Aquel huerto en el olivar cercano, sabía de secretos. No era la primera vez que Jesús se escondió en algún amanecer o cuando ya anochecía para abrir su corazón a las intimidades que como Dios Hijo él mantuvo con Dios Padre. Pero en aquella ocasión el olivar se hizo almazara donde prensar un dolor inaudito, insólito, inmerecido donde los haya. Getsemaní fue testigo de un grito contenido que rompió los capilares haciendo brotar sangre bendita por todos los poros de un cuerpo en trance de entrega. Y llegó el momento, la hora, como dice el evangelista Juan. Apareció un discípulo en guisa de traidor para señalar con un beso al que fuera su Maestro de quien nada aprendió.
Judas es un caso. Es el nombre más evitado que ni a los perros se pone. Judas es la triste deriva de haber oído tantas cosas a Jesús sin haber escuchado nada. De haber mirado tantos signos y milagros, sin haber visto tampoco nada. Él sólo se escuchaba a sí mismo, y sólo a sí mismo se contemplaba. Sus pretensiones, sus batallas, sus frustraciones una tras otra rendidas, sus quemazones que le consumían sin haber ardido jamás en su pobre vida revolucionaria. Y con treinta monedas de plata, entregó con aquel beso al Amigo que no quiso tener jamás. No cupo más como desesperada salida que cobrarse así la traición de ese Amigo que no tenía precio. Y Judas se desesperó. Si de Dimas el buen ladrón sabemos que gozó de la primera canonización de la historia estando ya en el Paraíso aquella misma tarde del primer viernes santo, no sabemos si Judas fue la primera condenación en el temido infierno eterno, mientras como badajo sin campana pendía de aquel árbol maldito en el que se ahorcó.
Luego vino la frenética noche que no tuvo horas de aquí para allá. La ceca y la meca fueron allí ir de Anás a Caifás y de Caifás a Pilatos. Como si fuera un botarate al albur de falsos sabios, lo Jesús lo zarandearon para intentar condenar al inocente santo. Y tiraron de todo: de interrogatorios absurdos y tribunales amañados, de guardianes chulescos y de testigos falsos. El populacho no sabía lo que hacía tampoco ahora cuando gritaba desaforado la muerte crucificada a quien muchos aclamaban hacía días con vivas y hosannas. Y escogieron la permuta más increíble de cambiar a Cristo por Barrabás, un conocido y vulgar terrorista. Así comenzó la sentencia que el miedo hizo inapelable en la cobardía de Pilatos, dando paso al escarnio de azotes, insultos y salivazos. El Enlosado fue el punto de partida en un viacrucis de crudeza fiera y desalmada en medio de los zocos de mercaderías, de aquellas calles y plazas por donde paseaba a diario lo mejor y lo peor de la vida en la vía Dolorosa más cotidiana.
Pero en aquel viacrucis, ¿cuántas fueron las estaciones? Acordamos piadosamente que fueran catorce cuadros como si fueran las escenas de un recorrido macabro. Sin duda, menos no fueron. Más, infinitamente más, son las que se deben computar en la cuenta del “Amor no amado” (San Francisco). Tantas, cuantos rostros de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de sanos y enfermos, de ricos y pobres, en los que el rostro ensangrentado de Jesús se ha venido actualizando a través de la historia con tantos nombres aparentemente anónimos que sólo Dios conoce bien: tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, en la cárcel, enfermo… y lo que hicisteis con mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis, nos dijo Jesús como recuerda el evangelio de Mateo (cf. Mt 25). Catorce estaciones, pues, y muchas más: cada asesinato y cada violencia, cada guerra absurda como lo son todas, cada robo y corrupción, cada mentira disfrazada y cada calculada engañifa, cada soledad incomprendida, cada desprecio orquestado, cada tristeza insalvable y deprimida, cada agonía solitaria. Sí, ¡cuántas estaciones tiene el viacrucis de la vida! Y ante todas ellas las distintas miradas y actitudes entonces como siempre: ojos abiertos y curiosos, ojos cerrados y cansados. Corazones capaces de darlo todo o incapaces de hacer algo. Manos ofrecidas sin descanso o reservadas con egoísmo insolidario. Esperanzas cumplidas o desencantos despiadados. Desalientos frustrados y audacias redivivas que no se cansan nunca de estar siempre empezando… ¡Cuántos cuadros! ¡cuántas estaciones… en el viacrucis de la vida, en la vía dolorosa de Cristo y sus hermanos en los que la Pasión continúa sin poder resolver su tragedia en un drama que jamás tiene encanto!
El viernes santo es un día sobrio, casi taciturno y callado. No hay campanas ni glorias, como si un velo enlutado condicionase cada instante, cada latido, cada ensueño, cada rincón de este mundo inacabado que no acierta a dejar nacer la ciudad de Dios que Él eternamente dibujó para enamorarnos. Que la creación gime dolores de parto, como nos dice Pablo en la carta a los Romanos (Rom 8, 22-39), porque no acierta a nacer la historia bondadosa y bella que Dios quiso regalarnos poniéndola en nuestras manos tan volubles e inciertas.
En este día nos asomamos a un relato, acaso demasiadas veces ya tan leído de cualquier manera que por eso ha dejado ya de conmover las entrañas como quien escucha una trama conocida sin ningún sobresalto, sabiendo sabihondos cuál es el inicio, los pasos intermedios y el ocaso. Un relato que sólo se puede comprender de veras cuando, como han hecho los santos, nos atrevemos a leerlo biográficamente: porque hay siempre un “por mí” en ese drama que fue para Jesús una tragedia prestada. Todo aquello fue por mí, con mi nombre, con mis años, con mis trampas, con mis miedos, con mis gracias y pecados. Yo fui para Él la razón de cada instante en aquellos catorce cuadros como catorce etapas de una subida que me tenía a mí como recorrido y como estación de llegada.
Viernes santo, viernes apasionado por el dolor inocente de Dios que en su Hijo se hizo vulnerable hasta lo más bajo del sufrimiento humano. Gracias, Señor, por tu Pasión, por tu vía Dolorosa y por tu Calvario… ahí estaban sin censura ni adornos, todas las etapas de mi vida y todos mis pecados. Es el “por mí” de mi vida que tiene la edad de mis años y el domicilio de mis circunstancias. Ahí Cristo se cruza en el aquí y el ahora de mi momento, ese que tiene mis heridas, mis dudas, mis contradicciones. Reclama de mí una actitud en el reparto: si soy un curioso indiferente como turista que ve pasar la procesión con sus pasos, si soy fugazmente tocado hasta conmoverme sólo un poco y sólo a ratos, si soy una verónica que enjuga el rostro por mí ensangrentado, si soy un cirineo que ayuda a cargar la cruz que era más mía aliviando los hombros del Señor flagelado, si soy de los que sólo de lejos sabe estas cosas, que desaparece anónimamente mezclado en la muchedumbre para que no me señalen como cristiano, si hago todo lo posible para escurrir el bulto sin ser notado en mi quiero y no puedo, en mi sí pero no, no vaya a ser que me digan que soy del Nazareno como le dijeron a Pedro.
Pero también en el reparto estaban María y Juan. Sólo ellos llegaron al final con Jesús. Sólo ellos quedaron al pie de la cruz. Sólo ellos oyeron las siete palabras últimas pronunciadas por el Maestro. Sólo ellos volvieron a nacer en aquel trance, engendrando como María siendo madre otra vez y como Juan concebido como hijo nuevo. Viernes santo, réquiem de dolor, estertor de muerte, entrega máxima de la vida en las manos de Dios. Hemos de escuchar esta penúltima palabra en silencio. La última será la vida resucitada, pero no cantemos el aleluya antes de tiempo sin haber comprendido y agradecido antes que Cristo fue por mí que murió. Pago de amor por mi salvación con infinitas monedas. Requiescat in pace Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo