No hay canto a la entrada ni a la salida del oficio de la Pasión en el Viernes Santo. ¿Qué letra poder contar, qué música podría acompañarla cantando cuando el drama más fiero y feroz acaba con la vida de aquel por quien todo fue creado?
Viernes Santo de dolores tras una noche interminable. Acabamos de escuchar una vez más la Pasión del Señor. Esta es propiamente en este día la homilía. La mía debe ser respetuosamente breve. Ha sido precedida por el relato profético del Siervo de Yahvéh donde Isaías nos desvela anticipadamente no sólo el misterio de una muerte sino el escarnio de una ignominia. Muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano, y todos se quedaron boquiabiertos hasta cerrárseles la boca al contemplar algo tan inenarrable como inaudito ((Is 52, 13ss).
La descripción que hace el profeta y que hemos oído en la primera lectura siempre nos seguirá sobrecogiendo por el realismo de su crudeza, cuando de un cántico del siervo se pase al Siervo del cántico y la carne de Jesús haga de lienzo donde con colores chillones y estridentes, con gritos desgarrados y cautivos, se nos presente la pasión real que por amor el Señor ha padecido. Él soportó nuestros sufrimientos que le impusimos, aguantó nuestros dolores prestados, mientras le estimamos leproso, herido de Dios y humillado, hasta que fuera traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros desmanes… ¿quién meditó en su destino?
Esta es la pregunta que cada Viernes Santo la Iglesia nos vuelve a proponer: ¿has meditado en ese desenlace que tuvo tu nombre en el indulto de una factura saldada mientras no se le ahorraba al propio Cristo su pasión? Meditar en el desenlace siempre es volver a ponerme a mí mismo, a cada uno de nosotros, delante de este misterio de dolor infinito con el que Dios ha querido imaginar y realizar mi salvación.
Pero es por mí, aunque haya dos mil años antes de llegar yo. Aunque haya millones y millones de nombres en donde jamás de modo anónimo el Señor aplicó los frutos de su Pasión. Es por mí, como si nadie antes hubiera existido. Es por mí, como si nadie después pudiera venir. Yo tengo una estatura, tengo ahora una edad, un sinfín de circunstancias que por dentro y por fuera me pesan y me miden dibujando mi imagen viva en el trasiego de este momento claroscuro, agridulce, donde la gracia y el pecado siempre porfían entre mi rebeldías y mi libertad.
La carta a los Hebreos han puesto esa nota tan cargada de humanidad que despierta la esperanza más tierna y más osada ante un amor que nos ha amado de veras: “no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado” (Heb 14,15). En todo. No ha habido tentación que a Jesús le haya resultado ajena, sin que jamás Él secundase de modo pecaminoso con la entrega pecaminosa. Pero tentado, en todo fue tentado, como dice esta carta a los Hebreos. Y la prueba fue superada en base a su obediencia de Hijo, que sufriendo aprendió la hermosa aventura de ser siempre fiel.
¡Qué relato apretado el de la Pasión del Señor! ¡Cuántos registros aparecen con toda la grandeza y la miseria de cada historia humana! Unos, como Pedro, Santiago y Juan, durmiendo y caídos de cansancio y de miedo mientras Él sudaba sangre entre los olivos nocturnos de Getsemaní. Otros, como Judas, traicionando con besos mentirosos para entregar defraudado a aquel que le vino a salvar. Los hubo que maquinaron la conspiración más injusta, la más provecta y pervertida para sacar adelante una muerte nefanda del más horrible guión. No faltó quien frívolo, como Pilatos, se asomará con indiferencia y con distancia, con culpable inocencia, que no pudo lavar en sus manos enjuagadas en agua de complicidad. Y los discípulos fugitivos y errantes, sabe Dios en qué escondites y escondrijos huyendo de la suerte del Maestro que para ellos era maldición. Sólo Pedro logrará acercarse, con mesura tanta que le hizo incierto, sospechoso y descubierto en la fogata común de un patio cualquiera; así hasta que rompió a llorar con llanto incontenible después que el gallo cantara por tercera vez como se le anunció.
Todo un viacrucis que no por sabido y conocido deja de volverse a estrenar en la vía Dolorosa de tantos como en el mundo prolongan la Pasión de Cristo, sufriendo y muriendo en ellos el mismo Cristo para volverles a estrenar la gracia de la resurrección.
La hora tercia sonó como los golpes de los clavos en las manos, los pies y el costado del Redentor cosido al madero de la ignominia. La hora sexta le encontró con las siete plegarias que como siete gritos pronunció en sus famosas siete palabras. Eran el resumen final de una larga e infinita historia de amor que no concluyó en el estertor de la hora nona cuando Cristo expiró. Todo está cumplido, dijo. Ha llegado la hora suprema para la que nació.
No es fácil asistir a este entierro con una muerte tan despiadada. Pero esta muerte es la firma final de un decreto por el que nuestra vida es abrazada como nadie antes y como nadie jamás la podrá abrazar. Alguien ha muerto por mí, ha muerto mi muerte, ha cambiado mi destino haciendo que la dicha que mi corazón no deja de soñar tenga salida esperanzada y posible en algo que yo no merezco ni puedo imaginar.
Hermanos y hermanas, hoy en Oviedo nos volveremos a asomar a ese lienzo bendito de un sudario santo que custodia el relato de una entrega de Pasión. Adoremos la cruz del Señor tras haber escuchado su suplicio salvador. Oremos por toda la Iglesia y el mundo entero, acordándonos de esa tierra santa en donde su geografía nos cuenta todavía una historia de amor apasionado. Ayudemos con nuestra limosna a los cristianos que allí viven, tan entre dos fuegos de israelitas judíos y árabes islámicos. Y acompañados por el Señor que padeciendo se compadeció, acompañemos nosotros a los hermanos que siguen sufriendo por tantos motivos en las vías Dolorosas de todos los vía Crucis de un mundo alejado del amor de Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo