Hay fechas redondas que nos hablan de una historia vivida largamente y que vale la pena recordar con agradecimiento sereno, con una noble nostalgia y sobre todo con una esperanza osada y audaz para seguir escribiendo la historia que nos han legado nuestros mayores. La Parroquia de Santa María está de celebración cincuentenaria. Nada menos que medio siglo desde que Dios quiso ser vecino teniendo este templo parroquial por casa también aquí en Cangas de Onís. Lo era antes, lo fue siempre, pero estamos de festejo por las bodas de oro de este espléndido templo que vino a sustituir al anterior para seguir contando en él la misma historia de salvación. Dios no es un vecino cualquiera, pero en medio de esa querida gente, quiere ser uno más: tanto, tanto, que tiene casa de puertas abiertas, con entraña de familia y encanto de hogar.
La casa es uno de los temas que cruza toda la Sagrada Escritura. Los textos bíblicos nos presentan una evolución temática de cómo aquel jardín del Edén que fue creado como espacio humano del todo adecuado para la criatura más asemejada a la imagen de su Creador, fue trocado en paraíso perdido. Aquel hombre dividido por dentro y enfrentado por fuera, que se esconde por miedo a Dios, que se tiene que cubrir por vergüenza ante su prójimo (su “ayuda adecuada”), y que experimenta la fatiga y el dolor ante el trabajo y la vida (Cf. Gén 3, 7-19), se convierte en un peregrino dramáticamente errante.
La historia de Israel es la historia de una casa que se hace hogar de la Presencia de Dios paulatinamente entreabierta: desde las tiendas del éxodo en el desierto, hasta el templo de Jerusalén se hace todo un recorrido en el que el progresivo adentramiento en donde Dios habita o, más bien, la progresiva acogida de su morada, se ofrece como una revelación gradual que encontrará su cumbre cimera en la Encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo, como el Dios-con-nosotros ha puesto la tienda de Dios en medio de las contiendas de los hombres. Es así como se describe el encuentro entre Jesús y los dos primeros discípulos Juan y Andrés: como el reconocimiento en aquel que pasaba de que tenía lo que ellos más necesitaban y en el fondo buscaban: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les dice: – ¿qué buscáis? Ellos respondieron: – Maestro, ¿dónde vives? Les dice: –Venid y ved. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran las cuatro de la tarde» (Jn 1, 38-39).
La casa cristiana, morada de Dios y de los hombres, está construida con piedras vivas y tiene en Cristo la piedra angular. A través de los siglos, la acogida que Dios ha hecho de sus hijos, se ha ido plasmando en diferentes moradas con las que el arte, el talento y las posibilidades de la gente permitían construir un lugar para el Señor. Siempre que las buenas gentes cristianas me enseñan con gozo y dignidad la iglesia de su pueblo, no simplemente me muestran un edificio religioso, sino –como es en verdad– una estancia de su hogar. Esa casa, por ser la de Dios, les pertenece, porque se les ha invitado a entrar y a quedarse en ella, porque allí habita Alguien que les entiende, les espera, les consuela y fortalece.
“¿Para que sirve un camino, si no conduce a una ermita?”, se preguntaba una anciana madre rusa, en una de las más entrañables novelas del gran escritor Fedor Dostoiewski. Cuántos caminos de nuestros pueblos serranos o llanos, de la costa o del interior en esta inmensa y bella Asturias conducen precisamente a una ermita. Allí está escondido como el más discreto y profundo secreto mucho de cuanto nuestros mayores a través del tiempo han ido volcando en las visitas a su ermita, a su iglesia, a su parroquia. Y me lo pregunto muchas veces ante quienes hoy continuamos esa historia acudiendo sin cesar. ¿De qué nos hablarían esas piedras, si pudieran decirnos -sin romper su secreto- lo que han visto y oído?
Los momentos más luminosos de nuestra vida han sido alumbrados allí: el nacer de nuestros pequeños, cuando los llevamos a bautizar haciéndoles hijos de Dios; la infancia inocente que se abre a Dios como se abre a la vida, cuando le hacemos ver que su corazón tiene otra hambre distinta, hambre de Dios que se sacia en la Eucaristía de la primera comunión y de tantas otras que luego vendrán; la adolescencia, que por definición suele ser rebelde y confusa, en esa encrucijada en la que ya no se es más niño y aún no se sabe ser adulto, y ahí se recibe como don y compañía al Espíritu que Jesús prometió y en el que confirmamos la fe de los jóvenes; el amor de los esposos que se dicen sí entre ellos al abrigo del sí del mismo Dios prometiéndose amor y fidelidad siempre, en las duras y en las maduras todos los días de la vida; la consagración de quienes llama el Señor a la vida sacerdotal o religiosa, cuando se recibe el envío de quien primero nos consagra a Él y entre nosotros nos hermana.
Pero también los momentos más complejos y duros, son vividos en ese vaivén del ir y venir a nuestras iglesias y ermitas: cuando tropezamos y caemos mil veces en la piedra de nuestros errores y pecados, y recibimos el perdón del Señor que Él nos brinda en la confesión como la Iglesia nos dice; la ancianidad o la situación de enfermos, ese desvalimiento que abraza Dios como quien estrecha un ser querido y maltrecho para ayudarle y consolarle; finalmente allí también somos despedidos en el adiós último de nuestra andadura humana cuando dejamos todo el equipaje ligero de la travesía de esta vida para iniciar la espera resucitada de la otra orilla venidera.
Las piedras de nuestras iglesias y ermitas guardan ese secreto esencial. Pero ahí vamos todos desfilando según el paso de nuestro tiempo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Desde la incertidumbre de quien tiene todo por aprender hasta el asombro de quien pasmado comienza a olvidar tantas cosas en su frágil memoria. Dios está entre nosotros, viviendo como uno más sin ser un vecino cualquiera, sabiendo enjugar nuestras penas y brindar nuestra alegría, jugando con nuestros sueños más nobles y temiendo nuestras peores pesadillas.
Este Dios se cruza con nosotros en tantos momentos en los que nos suceden las cosas mientras transcurre la vida. Ese Dios nos abre su casa, a nuestra edad y en la actual circunstancia de cada uno, para permitirnos gozar de su gracia y cercanía. No me engañan los buenos cristianos de este concejo cangués, ni me falsean el mensaje las piedras y sillares de esta Parroquia de Santa María si hablarme pudieran. Uno comprende el noble y santo orgullo de D. Luís Álvarez párroco aquí durante tantos años cuya entrega y afecto todos agradecemos, del párroco actual D. José Manuel Fueyo que acaba de llegar y al que deseamos lo mejor entre vosotros, y de todos los feligreses al contemplar los cincuenta años cumplidos de esa casa de Dios tan especial como es la Parroquia de Santa María en esta ciudad asturiana de Cangas de Onís.
El emblemático puente romano y medieval de cuyo ojo central pende la Cruz de la Victoria ha visto pasar las aguas de la historia a través de tantos años. El valle del Auseva nos adentra en sus bosques hasta regalarnos la figura pequeña y galana de nuestra Madre la Santina. Río abajo, valle adentro, nos topamos con esta hermosa ciudad, capital de la España jamás conquistada, que ha sabido cuidar y custodiar sus raíces cristianas. Pero más que un puente, un río o un valle, es la vida nuestra que Dios mismo contempla transcurriendo mientras acontece. Así se nos adentra en su casa querida en la que somos acogidos siempre, y aquí bajo sus ojos estamos ciertos de que no nos faltará jamás la gracia que hace bendita la casa a nosotros, sus moradores.
Mi enhorabuena por este cincuentenario. Que seamos piedras vivas de la casa de Dios. Y que Él y Santa María os guarden y os bendigan siempre.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo