Vigilia Pascual 2016

Publicado el 26/03/2016
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Vigilia Pascual

Catedral de Oviedo, 26 de marzo

 

Fue un sábado interminable aquel primer sábado santo de la historia. Desde la víspera a la hora de nona, a eso de las tres de la tarde, el sol se eclipsó sumiendo a toda la tierra en una penumbra tan densa, en una oscuridad tan resistente que se hizo de noche sin que nada ni nadie pudiera arrebatar su negrura. Se apagó la luz que había encendido alguna vez la esperanza y no brillaba ninguna estrella que acercara ni su chispa ni su lumbre. Así fue aquel sábado santo dos mil años hace.

Como el nuestro de hoy, hemos estado en silencio aprendiendo de María esa lección penúltima que nos ha querido dar la Madre. La Virgen hizo de toda su vida una escuela de escucha: hágase en mí su Palabra, le dijo al ángel. Y toda su vida fue sencillamente eso: un escuchar de tantos modos lo que de tantos modos Dios le susurraba o le gritaba. Unas veces comprendiendo lo que decía. Otras quedándose boquiabierta al oír lo que no entendía. Pero bastaba que lo pronunciaran los labios de Dios para que ella asintiera, lo comprendiera o no, guardando en su corazón esas palabras al viento que la boca del Señor balbucía por doquier.

El sábado santo siempre será esa ocasión en la que María tuvo que aprender una lección postrera: no sólo escuchar lo que Dios decía, sino escuchar también lo que Dios callaba. Y así nos encontramos nosotros en ese trance creyente cada vez que el Señor nos dice algo o cada vez que nos lo silencia. Momentos gozosos de palabras chispeantes que son fáciles de escuchar y hasta probar a dialogar con ellas. Momento más humildes y sobrios en donde Dios nos dice tantas cosas sin mover sus labios hablándonos en los entresijos de nuestras glorias o en las penurias de nuestras trincheras.

María dijo siempre y sólo aquello que definió su vida entera: hágase en mí según tu Palabra. Como cada uno de nosotros que hemos nacido para escuchar esa Palabra que eternamente silenció Dios para decírmela a mí y para gritarla conmigo. Benditos nosotros si no somos sordos a su voz, si no endurecemos el corazón, como ya nos avisaba el salmista, y nos abrimos a la escucha de quien tiene algo que decirnos para nuestro bien y para hacer el bien con nosotros.

Este silencio de Dios que ha llenado el sábado santo, ha derramado su respeto a la oscuridad que Jesús había elegido para este día. Sufrió la muerte oscureciendo como nunca el sol, y su penumbra real no ha sido maquillada por unas luces de artificio con fecha de caducidad. Es el tirón de todo aquello que se apaga de veras y que nos deja al pairo de todas nuestras intemperies. Es la oscuridad que ensombrece cuanto en algún momento brilló con luz propia. Sábado santo de penumbra y de muerte, de silencio de tumba, de temor de relente en la noche sin menguante.

Así hemos comenzado este Vigilia Pascual tras estos días atrás de asomarnos a la Pasión de Jesús con sus previos y sus suertes. Las cenas de confidencias, de traiciones, como aquella postrera que anticipó el prendimiento en el huerto de los Olivos y toda la catarata de vaivenes entre juicios, empujones, azotes, coronaciones de espinas, burlas… Luego la vía Dolorosa en un tira y afloja de indiferencia y desprecio, mientras iba subiendo Jesús por una calle de amargura hasta la ventanilla del calvario donde pagaría por mi salvación y donde anularía mi eterna muerte. Así hasta que expiró con el último estertor como un malvado quien fuera el más inocente.

Pero la penumbra que nos arrebujaba y acorralaba hace un instante en un rincón del claustro de la Catedral de Oviedo, de pronto se ha hecho remisa y sin resistencia se ha hecho sumisa ante la llegada del hermano fuego. Él traía su lumbre y su luz, capaz de poner calor en nuestros tiritones y acercar la claridad a nuestros rincones oscuros. Era hermoso ver la filigrana de nuestros rostros, apenas apuntados en la majestuosidad apagada de la noche que nos rodea. Símbolo veraz de otros apagones con los que nuestra vida deambula. La hoguera ha sido bendecida pidiendo al Creador que pusiese de nuevo su mano sobre las llamas. No era una hoguera para la acusación, para la negación y para el llanto, sino una hoguera en la que Dios mismo ha encendido su luz capaz de disipar todas nuestras tinieblas. “Luz de Cristo. Demos gracias a Dios”, hemos venido cantando en procesión tras el cirio pascual que nos introducía en la noche santa. Nos hemos ido pasado la luz, como quien comparte la lumbre que como don ha recibido, ese fuego que purifica aunque no destruye, esa luz que alumbra sin deslumbrar.

Y hemos entonado ese antiguo himno cristiano de la “angélica” que a modo de pregón nos anuncia la alegría de la pascua. Verdaderamente ha sido feliz la culpa que nos ha merecido un tal Redentor. ¡Qué extraña y qué bella forma de cantar la desproporción ante el don que se nos ha dado! Nuestras torpezas todas, nuestra lentitud en comprender el bien, nuestra debilidad para mantenernos en él, todo eso que es y que representa nuestro pecado, ha sido abrazado por Dios inmerecidamente, hasta el punto de vengarse de nuestra ignominia colmándonos de su gracia. Este es su canto de la misericordia que tiene la música de su gracia y letra de nuestras andanzas.

La atenta escucha de la Palabra de Dios que en esta noche nos ha propuesto los grandes hitos de esta historia de salvación a la que pertenecemos, la renovación de nuestras promesas bautismales cuando fuimos hechos hijos de Dios incorporándonos a la muerte y Resurrección del Señor, y la celebración de la Eucaristía que luego tomaremos como alimento, hacen de esta celebración una noche llena de la luz que jamás declina.

En esta noche santa, serán procederemos a bautizar a Marina. Puedo decirte, querida hermana, que Dios te ha esperado. Fuiste llamada a la vida por amor, pero el Señor y la Iglesia han sabido respetar tus caminos y tu libertad, y ahora te allegas a esta fuente bautismal para pedir ser incorporada a Cristo y a su Iglesia. Sé bienvenida, Marina, y que la historia cristiana que para ti empieza esta noche, siga un camino de crecimiento y maduración hasta la santidad. Doy las gracias a quienes cercanos a ti te han acogido y acompañado en tu proceso catequético de iniciación. Recibirás el bautismo, luego el sacramento de la confirmación con el don del Espíritu Santo, y finalmente te acercarás por primera vez a recibir a Jesús en la Eucaristía. Todo un regalo que has pedido al Señor, que la Iglesia te reparte y todos nosotros nos alegramos en tu gozo cristiano sincero.

Estamos en Pascua. Es ahora cuando propiamente todo se ha cumplido. Esta noche nos sorprende con el más dulce desmentido. Cuando todo parecía acabado y perdido con la peor de las tramas. Se fue tensando lo que decía el Maestro y algunos preveían tan fatal desenlace: hubiera sido mejor que no hablara. Pero Él habló, con su ternura acostumbrada o con palabras de fuego que levantaban las ascuas. Habló palabras de Vida e hizo signos que salvaban. Fue libre y asumió el precio sin caer en la complacencia soberbia de la lisonja ni en la tentación cobarde de fuga ante el desprecio.

Al igual que cada mañana madrugaba o cada tarde trasnochaba para escuchar en su Padre la palabra que de tantos modos Él luego narraba, y para abismarse en la belleza que con sus divinas manos repartía como quien acaricia la vida hasta llegar a reestrenarla, así esta noche santa podemos reconocerla, agradecerla, y sentirnos bendecidos por tanta gracia. Cristo ha resucitado. Y estamos contentos. Dichosos. Pongamos el aleluya en los labios como un canto agradecido que sabe a estreno.

Con María y nuestros santos, nos alegramos por este momento.

 

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo