Es una de las tres pascuas cristianas que celebramos al año: navidad, resurrección y pentecostés. La lectura profética de la misa del día de navidad es un canto a quien trae la buena noticia. Había un mensajero esperado, de hermosos pies, que embellecía los caminos por donde iba pasando. Su mensaje sabía a buena nueva, dibujaba la paz en el cielo de las miradas y se hacía pálpito en el corazón y sus entrañas. Y así fue haciendo Dios a través de los tiempos: enviar y enviar mensajeros, de pies hermosos, de corazón dulce y noble, de mensajes verdaderos y venturosos. Pero llegó un momento del cual todo lo de antes y lo de luego pendía, que fue anunciado de mil modos y esperado en todos los senderos, en el que Dios no quiso enviar ya a nadie más, sino enviarse a sí mismo en la Persona de su Hijo. La palabra eterna, la que hizo las cosas diciéndolas, se hizo hueco, se hizo voz, y nos regaló su encanto dándonos su propio secreto. Así se introduce la fiesta de Navidad con la lectura del profeta Isaías (cf. Is 52, 7-10)
Es tal vez difícil imaginarse la escena, de tantas veces como nos la hemos imaginado. Juegan en contra los mil versos y poemas que nos lo han contado con lo mejor de las palabras de los hombres. Igual sucede con el talento de los pintores, los escultores que han puesto sus pinceles y gubias a correr para decirnos con formas y colores algo inaudito, insólito, desapercibido. ¿Y los músicos? También ellos lo han contado con sus notas, haciendo melodía la historia más bella jamás contada y sucedida.
Anónima donde las haya fue aquella escena: una joven mujer en trance de dar a luz a su pequeño, ante la intemperie de no encontrar lugar para semejante instante. Siendo como era casi niña, primeriza mamá, con el peso de todas las incertidumbres, confiada en la palabra que el mensajero de Dios le había dado, apoyada en la fidelidad discreta de aquel carpintero bueno y justo que la acompañaba, José que tanto y tan puramente la quería. La joven nazaretana Miriam, encontró en una especie de establo el lugar para que naciera el Mesías, Rey de todos los reyes.
Arriba en las majadas, el campo de los pastores no tenía mayor cosa extraordinaria aquella noche. La luz era distinta, tanto que ni siquiera la sabrían contar, ni dibujar, ni darle forma o componer para ella una música especial. Pero era luz. No sabían cómo, pero aquellas vidas quedaron iluminadas y encendidas con una claridad y una lumbre tan poderosas como tiernas y sin mentiras.
Una escena que traía toda la buena noticia que el mundo esperaba. Así de inesperado el modo con el que Dios quiso enviarnos al Salvador de nuestras vidas. Siglos después aquella escena tiene otros escenarios, pero Dios se hace nuevamente encontradizo en el hoy de nuestros días. También nosotros andamos en las mil derivas, sin lograr dar a luz un mundo en donde la paz y la justicia se besen como dice el profeta Isaías, en donde la gloria de Dios no se perciba como rival de nuestra dicha, en donde los hombres se sepan verdaderamente hermanos bajo la mirada del Padre de todos, a pesar de nuestras fugas pródigas o nuestras permanencias resentidas.
Navidad es el abrazo misterioso y misericordioso de Dios que viene a nuestra vida, como hace dos mil años, como cuando vuelva al fin de los tiempos, como en cada fecha y circunstancia se hace presente para salvarnos. San Juan nos refiere al comienzo de su Evangelio con estremecedoras palabras lo que hizo el Hijo de Dios: «la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Una imagen que bien podría comprender aquél Pueblo que sabía a lo largo de su historia lo que significa vivir a la intemperie y cobijarse en una tienda. La tienda era para el pastor, para el peregrino, para el viajante… un lugar de reposo, de restablecimiento de las fuerzas desgastadas.
Dios es el que ha querido “acamparse” en el terruño de todas nuestras intemperies, enviando a su propio Hijo como una tienda en la que poder entrar para cobijarnos de todos los descobijos pensables de nuestra vida. De este modo tan inaudito Dios ha cambiado de dirección y domicilio viniéndose a nuestro barrio, a nuestra casa. Pese a todos los nobles esfuerzos y a los agotadores intentos de hacer un mundo nuevo, constatamos nuestra incapacidad de diseñar una tierra que sea por todos habitable, una tierra en la que las sombras de guerras, mentiras, corruptelas, tristezas, injusticias, muertes… no eclipsen el fulgor por el que sueñan los ojos de nuestro corazón.
Dios se ha hecho tienda, con su Palabra acampada, nos ha manifestado su Gloria, llenándonos de Luz. Creer en la Encarnación de Dios es posibilitar desde nuestra realidad, que aquel acontecimiento sucedido hace dos mil años siga sucediendo, y nuestra vida cristiana pueda ser un grito o un susurro del milagro de Dios: que los exterminios que hacemos y subvencionamos, con todos nuestros desmanes y pecados, no tienen la última palabra, porque ésta corresponde a la de Dios que se acampó. Sólo si nuestra vida sabe a esto, si sabe a lo que sabe la de Dios, si somos tierra abierta para que en nosotros y entre nosotros, Él siga plantando su Tienda en medio de nuestras contiendas. Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduque, que no dependa de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Como los pastores, dejémonos asombrar por los ángeles-enviados de hoy, y vayamos a adorar al Niño Dios, y a ser sus testigos en medio de nuestro mundo.
Si miramos atrás, no sólo constatamos que tenemos todos doce meses más que el año pasado, sino que han ocurrido cosas que han dibujado en la comisura de nuestros labios la más amable sonrisa, o que nos han cerrado los ojos para guardar celosos el secreto de nuestro llanto. Así, entre sonrisas y lágrimas, aparecen los nombres de las gentes queridas que nos han acompañado y siguen a nuestro lado siendo luz amiga que disipa penumbras, siendo apoyo que nos sostiene en las flaquezas y dudas, y motivo para caminar y soñar nutriendo la esperanza. Otros nombres también han aparecido tras cada esquina de todo ese tiempo, los nombres de quienes quizás nos han herido sin saberlo y sin quererlo o a los que nosotros sin querer y sin saber también hemos hecho daño. Quedan los nombres de quienes nos faltan porque ya han sido convocados por quien nos llama y espera en la otra orilla.
¡Cuántos titulares podríamos poner junto a este cirio navideño al abrigo de un Dios que se nos ha querido hacer pequeño para que pudiésemos verlo, acogerlo y sabernos por Él acompañados! Titulares de lo que acontece en este mundo revuelto y confuso que nos lleva y nos trae al retortero de sus crisis insolidarias, de sus vaivenes egoístas, de las trampas de todas las hampas de quienes juegan siempre con las cartas marcadas en el casino de sus intereses, corrupciones y mentiras. Corruptos de toda ralea, incluso quienes menos podríamos pensarlo. Violentos y violentadores de la dignidad de quienes menos pueden y saben defenderse por ser niños, por ser mujeres, por ser pobres de todas las pobrezas. Sí, ¡cuántos titulares que imponen su argumento a nuestra tristeza! No faltan quienes en este mar así revuelto vienen a vendernos su humo de salvapatrias maquillando sin rubor la momia de sus recetas que en otros lares han causado tanto fracaso y tanto temor.
Ante este panorama que tiene el color de nuestras preguntas y el dolor de nuestros sustos, cabe que nos preguntemos qué nos puede decir en esta Navidad inédita el Niño Dios. Acaso podamos volver a conmovernos como si fuera su más novedoso estreno, como sucedió en el primer adviento, cuando esto que nosotros celebramos de nuevo en estos días sucedía por primera vez.
Se nos van los ojos de nuevo hasta aquel portalín, el más famoso de la historia humana. Y nos sorprende una vez más, como si nunca lo hubiésemos visto, ese escenario que custodia un secreto y tararea sin música ni letra la más bella canción. Era joven aquella mujer, madre por primera vez. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción le cantaba María a aquel pequeño? Y es que Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios. Como dice un precioso poema nada menos que de Jean Paul Sartre poniendo en los labios de María la más increíble admiración: es Dios… y se me parece, es mi hijo y sin embargo es Dios.
Dichosos si lo deseamos, dichosos si lo acogemos, dichosos si lo reconocemos, dichosos si lo compartimos. Es la canción de cuna de María, en la noche más buena de la historia, noche de Paz y noche de Dios, noche de Bien. Así, ante el Belén de cada año, en el pesebre de nuestro corazón, podemos ser figuritas vivientes que saben cantar con María la más dulce canción de cuna al Niño Dios. Ese Dios que quiso crecer ante nosotros para que nosotros podamos crecer ante Él.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo