XLII Convivencia de Hermandades de la Soledad

Publicado el 07/11/2015
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Parroquia San Isidoro el Real de Oviedo

7 de noviembre de 2015

 

Queridos hermanos y hermanas, todos los cofrades que en tan alto número habéis elegido Oviedo para celebrar vuestra XLII Convivencia de Hermandades de la Soledad. Este rincón de España que es Asturias en donde aquellos reinos cristianos recomenzaron su identidad hace tantos siglos, os acoge con todo afecto y verdadero interés por vuestra preciosa vivencia de la fe y su testimonio público como cofrades.
Saludo al Sr. Párroco D. José Luís Alonso, que es también el Delegado Episcopal para la Religiosidad popular en nuestra Diócesis; e igualmente al Hno. Mayor de la Cofradía de la Soledad de Oviedo, D. Joaquín Iglesias. Y a todos cuantos estáis participando en este encuentro de otras cofradías hermanas de Asturias, Salamanca, de Andalucía y del resto de España: vaya a todos mi saludo de Paz y Bien.
La soledad no es un fin en sí mismo, ni una especie de virtud cristiana que nosotros descubrimos en María. Pero la soledad resulta para nosotros un camino espiritual y cristiano cuando vemos cómo la vivió la Santísima Virgen en ese trance redentor de acompañar en el tramo final a su Hijo. Aquella soledad fue abrazada por María hasta colmarla de sentido, hasta reconocer y testimoniar en ella la Presencia de Jesús que por entero la llenaba. Una soledad habitada por quien muriendo por nosotros se entregaba del todo. María quedó sola al pie de aquella cruz junto a Juan. Pero fue una soledad crucificada que no tendría la última palabra, sino la compañía resucitada de quien venció su muerte y la nuestra.
Hay muchas maneras de expresar la fe, y el que representa el testimonio que se ofrece desde la religiosidad popular en las distintas Hermandades y Cofradías, no es un modo cualquiera. No es el único, pero si nos faltase el vuestro algo estaríamos olvidando y no valorando con el debido agradecimiento. La fe de una comunidad cristiana viene celebrada en la liturgia y la oración, es nutrida con los sacramentos, es adecuadamente formada con la catequesis de toda edad, y es testimoniada luego a través del arte, de la justicia y la caridad. Todos estos registros caben dentro de lo que vosotros sois y representáis en la Iglesia.
Sin duda todo un itinerario que nos permite reverdecer nuestra fe en Dios, nuestra fraternidad con los hermanos y nuestro compromiso cultural y social en esta historia en la que estamos. Y en este empeño bello y bueno estáis feliz y eclesialmente implicados todos vosotros con las diferentes cofradías y hermandades. Puedo deciros mi personal palabra como Arzobispo de Oviedo: gracias por vuestra presencia en la Iglesia y en la sociedad, gracias por vuestro buen hacer cristiano y humano que tanto valoramos y al que queremos saber corresponder y acompañar desde cada una de nuestras diócesis. El Señor bendiga vuestro esfuerzo, os sostenga en las dificultades y siendo Él buen pagador, os premie con la paz y la alegría tan fecunda labor.
Las cofradías no son un apéndice piadoso y folclórico de religiosidad popular. Representan un vigoroso escenario en donde la fe cristiana es educada, es acompañada y formada, y es enviada con el arte y la cultura, con el compromiso solidario de la caridad a testimoniar a Jesucristo en el mundo de hoy. Un mundo de no pocos fugitivos, que desencantados se van de la Iglesia y hasta de sí mismos, y que es preciso salirles al encuentro precisamente en el camino. Como hizo Jesús con aquellos dos famosos de Emaús: no quedó citado con ellos en el Templo, ni en ningún Cenáculo, sino precisamente en esa calle de huída por donde pasaba su camino con la tocata y fuga de su espanto.
Yo doy gracias al Señor por este encuentro que os ha permitido seguir profundizando en el sentido y significado de las cofradías, compartir luces y esperanzas y apoyaros en las dificultades, y os ha permitido también ir tejiendo una red de afecto y conocimiento entre nosotros para poder responder como mejor sepamos y podamos, a los retos humanos y cristianos que tenemos en la Iglesia de nuestros días y en la sociedad que nos toca vivir y de la que formar parte.
A Jesús no le explicaban la vida a través de informes, ni sabía las cosas que les abrumaban a las personas o las que les llenaban de alegría porque alguien le informara. Fundamentalmente era su observación llena de interés, poniendo el corazón en cuanto oía y veía, para darse cuenta de las cosas que sucedían. Toda la vida le interesaba: desde los lirios del campo y los pájaros del cielo, hasta los campos que se siembran de trigo y en medio de los cuales luego crece también la cizaña; la montaña a donde se retiraba a orar o a predicar sermones de bienaventuranzas, como el mar que fue confidente de milagros y enseñanzas; los amaneceres y los anocheceres que tantas veces le sorprendían orando al Padre en soledad, así como el trasiego de las gentes que vienen y van en medio de sus cuitas y quehaceres. Toda la vida fue objeto de atención observadora. Y sus ojos se asomaron a tantas escenas humanas en las que pudo vislumbrar lo mejor y lo peor que palpita en el corazón de los humanos: desde la inocencia de unos niños que juegan en la plaza, hasta las maquinaciones de quienes usan a Dios para sus coartadas y tiran a los hombres cuando ya no les sirven.
Así nos encontramos con la Palabra que la Iglesia hoy nos proclama en la liturgia. Una escena de curiosidad pedagógica, de curiosidad abierta a la enseñanza. Fue un momento de atención, porque la vida siempre nos deja entrever lo que por delante se nos pasea. La circunstancia es texto abierto en donde nos suele enseñar tantas cosas Dios. El Evangelio de este domingo nos trae la deliciosa escena de un Jesús que observa lo que está ocurriendo en los aledaños del Templo de Jerusalén, y hace de su observación una hermosa aplicación moral para sus discípulos. Estamos en el corazón de la fe de Israel, capital religiosa de toda una historia que se centrará en ese Templo como lugar dedicado a la gloria de Dios. Todo lo que tenía que ver con ese Templo era considerado sagrado y por ese mismo título estaba justificado con una solemnidad que tantas veces se convirtió en vulgar parafernalia.
No era la primera vez que se quedaba atento a lo que allí sucedía. De hecho, con anterioridad tuvo lugar la escena sorprendente de ponerse a echar a los mercaderes y vendedores en el atrio de ese Templo, casa de oración para todos los pueblos, “por haberlo convertido en cueva de bandidos” (Mc 11, 17). Ante sus ojos aparecen los letrados y fariseos, esa gente importante, reconocida y mandamás, autorizadísimos por sus propias leyes, que iban y venían al Templo dándose una importancia arrogante. Jesús señala no sólo el uso pertinaz que estos personajes tenían, sino también el abuso injusto que ellos practicaban aprovechándose de las capas más bajas de aquella sociedad, como eran las viudas. Y junto a este grupo que así usa y así abusa, el Señor observa precisamente a una viuda que llega al Templo sin alarde ni presunción, y allí frente al cepillo ella contrastaba con otra gente rica y principal que echaba en abundancia. Aquella pobre mujer no tenía abundancia: tan sólo echó dos reales.
A diferencia de la viuda de Sarepta –de ella nos habla la 1ª lectura (1 Reyes 17,10-16)– que su pobre donación fue bendecida por Dios obrando un milagro de abundancia en donde sólo había escasez, la viuda del Evangelio no será chistada por Jesús para premiarla de alguna manera evidenciando ante los demás su gesto generoso. No nos cabe duda que esta buena mujer habrá recibido el céntuplo en su encuentro con Dios, pero por el momento ni siquiera de ese reconocimiento gozó nuestra protagonista. Y sin embargo, Jesús la vió, y la ensalzó hasta el punto de colocarla como ejemplo. Exactamente igual que vio a los letrados y los puso de contraejemplo. Nada escapa a la mirada de Dios. San Francisco tendrá una maravillosa –por sencilla y real– exhortación: “somos lo que somos ante Dios y nada más” (Admonición 19). Ante los demás y quizás ante nosotros mismos, podemos fingir, podemos retocarnos con el maquillaje de la vanidad y engañarnos con la presunción de aparentar, pero nuestra humilde verdad coincide únicamente con lo que los ojos de Dios ven en cada uno de nosotros.
¿Qué es lo que Jesús vio en esta viuda? Que lo había dado todo. Por poco que fuera, éso era cuanto tenía. El premio de esta mujer estaba en la paz y en la falta total de agobio asfixiante, de zozobra angustiosa, porque vivía en la libertad de quien nada tiene que defender porque todo lo ha entregado ya. Curiosamente, los que viven así tienen esa felicidad que imposiblemente pretenden alcanzar aquellos que se resisten a darlo todo. Y aquí resalta la paradoja evangélica: quien entrega, tiene, quien retiene se quedará sin nada de lo que creía tener. Lo habremos experimentado tantas veces a propósito del perdón: quien se resiste a perdonar, quien quiere seguir siendo rico de sus razones, acaba frecuentemente en el resentimiento y en la amargura, mientras que quien aun teniendo razones las sabe “perder”, resulta que encuentra una alegría inusitada, una paz inesperada. Darlo todo, gratuitamente, como gratis lo hemos recibido, y también nosotros experimentaremos que las promesas de Jesús no son vacías. Somos lo que somos ante Dios y nada más.
Que todos nosotros seamos encontrados en el camino por donde procesiona nuestra vida, y que allí alcancemos esa bienaventuranza que asombró a Jesús: lo dio todo. Darlo todo, para tenerlo todo en Dios y con los hermanos que Él nos da. Todo un camino también con el que vivir vuestra vocación eclesial de comprometidos cofrades.
El Señor os bendiga y os guarde.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

       Arzobispo de Oviedo