Queridos hermanos sacerdotes, fieles consagrados y fieles laicos, miembros de la Cofradía de la Soledad y de la Vera-Cruz, amigos de otras cofradías y hermandades.
En estos días tan entrañablemente cristianos, hemos visto ir desfilando a tantos personajes conocidos desde nuestra más tierna infancia, desde nuestra más inquieta mocedad. Lo que el domingo de ramos daba comienzo, ha tenido una serie de escenarios que nos han ido marcando el sentido de estos días especiales.
Eso que llamamos triduo pascual, está indicando que hay tres días en los que se agolpan los motivos por los que el pueblo cristiano se recoge en oración o pasea su fe por las calles. Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo son ese triduo de intensa vivencia al hacer el recuerdo de nuestro Maestro y Señor Jesús.
La liturgia tan expresiva de estos días nos desgrana con signos y palabras el sacramento del que hacemos memorial. Las devociones diversas ponen también su nota piadosa para templar el corazón. La religiosidad popular de nuestras procesiones hacen justa gala en nuestras calles y plazas de una fe que sin alharaca se expone sin imponer, dejando que el talento de nuestros artistas plasmado en los pasos procesionales nos ayuden a comprender. Liturgia, devoción y religiosidad popular, como tres modos de acercarse a esta historia de amor verdadero que en estos días volvemos a recordar con un corazón agradecido por lo mucho que se nos dio y se nos sigue dando por parte de nuestro Redentor.
Esta noche, aquí en Sabugo volvemos a conmovernos por quien más discretamente vivió los lances que en estas fechas estamos recordando. Avilés conserva esa preciosa tradición que la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y de la Santa Vera-Cruz custodia como algo particularmente querido y esmeradamente mimado. La iglesia parroquial de Santo Tomás de Cantorbery que nos acoge hace de pórtico para un sermón previo y luego servirá de envío procesional por nuestras calles.
Hemos visto cómo en la entrada de Ramos en Jerusalén, hubo mucha gente que se movía de aquí para allá. Personajes conocidos, otros protagonistas de ocasión. Pero han ido desfilando en ese final de viaje que supuso la entrada de Jesús y sus discípulos en la Ciudad Santa. Los días posteriores se precipitaron luego en diversas comitivas, en algunas comidillas, y tras la Última Cena, entró en la escena la traición.
Judas no improvisó aquel momento. Quizás meses de maquinación, de violencia interna, de ir de un lado para otro nervioso, lleno de dudas, lleno de ofertas, lleno de un amor confuso por el Maestro que le hacía ver en Él un pretexto para su estrategia y el gran valedor para su revolución. Pero Jesús no se avenía con esos cálculos, su Reino no era de este mundo y tampoco vino a organizar guerrillas ni a subvencionar ninguna rebelión.
Quienes tuvieron que improvisar fueron todos los demás. Cada discípulo con su nombre, su mote, su dime y su direte, asistieron impávidos a todo lo que se desencadenó tras aquella Cena Postrera. Algunos se fugaron, sencillamente. Otros disfrazaron como pudieron su pasmo y su temor. La desbandada estaba servida. Habían apresado al Maestro. No quedaba más que salir corriendo a toda prisa. Los nombres de todos ellos, de pronto se esfuman, se trabucan y se enredan. Tan sólo Pedro logró llegar más allá que ninguno, pero detuvo su afán de amor herido por el Señor, ante una fogata cualquiera en un patio común para decir que no conocía a quien tenía grabado en las entrañas.
¿Dónde estaban los demás? Es inevitable preguntárnoslo: ¿dónde están las muchedumbres hambrientas y saciadas por Jesús, los enfermos curados… los discípulos predilectamente acompañados, tantos hombres y mujeres que han sido tocados y salvados por la palabra y los milagros del Maestro? La desbandada fue total, terrible fuga. Entre, besos vacíos que llevaban la traición en los labios como Judas, o los lavatorios de manos cómplices al estilo de Pilatos, también están los discípulos asustados que sencillamente se dispersaron por el pánico más lleno de miedo y terror. Al final, solo de casi todos, el fracaso humano más pavoroso en aquel último intento de Dios de enseñar al hombre a ser feliz, a ser hijo, a ser hermano. Pero quedó solo.
Pero el Solo no se quedó del todo solo. Así lo queremos contemplar en esta noche: hay una mujer que tan cerca estuvo de aquel hombre Dios Solo, que terminó llamándose también ella Soledad.
Nada nos dicen los Evangelios de que María estuviera por allí en la Cena Última, ni en el Huerto de los Olivos, ni cuando prendieron a Jesús, ni cuando lo juzgaron burlescamente, ni cuando lo escarnecieron a latigazos, ni delante de aquel Ecce Homo humillado ante el cual uno volvía el rostro de la pena penita pena que daba.
María de la Soledad
Y sin embargo, María, la Virgen de la Soledad no pudo dejar de estar en aquellas horas. María estaba allí, en aquel via crucis tan especial. Ella era también la arrastrada por aquellas calles, la que cargaba con el travesaño de aquella cruz, la que recibía los insultos y salivazos de una muchedumbre tan cambiante y tan desagradecida que tan pronto decía su hosanna como el Domingo de los Ramos, como decía su crucifícalo.
Veremos luego a nuestra Virgen al pie de la cruz, con los dolores y las angustias de un momento tan especial contemplando a Jesús Abandonado mientras entrega su vida por nuestra redención. María se nos presenta como la síntesis final de toda una vida vivida en Dios. Dijo sí a lo que Dios le proponía, y de sus labios jamás salió la palabra no. La tradición cristiana ha sabido entender esa actitud de María y reconoce en Ella a quien nos enseña a vivir la vida como se desgrana un rosario.
Ajustar las cuentas del rosario es comprender que cuando desgranamos sus misterios, estamos verdaderamente rezando la vida. Porque toda vida, la de cada uno con su nombre, su edad y circunstancia, estará siempre rodeada de situaciones que nos llenan de luz, o que tal vez nos revisten de gloria, o acaso nos transmiten un gozo sereno, e incluso nos pueden arrugar de dolor. Son los componentes cotidianos de tantas cosas que a diario nos suceden cuando empezamos la jornada, cuando nos adentramos en el día y sus afanes, cuando vamos y venimos en el vaivén de nuestra prisa, cuando nos sentamos a descansar y tomar fuerzas, cuando encontramos a la gente más querida o tratamos de evitar a los que tememos o nos importunan. Ahí están las cosas, las noticias, los quehaceres y las personas, que alumbran nuestros pasos con su luz, que nos alfombran de gloria mullida nuestro camino, que nos sonríen con su gozo amable o que nos acorralan con su dolor.
En el rosario de la vida, hay cuentas siempre que ajustar, hay cuentas que debemos saber rezar. Por eso, con la Virgen María queremos ir desgranándolas, misterio tras misterio. Porque todas esas cosas que a diario nos suceden, son también las cosas que a Ella misma y a su propio Hijo, también les aconteció. Los misterios del rosario son los misterios de Dios y los míos, los de cada cual. Dios hace suyo lo que a mí me ocurre, y Él me ofrece su gracia y su comunión para que no me sienta solo, para que no crea que Él se hace remolón o distraído. Es la fidelidad del Señor que me cuenta su vida, mientras nosotros pasamos las cuentas del rosario con María.
Así sentiremos la bendición de Dios en la compañía de María. Nuestros momentos luminosos, o los gloriosos, o los gozosos, o los dolorosos, el Señor y la Virgen también los desgranan en sus manos mientras nos miran. Que esto nos llene de santa paz y que encienda en nuestro corazón una esperanza cierta, porque en el cielo se rezan las cuentas del rosario de mi vida. Ojalá que también cada uno de nosotros recemos las cuentas del rosario de Dios.
María siempre nos enseñará a aceptar con fe que tantas cosas para nosotros imposibles, son posibles para Dios; Ella nos empujará a salir al encuentro de aquellos a los que Dios nos envía, con el saludo capaz de hacer saltar en la entraña de los otros lo mejor que llevan dentro de sí; la Virgen nos educa para guardar en el corazón las cosas que Dios nos dice y las que nos calla, las que entendemos o las que nos sobrepasan; Ella sabrá estar en las bodas de nuestra vida cotidiana, cada vez que nos falte el vino de la felicidad que como dulce exigencia está escrita en nuestro adentro; María siempre estará al pie de cada cruz, haciendo suya nuestra angustia y nuestro dolor; y Ella, nos hará velar para aguardar confiados el triunfo del Señor resucitado y la llegada del Espíritu prometido. Así acompaña María Santísima nuestros lances y nuestros trances, como el inmerecido regalo que recibimos en la persona de Juan al pie de aquella cruz bendita, como hemos escuchado en el evangelio de hoy. Ojalá que la recibamos también en nuestra casa, que nuestro hogar y nuestra alma sea la casa de María, en donde la vida de Dios se engendra, se da a luz y nos permite contar sus maravillas.
Toda la vida de María fue un aprender a escuchar a Dios, un continuo pedir que se cumpliese en ella la Palabra para la que nació. María tendrá que escuchar de tantos modos los diversos hablares de Dios. Es una de las bienaventuranzas que Jesús proclamará mirando precisamente a su propia Madre: dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la viven. No se trata de elegir en un extraño menú las palabras que queremos escuchar de Dios, lo que nos pueda interesar oír en una cuidada selección que evite sobresaltos, sorpresas y descolocaciones. Ella, por el contrario, se fió de Dios y de cuanto Él le decía; y su escucha fue incondicional.
En su biografía humana y creyente no todo fue evidente, ni sencillo, ni fácil, como nos recuerdan los trazos esenciales que nos han dejado sobre ella los evangelios. Pero en todo momento, María fue alguien que se fió de Dios, creyendo que lo imposible para Ella no lo era para Él. Pero las distintas palabras de Dios que María tendrá que escuchar en su vida, y en especial esta que tendrá que oír al pie de la Cruz de Jesús, no supondrán un macabro acertijo de un Dios que se complace en asustar o aplastar a sus hijos. La palabra última que siempre se reserva Dios, es una palabra de luz y de vida, que se torna en la respuesta que Él da a la actitud de espera y esperanza en tantos momentos de oscuridad y de muerte. La última palabra que María escuchará no será la palabra agónica de su Hijo moribundo, sino la palabra que con sabor a rocío mañanero Dios cantará para siempre en su resurrección.
María nos enseña a escuchar en hondura a Dios, sea donde sea y sea lo sea aquello que Él nos quiere decir. Sabiendo que cuanto Dios nos dice siempre será una bendición.
Participaremos ahora hermosa procesión con la Virgen de la Soledad. Hemos de saber continuar de un modo nuevo en la procesión de la vida, esa que a diario recorremos vestidos con nuestros habituales atavíos, acompañados por las personas que nos rodean por motivos familiares, laborales o de amistad, en el vaivén de nuestras cosas. También ahí, en la procesión de la vida, nos encontramos con vías dolorosas y con vías dichosas. Será la mejor señal de que los cristianos hemos entendido el significado de nuestras procesiones de Semana Santa, si logramos caminar el resto del año al paso de Jesús, convirtiéndonos en cireneos disponibles que ayudan a llevar el peso en tantos de nuestros prójimos hermanos, como hace el Señor con cada uno de nosotros.
La procesión va por dentro, sin duda, y la liturgia de la Iglesia en estos días santos nos permiten ahondar en el precio que Jesús pagó para salvarnos, con una gracia que sigue siendo actual. Pero la procesión está también en las afueras, y a esto nos ayudan las Cofradías y Hermandades con el trabajo esmerado que en estos días semanasanteros se intensifica. Son dos ayudas que salen a nuestro encuentro. Quiera el Señor que los sepamos aprovechar por fuera e igualmente por dentro.
El Señor os guarde y os bendiga.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo