Querido Señor Vicario General, Señor Rector del Seminario Metropolitano, Cabildo de la Catedral y demás sacerdotes que nos acompañáis; diáconos y miembros de la vida consagrada; seminaristas de nuestros dos seminarios y fieles cristianos laicos. El Señor ponga siempre en vuestros labios su palabra de paz y conduzca vuestros pasos por los caminos de su bien.
Hoy celebra la Iglesia la fiesta solemne de Pentecostés. Con ella cerramos este tiempo de pascua en el que con nuestra alabanza no hemos dejado de asombrarnos ante Cristo resucitado, vencedor de su muerte y las nuestras. Tiempo denso de aguardar el cumplimiento de aquellas dos promesas que Jesús hizo a sus discípulos antes de su ascensión al Padre: por una parte, que permanecería con ellos, en ellos y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, llevando a plenitud lo que Jesús había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26). Tras las ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena el prototipo de la espera del Espíritu.
Pero de pronto, un viento huracanado y dulce brisa a la vez, hizo saltar los cerrojos que amordazaban la esperanza, y un fuego más hermano que nunca puso luz en la oscuridad de los ojos y verdadera lumbre en la tibieza del corazón. Las puertas, así abiertas de par en par, les mostraban el camino que debían recorrer hasta aquella plaza pública. Allí les esperaba el mundo mundial como si fuera una babelia en cuyo caos quisiera aletear de nuevo el Espíritu igual que la mañana primera. Así cada cual viniendo de donde venía y hablando en sus propias lenguas, todos les entendían en su idioma materno hablar de las maravillas del Buen Dios: que no es una quimera, que no es una engañifa, que es el que hace nuevas todas las cosas, el que las crea, las embellece y las beneficia. Era una ventana de mundo nuevo recreado por el Dios Creador que lo hizo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo