Natividad del Señor

Publicado el 25/12/2013
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Día de Navidad

 

Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.

Llegó el día que esperábamos. Todo el orbe cristiano se arrebuja en torno al portalín para asomarnos curiosos como la primera vez, y dejarnos conmover por la escena tierna de un Dios que se deja sorprender para dejarnos a todos sorprendidos.

Han caído las páginas del almanaque como si fueran hojas de los once meses prece-dentes. De modo implacable, con sus sabores agridulces y sus tonos claroscuros, la vida ha seguido adelante. No hay botón de pausa en la aventura de vivir las cosas: ni para detenerlas ni para olvidarlas. Y así vamos poco a poco surcando los mares con las olas más bondadosas y gratificantes o con las marejadas más gruesas y dañinas.

Pero hemos llegado de nuevo a este pórtico especial que terminando cada diciembre nos pone delante un misterio singular. No es Dios un dios que nos manda sus mensajes con motorista anónimo, o con el no menos anónimo método actual de twittear. Porque en vez de “twittearnos”, más bien Él ha querido “tutearnos”, llamarnos por nuestro nombre que según la  audaz expresión del profeta lleva tatuado en la palma de su mano (Is 49, 16). Ha venido en persona enviándonos a su amado Hijo para que hiciera la experiencia humana quien fuera nuestro Creador.

No es este Dios un dios extraño, huraño y esquivo, sino alguien que ha querido vivir nuestras cosas siendo en todo igual a nosotros menos en el pecado (Heb 4, 15). Dios se emo-ciona con las cosas que nos conmueven, y brinda con nosotros por tantas que son maravillosas que a diario nos suceden, y no tiene ningún pudor ni reparo en echar al vuelo su llanto cuando las lágrimas de nuestros ojos dicen que somos vulnerables. Así de humano ha querido ser Dios que se hace Niño. Esto lo vemos escenificado en el pórtico navideño del Portal más famoso que tiene por domicilio Belén, en la calle del establo, sin número conocido, y como consecuencia de no encontrar ninguna posada abierta ni siquiera con el ademán de entreabrir sus puertas por la comodidad insolidaria y acaso por un culpable desdén.

Hoy es Navidad. Una fiesta extraña para quien no espera nada, para quien no espera a nadie. Una fiesta aguada que sienta mal, cuando se ponen por delante las sinrazones de una alegría que parece que no toca celebrar. Y sin embargo, todo el pueblo cristiano sabe entonar el villancico, esa canción popular que los villanos de las villas canturreaban llenos de una alegría especial. La razón es esa escena navideña, una escena en la que nos asomamos al portal de aquel Belén de hace dos mil años, para que podamos entender el Belén cotidiano de nuestro mundo actual.

Hoy es Navidad. Una fiesta que pone ternura en nuestros duros momentos, que encien-de luz en no pocas penumbras, que asoma horizontes posibles cuando sufrimos sin salida tremendos callejones. Una palabra que supera nuestros mutismos, y una alegría que da razones a nuestra algazara. Hoy es Navidad. No queremos perdérnosla. No queremos olvidarla. Queremos saber los motivos de esta alegría nuevamente reestrenada. Ocurrió hace dos mil años. Pongámonos por un momento en el trance de aquel momento, porque no tiene tiempo, ni siquiera espacio, y cualquiera de otra época u otro lugar tiene en ese Belén de antaño su cita sin igual.

Una aurora con pastores desvelados que acuden a una cita jamás imaginada. Bajaban aquellos zagales, con pellizas y zurrón, de sus arrinconadas majadas beleneras. Traían carita de susto por cuanto les dijeron aquellos mensajeros intempestivos que como ángeles de Dios les anunciaron la buena noticia. Y llegaron a aquel portal que era un establo, no una casa solariega, no un palacio ni un castillo. Era sólo eso: un sencillo portal, un establo al uso que se les brindó a quienes no encontraron posada.

La escena era tremenda, tremendamente sorprendente. Una jovencísima mujer, primeriza mamá, que arrullaba a su pequeño en sus brazos, que le amamantaba en un gesto increíble: Dios dependía de aquellos senos maternales que le nutrían. Un hombre joven a su lado aportando seguridad, fidelidad, docilidad y respeto discreto. Y en el medio de toda la escena… un sencillo bebé.

Nos dice el profeta Isaías en un texto que escuchamos en las misas de este día de la Natividad del Señor, que «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: es su nombre: Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz» (Is 9,5s). Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». Esta es la sorprendente provocación en el modo como Dios ha querido venir a sal-varnos. Porque, como dice la carta a los Hebreos, de muchos modos nos ha hablado Dios a través de nuestros padres y profetas, pero en el último tiempo lo ha hecho por el Hijo (Heb, 1,1). Es la manera con la que Dios sale a nuestro encuentro.

A pocos kilómetros aparentemente todo seguía igual, sin que nada ni nadie hubiera percibido la novedad más novedosa de toda la historia jamás contada y jamás ocurrida. Pero aquello aconteció, tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de esa noche y de este día dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra agenda.

Solemos nosotros poner el “nacimiento” en nuestras casas e iglesias, en nuestras calles y plazas. Queremos con este gesto que se remonta a la más hermosa tradición franciscana cuando aquel frailecito sencillo y santo, Francisco de Asís, tuvo la ocurrencia bendita de organizar en Greccio (Italia) el primer “belén viviente”. Desde entonces todo el orbe cristiano se asoma a ese tierno paisaje con los distintos gustos, las variadas artes, y la creativa imaginación de cada tiempo y lugar. Lavanderas hacendosas que blanquean y tienden sus ropas; casas y mesones con sus luces e interiores; pescadores en ríos de papel de plata; pastores que con su zurrón lleno de curiosidad se dirigen presurosos a donde les dijo el ángel; los magos de oriente que poco a poco se aproximan a la cita estrellada; la soldadesca de Herodes que mira con torpe cautela desde el castillo de su maldad; molinos y molineras que muelen su trigo en la casa del pan como reza el mismo nombre de Belén; y sobre todo esa pequeña oquedad en una especie de gruta, que haciendo la veces de establo sirvió de casa real para ver nacer al Rey de reyes, pues de una virgen doncella Dios nació como bebé.

Pero el nacimiento y el belén, hoy tiene otros paisajes, son otras las cerrazones y las posadas, las indiferencias y los desdenes. Dios sigue naciendo en otras calles, otros establos, otras situaciones tremendas o amables. Porque Dios sigue sin cesar viniendo a nosotros, entrando por la puerta más grande o aguardando paciente en la puerta de atrás, pero jamás sin marcharse, sin renunciar nunca a su infinita espera, para comunicarnos su gracia, y la buena noticia de su paz y su bien. Dichosos nosotros si reconociéndole, le dejamos nuevamente nacer. Feliz Navidad cristiana.

Dichosos si lo deseamos, dichosos si lo acogemos, dichosos si lo reconocemos, dicho-sos si lo compartimos. Feliz cumpleaños de Dios con nosotros. Es la canción de cuna de María en este día bendito que la Navidad tiene como música y texto. Vayamos a adorar a este pequeño Dios, y dejemos que todo lo que Él nos vino a traer y a enseñar, crezca en nuestra vida, crezca sin cesar. Contemos con la vida el más dulce villancico, ese que con gratitud canta la gloria a Dios y a los hombres hermanos les desea la paz.

  + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo