Andamos estos días en historias aburridas con los cansinos vaivenes de pactos e investiduras que nos tienen saturado el interés y al límite la paciencia. Lástima que lo que nos saca de este cotidiano escenario plano sean las noticias que nos provocan el sobresalto, como ese accidente al volver de unas fallas en donde 13 chicas han fallado involuntariamente su aventura humana o los 12 que esta madrugada han muerto también en un choque en Francia: sucesos así nos dejan dolidos ante tamaño misterio como siempre que un desastre accidental pone a prueba nuestra vulnerable consistencia humana. Pero ha sido el otro sobresalto, no fruto de un accidente en autopista sino fruto de la barbarie terrorista de los que matándose a sí mismos matan al que les cae cerca imponiéndonos así su odio ciego, sus modos perversos como matarifes sin entraña. Bruselas vuelve a representar ese escenario con paisaje callado, mudo, sumido en ese dolor tan cargado de preguntas, que mientras cierra los labios abre de par en par los ojos como dos luceros en los que se asoma el miedo que más asusta.
Son un puñado de noticias que tienen la fecha de estos tres días últimos semanasanteros en donde la humanidad viene y va por derroteros a los que no ha llegado, parece, la redención de Jesucristo. ¿Ha sido inútil su entrega o es demasiado gruesa la coraza con la que nosotros atrincheramos nuestras muertes para impedir que entre su vida? Siempre, cada día, vemos que nuestra humanidad juega entre las comedias que dan risa y las tragedias que dan lástima, pero en medio de nuestras carcajadas impías o de nuestros llantos sin consuelo, se levanta discreto un drama que tiene como único protagonista la entrega de Jesús el Nazareno. Comedias y tragedias que son salvadas en sus excesos y en sus defectos por ese drama sereno de quien ha venido a brindar conmigo en mis gozos y a enjugar piadoso y sincero en mis sollozos ocultos y clandestinos. La mirada de su drama penetra mi humilde sino cuando me han abandonado las risotadas y me han dejado solo los lloros. De ese drama habla la liturgia del Viernes Santo en este ecuador de nuestra Semana Santa cristiana.
El Viernes Santo es el único día en el que no hay misa. Es el día más oscuro con un sol eclipsado a la hora de nona. Jesús remata su amor por mí dando su vida de veras. Hacemos un oficio litúrgico que lleva por título la Pasión del Señor. Porque fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús que con su entrega nos salvó. Hay que escuchar este relato arrodillando el corazón, porque en él se habla de cada uno de nosotros. Deberíamos reconocernos en qué personaje hoy se encuentra mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo en mi circunstancia y con mi edad con lo mejor o lo peor de cada cual.
Ayer, Jueves Santo, vimos a Cristo cenando por última vez con sus discípulos. Pero terminó con un exabrupto extraño: el que moja el pan en tu mismo plato, al que invitas a no demorar el trato de su más cobarde maltrato, es quien horas después dejará de ser discípulo para siempre. Se fue a buscar a sus compradores que malpagaron con treinta monedas lo que no tenía precio. Lo que compraron era infinito: Jesús el Nazareno. Vinieron con espadas, con soldadesca y con palos, y a la luz de unas antorchas vieron la firma del vendedor: un beso fue la rúbrica, un beso que jamás significó menos amor en su cínica mentira. Sabemos que Judas acabó mal: sin su pobre botín, sin su querido amigo y Maestro, sin perdonarse a sí mismo su vida así de confusa y maltrecha.
De un sitio a otro, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato al populacho, y del populacho a la vía Dolorosa. El amor aquella noche se oscurecía con tiniebla propia. Todos salieron asustados, aunque sólo Judas se desesperó. Noticia sólo tenemos de Pedro. Pero era difícil aquella noche de Viernes Santo estar en misa y repicando: querer, quería ir con su Maestro cortando orejas y lo que hiciera falta, como hizo con Malco en el huerto; pero temer, temía más como para arriesgar demasiado. No podía llegar más con su amor por Jesús, cuando el miedo le frenaba llegando a menos. Y adoptó esa actitud sopesada, buenista, mediocremente comedida. En un patio cualquiera, junto a una fogata común, Pedro tiritaba confuso diciendo con su corazón el “sí, te quiero” a su Maestro, y con sus labios porfiaba repitiendo que “no”. Y negó lo que menos podía negar: que le conocía. El gallo cantó, y Pedro negó las tres veces. Y tropezó aquel Pedro en la piedra de su propio escándalo. Por eso rompió a llorar.
Conocemos el desenlace posterior. Había que pintar de sangre y duelo pre-martirial a quien luego crucificarían. No sirvió la pena provocada en una masa títere llena de ira. Más lastimero era el espectáculo de un Jesús azotado, expoliado, coronado de espinas, y más ellos se envalentonaban pidiendo desaforados la crucifixión sin medida. Lavándose las manos Pilatos, perdió en ese gesto la poca inocencia que le quedaba, y quedó manchado para siempre de complicidad y cobardía. Fue inútil la pregunta retórica, para nada convencida, sobre qué era la verdad. ¿Qué le importaba a él la verdad si sus pretensiones de poder, su corrupción moral, su frivolidad manifiesta le hacía vivir en la más burda mentira?
Aquel Viernes Santo, el amor más increíble, el más inmerecido, el menos comprendido, estaba domiciliado en la Calle de la Amargura. La vía Dolorosa no dejó de ser lo que era: un zoco comercial de intereses, de chismes, de fanfarrias y mercaderías. Y nadie dejó de hacer lo que hacía, al ver pasar a otro malhechor más, se decían.
Mujeres que se apiadan y rompen en llanto. Niños que eran apartados para no ver tamaño espectáculo. Curiosos cuyo interés era sólo una mirada lasciva, o burlesca, o rencorosa y resentida. Otros quedarían confusos al ver revestido de tanto mal a quien tanto bien dejó a su paso en sus vidas. Como Simón, oriundo de Cirene que volvía de trabajar, y se encontró de pronto con una gracia inmensa y del todo inmerecida: ser samaritano bueno ante un Dios maltratado, robado y herido. El cirineo tomó sobre sus hombros una cruz que a Jesús no le pertenecía, pues era más suya que del que subía por la Calle de la Amargura hasta el Calvario.
Allí Dimas, buen ladrón, hizo su robo mejor, el más honrado, el que le salvó. Nada menos que le robó al Hijo de Dios una salvación cuando ya nada podía hacer. Toda una vida malgastada y podrida, que en ese instante vuelve a nacer. El robo lo hizo como buen ladrón, rezando conmovido ante Jesús crucificado: Dios mismo en su mismo suplicio, no por delincuente sino por amor. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Y Jesús en aquel trance se lo aseguró. Es la primera canonización cristiana.
María y Juan al pie de aquella cruz, con lo mejor de una humanidad no rendida, que creyeron en lo que el Señor les dijo y les decía, en cuanto les fue dando y en lo que entregaba de modo extremo en aquel mediodía. La Madre y el discípulo hecho hijo. Allí María engendró a todos los hermanos de Jesús, al pie de aquella cruz, a la sombra de una muerte que nos trajo tanta vida. ¿Quién soy yo en este drama? ¿Qué nombre tienen mis actitudes con las que yo mismo estaba allí en aquel interminable primer Viernes Santo? El relato, leído de rodillas y con el corazón abierto a la luz que me indique la verdad y las mentiras, es todo un libreto de mi biografía. Algo de todos ellos tengo yo. Basta ponerme bajo esa mirada con la que Jesús Nazareno me mira en la Calle de mi Amargura. Las acciones, las omisiones, los pensamientos, las palabras… ¡cuántas cosas me disfrazan de aquellos personajes de la vía Dolorosa que vieron a Cristo pasar! Es Viernes Santo. Cristo murió en la hora de nona para que yo viva para siempre.
Hoy las verónicas nos muestran otros lienzos, los cirineos nos señalan otras cruces, y Jesús en la pasión de todos sus hermanos nos invita a asumir cristianamente la ayuda que se hace gesto solidario de acogida, de intercesión orante, de conciencia viva para que el egoísmo no termine por adormecernos la entraña y la mente. Hermanos y hermanas, hoy en Oviedo nos volveremos a asomar a ese lienzo bendito de un sudario santo que custodia el relato de una entrega de Pasión. Adoremos la cruz del Señor tras haber escuchado su suplicio salvador. Oremos por toda la Iglesia y el mundo entero, acordándonos de esa tierra santa en donde su geografía nos cuenta todavía una historia de amor apasionado. Ayudemos con nuestra limosna a los cristianos que allí viven, tan entre dos fuegos de israelitas judíos y árabes islámicos. Y acompañados por el Señor que padeciendo se compadeció, acompañemos nosotros a los hermanos que siguen sufriendo por tantos motivos en las vías Dolorosas de todos los vía Crucis de un mundo alejado del amor de Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo