Querido Señor Obispo auxiliar, hermanos sacerdotes que nos acompañáis; diáconos y miembros de la vida consagrada; seminaristas y fieles cristianos laicos. El Señor os bendiga con la paz y el bien.
Fue un viento huracanado, que terminó en la más bondadosa brisa de Dios. Tras aquellas semanas de sobresalto pascual, los discípulos estaban atentos, esperando la señal y el cumplimiento de la promesa que el Maestro les dijo que les daría. Para Él se acabó el tiempo de la andadura humana, pero no se marchó al Padre con nuestra humanidad en la suya, sin antes haber advertido del regalo todavía pendiente de cumplimiento: que enviaría al Espíritu Santo. Mucho le quedaba aún por decir, y no habrían podido cargar con ello. Ante esa doble limitación en su propia humanidad y en la de aquellos que eran sus primeros destinatarios, Jesús se resolvió con anunciarles este envío del Paráclito para que viniera a recordar lo que para siempre Él les dijo, y para que pudiera explicarles todo lo mucho que no habían entendido llevándoles a la plenitud de la verdad.
Cada generación cristiana, cada uno de nosotros, somos destinatarios de ese inmenso e inmerecido regalo porque también cada cual somos profundamente limitados. Llegamos a olvidar lo que sabemos que se nos dijo y que sin duda un día escuchamos, pero lo olvidamos como quien descuida la palabra que se nos dio, la palabra para la que nacimos, y de tanto no escucharla llegamos a olvidarla hasta la inevitable traición.
Pero no sólo lo que oímos y fatalmente dejamos de lado, sino lo que oímos y jamás supimos comprender, lo que nunca hemos vivido por no entender lo que se nos dijo, lo que queda ahí tan pendiente de estreno que se pasan los años y los decenios sin haber hecho vida de nuestra vida ese mensaje que no cuentan nuestros labios y esa gracia que Dios mismo puso en nuestras manos.
Recordar y llevar a su plena verdad, es lo que Jesús prometió a los suyos con el envío del Espíritu Santo. Las puertas cerradas por temor, el zaguán del escondrijo a buen recaudo, las ventanas selladas en piadosa plegaria, mientras en la plaza de Jerusalén la vida bullía ajena con las idas y venidas, los dimes y diretes, con sus sueños y sus pesadillas. Pero aquella vez fueron reunidos de modo especial. No era la fuga de los de Emaús, ni la incredulidad de Tomás, ni tampoco el pánico miedoso la que aquella mañana les encerró a cal y canto en la sala del Cenáculo. María estaba con ellos enseñándoles a orar y a esperar. Y orando y esperando aquel viento huracanado les sorprendió.
Fueron llamas de fuego sobre sus cabezas, que acercaban la luz que ilumina y la lumbre que caldea con siete dones que los hizo nacer de nuevo en esta nueva pascua, la tercera pascua de Dios en medio de ellos. La primera fue la pascua de Dios que nace en Belén, la segunda fue la pascua de Dios que renace en el Sepulcro y la tercera fue la pascua de Dios que sopla su gracia hasta hacer que los ojos se abran, los corazones ardan y el mundo se haga pequeño para contar en todas las lenguas sus maravillas.
Saltaron los cepos y cerrojos, se abrieron de par en par las puertas y ventanas, y salieron en medio de la plaza para enmendar para siempre al Babel pretencioso de las confusiones con el Pentecostés agradecido de semejante gracia. Y todos les entendían admirados mientras exhibían sus pasaportes lingüísticos de todo el mundo conocido que sin cita previa aquella mañana en aquella plaza había sido convocado.
Hoy celebramos esa misma pascua, y Dios vuelve a salir al paso de nuestras limitaciones, de nuestros olvidos calculados, de nuestras torpes ignorancias, también de nuestros temores miedosos y escépticos, de nuestra mediocridad y desgana. Quien acepte abrir sus cerrojos, quien deponga sus resistencias, el Espíritu prometido entrará con sus dones para ponernos en danza, para recordar en el corazón lo que tantas veces nos susurró en la vida y para hacernos entender la maravilla llena de gracia para la que hemos nacido, para la que fuimos llamados, para la que un día nos consagró y para la que fuimos enviados.
La catedral de Oviedo hoy es ese cenáculo. Con María nuestra Santina hemos pedido ese don con tamaña audacia. Lo pedimos por todos y cada uno de nosotros, sacerdotes, consagrados y laicos, pero lo pedimos especialmente por estos dos jóvenes hermanos que van a ser dentro de unos instantes ordenados sacerdotes de Jesucristo para siempre.
Queridos Alejandro y Juan José, no voy a repetir aquí lo que durante muchas horas de clase pudisteis escucharme hace un año en las aulas del Seminario sobre lo que es y lo que implica el sacerdocio cristiano. Espero que no lo hayáis olvidado y que entendieseis bien lo que traté de explicaros. Siempre queda el recurso del Espíritu Santo que en eso de recordar y llevar a claridad lo enseñado, como sabemos Él sabe un rato.
Porque no estamos escenificando litúrgicamente una asignatura teológica, sino que esta tarde de Pentecostés estamos celebrando un punto culminante de toda una vida de escucha y de espera que desemboca en la vocación discernida que ahora se hace consagración y encomienda. Quedan detrás todos esos años que tiene vuestra edad. Nada ha sido en vano y todo lo midió Dios para ir tramando con los juncos de vuestra libertad, la trama del mimbre con la que deberéis ser santos.
La infancia, vuestra mocedad, la juventud adulta. Vuestra familia, vuestros amigos. Los colegios a los que fuisteis, los momentos de vuestro trabajo, el Seminario. Los ámbitos cristianos en los que habéis sido acompañados dentro de la Iglesia. ¡Cuántos nombres, cuantos lugares, cuántas preguntas y certezas! Hoy quedan fugazmente entrevistas todas esas cosas que han constituido en vuestra biografía personal las distintas etapas que habéis recorrido con aquellos que la Providencia puso a vuestro lado. Y como dice el gran poeta Rilke, “todo conspira para vuestro bien”.
Lágrimas y sonrisas, dudas y convencimientos, gracias y pecados, tramo a tramo se han ido acomunando para que esta tarde la voz de la Iglesia pronuncie consciente vuestro nombre, vosotros respondáis con el sí más enamorado, y yo como sucesor de los Apóstoles os imponga las manos. Aquí recomienza una historia que ya antes había comenzado, y vosotros consentiréis que Dios ponga su Palabra en vuestros labios y que reparta su Gracia con vuestras pequeñas manos.
No pongáis condiciones ahora ni nunca a lo que incondicionalmente se os ha llamado, no pongáis fecha de caducidad a lo que para siempre se os ha dado. Os esperan niños, jóvenes, familias, enfermos y ancianos. Personas gozosas y felices, y personas marcadas con el estigma del dolor, la injusticia, la violencia, el miedo y la desesperanza. Seréis acogidos por el afecto agradecido de muchos y no os faltarán tampoco a vosotros quienes os den de lado con malas artes y malas formas de desprecio indeseado. Pero al final, cuando tras una vida de entrega rindáis vuestros años al Pastor Bueno, ojalá que podáis decirle como siervos y hermanos, que hicisteis lo que teníais que hacer, con sencillez y serena alegría.
No sois míos, ni para mí, sino hermanos a mi lado, para juntos poder servir al Pueblo que Dios nos ha confiado. En comunión conmigo y con todos los demás sacerdotes que forman el presbiterio de nuestra Diócesis que os acoge como nuevos hermanos, vosotros como nuevos sacerdotes ejerceréis vuestra vocación eclesial en nombre de Dios, desde la encomienda que os hace la Iglesia y para bien de la comunidad cristiana la que seáis enviados.
El Papa Francisco recordaba hace unas semanas que todo sacerdote tiene que tener e irradiar la alegría, como quien testimonia el gozo de nuestra inmerecida elección por parte del mismo Dios al poner nuestro nombre en sus divinos labios y decirnos a cada uno: ¡ven! Decía el Papa que la alegría sacerdotal es la “que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos”. Todo un programa de talante pastoral.
Sed curas de una pieza, y no sólo curas ratos. Que podáis oler a Cristo y tener su entraña en la vuestra, a fin de que podáis poner a las ovejas que se os confíen sobre vuestros hombros y que tengan cabida en vuestro corazón sacerdotal. Curas de una pieza, sí, por dentro y por fuera, para que nos diga vuestra vida en todo momento quiénes sois y a qué habéis sido llamados.
Mirándoos a vosotros dos esta tarde, acompañados por quienes más os queremos, vemos en vuestra ordenación sacerdotal un regalo grande para todos nosotros al asistir a esta nueva entrega del inagotable amor de Dios, que viene en ayuda de nuestra necesidad como Iglesia particular, bendiciéndonos con vosotros que ofreceréis lo mejor de vosotros mismos para dar gloria al Señor y para ser un don ante aquellos que de tantos modos acompañaréis eclesialmente.
Hace unos instantes he hablado con los hermanos de Benín, en la misión diocesana de Bembereké. Allí os recuerdan con afecto y gratitud y se unen a nuestra celebración. Como tantos hermanos nuestros en la Diócesis, en los monasterios contemplativos desde sus clausuras monásticas. Pidamos por vuestra fidelidad al Señor y para que nos dé incesantemente vocaciones que mueva el corazón de nuestros jóvenes para que respondan a la llamada, para que no nos falten jamás sacerdotes que acompañen nuestros pasos encendiendo la luz de Dios en nuestras penumbras, fortaleciendo nuestra debilidad con la gracia de los sacramentos, iluminando nuestras dudas con la verdad de la Palabra de Dios, ofreciéndonos con el afecto y la amistad el gozo de sabernos hermanos.
Doy gracias al Señor por este regalo. Agradezco a vuestras familias, a vuestras parroquias de procedencia San Nicolás de Avilés y San Félix de Lugones, a vuestros amigos y a cuantos han intervenido en la historia vocacional de vuestras vidas. Queridos Juanjo y Jano, que con vosotros nuestra Diócesis y nuestras ciudades se llenen de la alegría que Cristo resucitado nos ha dado. La Virgen nuestra Santina de Covadonga os bendiga y acompañe siempre.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo