Ordenaciones sacerdotales 2015

Publicado el 24/05/2015
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Ordenaciones sacerdotales

Catedral de Oviedo, 24 de mayo de 2015

 

Querido Señor Vicario General, Señor Rector del Seminario Metropolitano, Cabildo de la Catedral y demás sacerdotes que nos acompañáis; diáconos y miembros de la vida consagrada; seminaristas de nuestros dos seminarios y fieles cristianos laicos. El Señor ponga siempre en vuestros labios su palabra de paz y conduzca vuestros pasos por los caminos de su bien.

Hoy celebra la Iglesia la fiesta solemne de Pentecostés. Con ella cerramos este tiempo de pascua en el que con nuestra alabanza no hemos dejado de asombrarnos ante Cristo resucitado, vencedor de su muerte y las nuestras. Tiempo denso de aguardar el cumplimiento de aquellas dos promesas que Jesús hizo a sus discípulos antes de su ascensión al Padre: por una parte, que permanecería con ellos, en ellos y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, llevando a plenitud lo que Jesús había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26). Tras las ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena el prototipo de la espera del Espíritu.

Pero de pronto, un viento huracanado y dulce brisa a la vez, hizo saltar los cerrojos que amordazaban la esperanza, y un fuego más hermano que nunca puso luz en la oscuridad de los ojos y verdadera lumbre en la tibieza del corazón. Las puertas, así abiertas de par en par, les mostraban el camino que debían recorrer hasta aquella plaza pública. Allí les esperaba el mundo mundial como si fuera una babelia en cuyo caos  quisiera aletear de nuevo el Espíritu igual que la mañana primera. Así cada cual viniendo de donde venía y hablando en sus propias lenguas, todos les entendían en su idioma materno hablar de las maravillas del Buen Dios: que no es una quimera, que no es una engañifa, que es el que hace nuevas todas las cosas, el que las crea, las embellece y las beneficia. Era una ventana de mundo nuevo recreado por el Dios Creador que lo hizo.

A diferencia de la escena de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11,1-9) para conquistar a ese Dios al que no pudieron igualarse comiendo en el jardín del Edén la fruta prohibida (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse y para entonar un canto de alabanza.

Efectivamente, se trataba de hacer entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús (Jn 20,21). Los discípulos del Señor que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que sigan escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y siempre nuevo mensaje. No la confusión de Babel, sino el bello y eterno anuncio de Pentecostés. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de la más hermosa Buena Noticia.

Pero en aquella mañana estábamos nosotros allí. Porque en esta tarde de Pentecostés, dos mil años después y en la Catedral de Oviedo, tiene lugar ese mismo encuentro con el Espíritu de Dios que se hace llamada, consagración y envío a estos cuatro hermanos nuestros: Miguel Ángel, Luis, César y Carlos.

Desde toda la eternidad Dios ha querido silenciar una palabra para decírosla a vosotros y con vosotros anunciarla. Él retuvo desde siempre el don que para vosotros hizo y con vuestras manos decidió repartirlo. Ya sabía vuestros nombres el Señor. Ya os había creado en su proyecto eterno. Sólo quedaba que llegara el tiempo y que naciera el lugar en los que vuestra vida se hiciera algo reconocible y cierto. Y llegó la hora, y se hizo sitio. Hoy estáis delante de nosotros, la Iglesia del Señor, y son tantas las miradas que os contemplan con asombro, con ilusión, con misterio. Cada uno de vosotros sois una biografía única e inédita y tenéis detrás de vuestra edad un sinfín de personas, circunstancias, lugares por donde vuestra vida ha ido madurando y creciendo.

Vuestra familia, que hoy os acompaña con alegría y asombro. Vuestros amigos que caminaron junto a vosotros en el descubrimiento de los días con sus afanes, sus sombras y sus soles. Vuestros compañeros de seminario, profesores, formadores. ¡Cuántos nombres, cuántos lares, cuántos momentos! Ahora todo esto se concentra en este instante único de vuestra biografía humana y cristiana. La palabra última de vuestra andadura no la han tenido los momentos de gratificante desenfado con el éxito y el aplauso, ni aquellos que han podido poneros a prueba en las incomprensiones y heridas. La última palabra se la reserva siempre y sólo Dios: es su derecho que nadie ni nada le puede arrebatar, nadie ni nada. Y con esta su palabra última no humilla a nadie, ni da la razón a quien sea, sino que misteriosamente escribe la historia que quiso contar con nosotros sus hijos. Esto es lo que nos hace libres, comprensivos, agradecidos, capaces de la verdadera alegría y del sincero perdón. Aquí estamos todos nosotros como testigos de esa historia para la que cada uno de vosotros cuatro, Miguel Ángel, Luis, César y Carlos habéis nacido.

Queridos hermanos que vais a ser ahora ordenados, me lo habéis escuchado en clase cuando desde la teología os lo he explicado; también en nuestros encuentros personales cuando he insistido apasionado en la grandeza de vuestra vocación que no admite tibieza, enredo ni distracción. Dejadme que os lo diga de nuevo en voz alta en el día de vuestra ordenación para que todos los que aquí estamos ordenados lo hagamos nuestro y lo pidamos y deseemos como se eleva una sincera oración.

En primer lugar, vais a ser sacerdotes en el único y eterno Sacerdote, Jesucristo el Señor. Él madrugaba cada día y cada tarde trasnochaba para ponerse a la escucha de la Palabra del Padre y asomarse a la Belleza de ese rostro de misericordiosa mirada. No dejéis vosotros de imitar así al Maestro, para que vuestros hablares como curas sean eco de lo que Dios mismo en vuestros labios grita y susurra, y para que cuanto con vuestras manos levantáis y sostenéis sea el reflejo fiel de lo que el Señor quiere hacer, acariciar y defender. Siendo ministros de los sacramentos como signos que nos salvan, debéis ser vosotros los primeros mendigos de esa gracia que recibís con piedad y delicadeza para poderla luego repartir a los que os sean confiados. Y siendo predicadores de la palabra de vida, debéis ser vosotros los primeros oyentes que la acogen como María guardando en el corazón lo que Dios os dice o lo que Él os calla.

En segundo lugar, con vuestra ordenación formaréis parte de esta fraternidad apostólica que es nuestro presbiterio. Los sacerdotes hermanos vuestros, ya veréis que son distintos por edad, por formación, por actitudes y estilos. No os aisléis jamás, y ofreced con sencillez lo que vosotros sois, lo que vivís, aquello que pueda regalarnos vuestro empeño y deseo de ser con ilusión curas entregados, santos. Que no os desanimen los pocos malos ejemplos fruto de la fragilidad e infidelidad a la llamada recibida, y por el contrario estad atentos para descubrir y agradecer los muchos testimonios de curas buenos que en la mocedad o ancianidad de su ministerio siguen teniendo lozana su ilusión y pronta su disponibilidad para servir al Señor en su Iglesia.

Y en tercer lugar, como nuevos sacerdotes amad al pueblo que la Iglesia os confía y sed para él pastores buenos dejándoos pastorear vosotros por el Pastor Bueno que os acompaña y os envía. Cuidad la predicación, vivid los sacramentos con los que bendeciréis a vuestro pueblo, y que toda vuestra vida sea signo de la entrega, la misericordia y la ternura del Señor que os ha llamado. Como sabéis, ser sacerdote no es un pretexto para hacer carrera, o para encontrar trabajo al margen del ministerio, o para poner fecha de caducidad por conveniencia a lo que para siempre se os da y de vosotros por entero se espera. Dejaos enviar, y que vuestra disponibilidad no tenga jamás letra pequeña de intereses inconfesados, o letra tramposa que traiciona el sí de este momento. Si os fiáis de Dios, si os dejáis acompañar por quien os llama y acompaña, veréis cómo la promesa de felicidad que va unida a vuestra fidelidad, no es ni quimera ni mentira. Y nutridos de la misma gracia de la que a partir de ahora seréis ministros, vuestra vida caminará con gozo sereno, sin resentimientos clandestinos, sino haciendo mucho bien y dando mucha paz, justamente lo que hace Dios con vosotros en cada tramo del camino.

El Papa Francisco, con su habitual desenvoltura, decía días atrás a un grupito de jóvenes que ordenó sacerdotes en Roma algo que quiero que escuchéis también vosotros ahora: “conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en favor de ellos para cuidar las cosas de Dios, ejerced con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, con el único anhelo de gustar a Dios y no a vosotros mismos. Es feo ver a un sacerdote que vive para gustarse a sí mismo, que hace el pavo real. Sed pastores, no funcionarios. Sed mediadores, no intermediarios”. Y yo añado que la alegría de vuestra fidelidad sea el mejor cartel vocacional que provoque por dentro y por fuera, en vuestra alma consagrada y en vuestra vestimenta sacerdotal, el reclamo a otros jóvenes llamados por el Señor. La vocación la da Él. La provocación nos la deja a nosotros.

Hoy la Catedral es un nuevo Cenáculo. Estamos con María, Auxilio de los cristianos, con toda la Iglesia aquí reunida. El Espíritu prometido es el que esperamos, para que desde la vocación que hemos recibido cada uno podamos comunicar con gozo a nuestro mundo han hundido y tocado, la Buena Noticia que nos permite narrar las maravillas de Dios, para que la ciudad se vuelva a llenar de alegría.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo