Saludo cordialmente a los que en esta mañana llenáis la capilla de nuestro Seminario Metropolitano de Oviedo, y a cuantos seguirán esta celebración a través de La 2 de Televisión Española. Una mención a tantos amigos y hermanos que desde sus lugares abren el corazón para escuchar lo que Dios nos dice en este domingo 5º de cuaresma, de modo especial a los enfermos y ancianos.
De modo imparable vamos haciendo este recorrido cuaresmal ante una cuaresma única, esa que nunca antes había sucedido y jamás se repetirá. Son idénticos los textos y los gestos, pero en cada cuaresma somos nosotros los cambiados cuando la vida nos acerca circunstancias que ponen fecha y domicilio a las sonrisas del alma o a las lágrimas de nuestro llanto. Es entonces cuando suenan tan nuevas esas palabras y se estrenan con esperanza los gestos, que podemos decir en verdad que se trata de una novedad lo que estamos viviendo. Todos los caminos religiosos han intentado desentrañar el misterio, adivinar el rostro divino y escrutar qué desea del hombre ese Dios al que busca a tientas de tantos modos, lo sepa o no el buscador. Hay una inmensa e infinita inquietud en esta búsqueda que nada ni nadie puede sofocar ni censurar, aunque el hombre no sea consciente de ello. Y aquí sobresale el testimonio conmovido del propio San Agustín cuando al comienzo de sus célebres Confesiones declare lo que su vida entera ha sido en medio de sus aciertos y errores, gracias y pecados: «nos hiciste Señor para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti».
Pero podemos percibir y gestionar tal búsqueda como el inevitable encuentro o desen-cuentro con un Dios extraño, ajeno, intruso en nuestra vida del que no podría escapar. O por el contrario como algo que corresponde a lo más verdadero de nosotros mismos. Así nos lo recuerda la primera lectura con un precioso texto del profeta Jeremías: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33). Es algo que nos sale de dentro, algo que está en nuestro propio corazón y que es fruto de un regalo inmerecido que Dios ha querido sembrar en mis adentros más íntimos y verdaderos.
Con este preámbulo, el Evangelio de este domingo de Cuaresma, nos presenta una escena de encuentro, de búsqueda, que se daba entre aquellas gentes y Jesús. Era frecuente encontrar en la fiesta principal por antonomasia –la Pascua– a gente de la diáspora de Jerusalén que, sin haber profesado la fe hebrea, tenían una actitud abierta. Un grupo de esos simpatizantes gentiles no judíos, se encuentran con Felipe y le hacen una petición que recoge la secreta demanda de toda la humanidad: queremos ver a Jesús. No sabían bien quién era Él; acaso habían oído cosas y sentían curiosidad. Buscaban el Templo y se encontraron con Jesús. A su manera iban a celebrar la Pascua judía, y se encontraron con otra Pascua: la del Señor. El hecho es que aquellos hombres que sin ser judíos acuden a Jerusalén, están abiertos a la respuesta adecuada a las preguntas de su corazón: ¿y si esa respuesta era ese tal Jesús?
Felipe ya había sido «embajador» de su Maestro. Al comienzo de su andadura, después que él se hubo encontrado con Jesús, no pudo por menos que comunicarlo: «se encuentra Jesús con Felipe y le dice: sígueme… Felipe se encuentra con Natanael y le dice: ése del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado… ven y lo verás» (Jn 1, 43-46).
El Evangelio cambia de tono para intercalar un diálogo de Jesús premonitorio de su propia Pascua. Él habla de la Hora. En el Evangelio de Juan, la Hora no es una precisión temporal, no tiene que ver con la del reloj. La Hora dice la llegada del momento oportuno, salvífico. Jesús habla de su Hora recurriendo a la metáfora del grano de trigo, que explica plásticamente la paradoja de la vida cristiana: caer en tierra, morir, y cuando aparentemente todo está perdido y arruinado, surge allí la vida, con una fecundiad y fuerza inesperadas e inmerecidas. Es como un anticipo del propio destino de Jesús: el mucho fruto, el ganar la vida para siempre, tiene un insólito precio como es morir en tierra y dar la vida.
Desde este realismo, desde esta glorificación, desde este precio de amor, desde esta Hora de Jesús, se hará un juicio del mundo y de la historia: será alzado sobre la tierra, y los hom-bres mirando al que atravesaron serán atraídos hacia Él. Por eso nos dirá la segunda lectura que Jesús ha vivido su entrega de veras, dándose por entero: «Él, a pesar de ser Hijo, apren-dió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5,8).
Estamos en el quinto domingo de Cuaresma y hemos realizado ya una buena andadura siguiendo lo que la Iglesia nos ha ido proponiendo en estas semanas precedentes. Nosotros, después de este camino andado, nos reconocemos en la pregunta de los gentiles: queremos ver a Jesús, atraídos por Él, seducidos por su extremado amor (Gál 2,20). Estamos en la antesala de todo ese drama de amor que recordaremos en la inminente Semana Santa. Y no sólo nosotros, sino también tantos hombres y mujeres de nuestro mundo, desde sus búsquedas y preguntas quieren ver a Jesús. Quizás no lo saben, o lo buscan en caminos que Dios jamás frecuenta, o declinan con desdén esos otros senderos en los que Él nos aguarda a que volvamos desde nuestros devaneos pródigos y errados. Este es el desafío y esta la más honda inquietud que nos anida en lo mejor de nosotros mismos. ¿Seremos como Felipe, que desde la experiencia del encuentro con el Señor podemos decirles: venid, ved, yo os conduzco hasta Él? Este es el testimonio que se nos pide poder dar a los cristianos que nos hemos encontrado con el Señor porque aceptamos la gracia de ser encontrados por Él.
Estamos celebrando esta Misa en el Seminario Metropolitano de Oviedo. Muchas generaciones de sacerdotes se han formado aquí a la sombra de quien es patrono de los seminarios, San José, cuya fiesta celebrábamos hace sólo unos días. San José es una referencia para los futuros sacerdotes, porque aprendemos de él una importante lección de vida cristiana. Primero él se sabe parte de una historia que es más grande que él, pero en la que acepta el lugar que se le asigna sin pretender arrebatar otros lugares o maldecir el que se le asignó. Y segundo, él es llamado a custodiar una vida que se le confía, una vida que no la han hecho sus manos y tampoco quiere manipular: es el custodio no el propietario.
Un seminarista no es alguien que no tiene dónde caerse, desorientado y confundido que va dando tumbos de acá para allá, sino que se forma integralmente poniendo todas sus preguntas en el asador de sus sinceras inquietudes. No las censura, ni las maquilla. Sencillamente se pone con toda su libertad y su conciencia delante de Dios para decirle sinceramente al Señor lo que en verso le decía Teresa: ¿Qué mandáis hacer de mí?». No se puede decir más breve ni más hermoso. El ofrecimiento de un joven supone un camino de ir cincelando su corazón, su inteligencia, su libertad, para entender que Dios en él quiere decir algo que eternamente silenció para decírnoslo con sus labios. El Señor quiso eternamente retener una gracia que querrá repartir con sus manos. Amar a Dios sobre todas las cosas, y amar apasionadamente a los que Dios ama.
En este domingo 5º de cuaresma, nosotros nos reconocemos en la pregunta de un deseo: queremos ver a Jesús. Y aprendemos de la mirada de san José ese modo lleno de respeto y docilidad que nos permite vivir la vida cristiana como la hemos visto plasmada en María y en los santos. Yo agradezco la presencia de los seminaristas que se forman en nuestro Seminario de Oviedo, y la presencia de sus amigos jóvenes que como hacen tantos domingos hoy también han querido sumarse a la celebración, aunque a una hora inusual a estas horas de la madrugada (para ellos). Con vosotros queremos ver a Jesús, y contar lo que hemos recibido en su mirada para bien de aquellos que Él nos ha querido confiar. El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo