza con pasión la vida.