Hoy las campanas no tocan a fiesta. El arzobispo no lleva el palio, ni el anillo, ni el báculo. Hoy propiamente no celebramos la Eucaristía: el único día del año en el que no hay misa. Hacemos un oficio litúrgico que lleva por título la Pasión del Señor. Porque fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús con su entrega que nos salvó. Hay que escucharla poniendo de rodillas nuestro corazón, porque en ese relato se habla de cada uno de nosotros. Deberíamos reconocernos en qué personaje hoy se encuentra mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo con todo lo que me embarga: mis cuitas, mis preguntas, mis confusiones, mis temores, mis andanzas.
Ayer, Jueves Santo, vimos a Cristo cenando por última vez con sus discípulos. Pero terminó con un exabrupto extraño: el que moja el pan en tu mismo plato, al que invitas a no demorar el trato de su más cobarde maltrato, es quien horas después dejará de ser discípulo para siempre. Se fue a buscar a sus compradores que malpagaron con treinta monedas lo que no tenía precio. Lo que compraron era infinito: Jesús el Nazareno. Vinieron con palos, con espadas y soldadesca, a la luz de unas antorchas que por momentos hacían de focos para poder ver la firma del vendedor: un beso fue la rúbrica, un beso que jamás significó menos amor en su cínica mentira. Sabemos que Judas acabó mal: sin su pobre botín, sin su querido amigo y Maestro, sin perdonarse a sí mismo su vida.
De un sitio a otro, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato al populacho, y del populacho a la vía Dolorosa. El amor aquella noche se oscurecía con luz de tiniebla propia. Todos salieron asustados, aunque sólo Judas se desesperó. Noticia sólo tenemos de Pedro. Pero era difícil aquella noche de Viernes Santo estar en misa y repicando, ¡cuántas veces vivimos así el conflicto entre lo que queremos y lo que no deseamos!: querer, quería ir con su Maestro cortando orejas y lo que hiciera falta, como hizo con Malco en el huerto; pero temer, temía más como para arriesgar demasiado. No podía llegar más con su amor por Jesús, cuando el miedo le frenaba llegando a menos. Y adoptó esa actitud intermedia, sopesada, buenista, mediocremente calculada y comedida. En un patio cualquiera, junto a una fogata común, Pedro tiritaba confuso diciendo con su corazón el “sí, te quiero” a su Maestro, y con sus labios repitiendo que “no” de su deseo. La querencia querida y el indeseado deseo, ése fue en él y en todos el dilema. Y negó lo que menos podía negar: dijo que no le conocía. El gallo trinó, y Pedro negó las tres veces. Y tropezó aquel Pedro en la piedra de su propio escándalo. Por eso rompió a llorar.
Conocemos el desenlace posterior. Había que pintar de sangre y duelo pre-martirial a quien luego crucificarían. No sirvió la pena provocada en una masa títere llena de ira. Más lastimero era el espectáculo de un Jesús azotado, expoliado, coronado de espinas, y más ellos se envalentonaban pidiendo desaforados la crucifixión sin medida. Lavándose las manos Pilatos, perdió en ese gesto la poca inocencia que le quedaba, y quedó manchado para siempre de complicidad y cobardía. De nada le sirvió la pregunta retórica, para nada convencida, sobre qué era la verdad. ¿Qué le importaba a él la verdad si sus pretensiones de poder, su corrupción moral, su frivolidad manifiesta le hacía vivir en la más burda mentira?
Aquel Viernes Santo, el amor más increíble, el más inmerecido, el menos comprendido, estaba domiciliado en la Calle de la Amargura. La vía Dolorosa no dejo de ser lo que era: un zoco comercial de intereses, de chismes, de fanfarrias y mercaderías. Y nadie dejó de hacer lo que hacía, al ver pasar a otro malhechor más, se decían.
Mujeres que se apiadan y rompen en llanto. Niños que eran apartados para no ver semejante espectáculo. Curiosos que no tenían más interés que una mirada lasciva, o burlesca, o rencorosa y resentida. Otros quedarían confusos al ver revestido de tanto mal a quien tanto bien dejó al su paso en sus vidas. Como Simón, oriundo de Cirene, que volvía de trabajar, se encontró de pronto con una gracia inmensa y del todo inmerecida: ser samaritano bueno ante un Dios maltratado, robado y herido. El cirineo tomó sobre sus hombros una cruz que a Jesús no le pertenecía, pues era más suya que del que subía por la Calle de la Amargura hasta el Calvario.
Allí Dimas, buen ladrón, hizo su robo mejor, el más honrado, el robo que le salvó. Nada menos que le robó al Hijo de Dios la salvación cuando ya nada podía hacer. Toda una vida malgastada y podrida, que en ese instante vuelve a nacer. El robo lo hizo como buen ladrón, rezando conmovido ante Jesús crucificado: Dios mismo en su mismo suplicio, no por delincuente sino por amor. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Y Jesús en aquel trance se lo aseguró: esa tarde, ya en el Paraíso. Es la primera canonización cristiana.
María y Juan al pie de aquella cruz, con lo mejor de una humanidad no rendida, que creyeron en lo que el Señor les dijo y les decía, en cuanto les fue dando y en lo que entregaba de modo extremo en aquel mediodía. La Madre y el discípulo hecho hijo. Allí María engendró a todos los hermanos de Jesús, al pie de aquella cruz, a la sombra de una muerte que nos trajo tanta vida. Es Viernes Santo hermanos. ¿Quién soy yo en este drama? ¿A qué nombre de aquellos les pongo yo mis apellidos? El relato, leído de rodillas y con el corazón abierto es todo un libreto de mi biografía. Algo de todos ellos tengo yo.
Dentro de unos instantes adoraremos la Cruz del Señor, y con veneración miraremos nuestra reliquia excepcional del Santo Sudario, testigo de lino que guarda como un secreto la mirada de los ojos cerrados del Señor. Aquellos ojos se abrieron resucitados, pero por amor a mis desamores muertos se cerraron, algo que en esta tarde mirando ese lienzo no debemos olvidar. Por eso lo mostramos con honda devoción. Y no olvidamos a quienes prolongan con sus sufrimientos, sus desgracias y desamparos, la Pasión de Jesucristo. Hoy los crucificados por el paro, la violencia, las guerras y el terrorismo, por la corrupción y la indiferencia de tantos, se reconocen junto a Cristo crucificado que en ellos vuelve a sufrir la Pasión.
Hoy los matarifes se llaman de otra manera que embozados en sus turbantes yihadistas invocan a un dios inexistente sin boca, sin ojos, sin oídos, sin entrañas, fruto del rencor de sus fantasmas que les bloquea ante la belleza que no comprenden y destruyen, sordos ante la música inspirada, y ciegos ante la letra de los versos y poemas. Es el odio cegado que respira por las heridas de sus fracasos, de sus atrasos y callejones sin salida. A ese dios falso le hacen cómplice de sus imposturas, y se erigen en ajustacuentas de su gloria vacía como matones a sueldo en el templo de la vida. Hace unas semanas fueron 21 cristianos que buscaban trabajo en Libia, ayer fueron 147 universitarios en Kenia. Esos cristianos masacrados no robaban al fisco con sus corrupciones de puños blancos y tarjetas negras. No adulaban al pueblo con milongas y quimeras para vender su trampa por un puñado de votos. No pintaban monigotes para herir los sentimientos sagrados de los otros, para reírse con sus gracietas zafias de escarnio blasfemo, de provocación medida, de libertinaje esclavo y de revoluciones marchitas. Eran sencillamente cristianos, sin trastienda, sin violencia, sin injusticia. Los encontraron fácilmente los matones de negro turbante para pasarlos por su puñal de guillotina. Es Viernes Santo.
Oraremos por toda la Iglesia, por toda la Humanidad. Y tendremos un recuerdo especial por nuestros hermanos en Tierra Santa, esa tierra pisada por Jesús, contemplada por Él, y regada con su propia Sangre. No dejemos de apoyar con nuestra oración y con nuestra limosna en este día, el mantenimiento de los lugares santos, donde se acogen a los peregrinos y en donde se realizan obras sociales, educativas y sanitarias a favor de los que allí siguen sufriendo. Sed generosos.
Hermanos y hermanas, es Viernes Santo. Que Dios os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo