Queridos hermanos en el episcopado: D. Gabino, arzobispo emérito, D. Juan Antonio, obispo auxiliar de Oviedo, D. Camilo, obispo de Astorga, D. Atilano, obispo de Sigüenza-Guadalajara, D. Alfonso, obispo de Lugo y D. Juan Antonio, obispo auxiliar de Madrid. Querido señor Rector del Seminario Metropolitano, formadores y profesores. Señor Rector del Seminario Redemptoris Mater y formadores. Rectores de los Seminarios de Lugo, Santander, Redemptoris Mater de León. Hermanos sacerdotes y diáconos. Autoridades civiles del Ayuntamiento de Oviedo y académicas de la Universidad de Oviedo. Madre General de las Franciscanas del Buen Consejo y miembros de la vida consagrada. Seminaristas. Hermanos y hermanas en el Señor.
La advocación de nuestro Seminario Metropolitano está dedicada a la Asunción de Nuestra Señora. Por eso hemos escogido la liturgia de esa festividad mariana como marco celebrativo de esta efeméride en la que somos convocados tras los sesenta años de historia en este centro de formación sacerdotal.
La cifra más redonda suele ser la que ronda los veinticinco, los cincuenta, los setenta y cinco o los cien años. Parece ser que no se celebró como tal cuando correspondieron tales en el inmediato pasado. Algunos no estábamos entonces en el año 1979 y 2004 con las bodas de plata y de oro respecivamente. Por si acaso faltamos en 2029 para cuando lleguen las de diamante o las de 2054 cuando el centenario, hemos escogido esta fecha emblemática suplente, para dar gracias por los sesenta años de nuestro Seminario Metropolitano.
El Evangelio de esta memoria litúrgica nos narra la escena de la Visitación de María a su prima Isabel. Es curioso que para la fiesta del viaje último de la Asunción, la liturgia proclame el viaje primero de la Visitación. Pero algo tienen que ver ambos como un punto de partida grávido de todo lo que aún no ha sucedido y el punto de llegada completo de cuanto ya todo ha acontecido. En la Visitación vemos el encuentro de dos mujeres madres de un milagro: el propio de cuando la vida aún no tocaba y el de cuando la vida jamás tocó. Una virgen y una estéril, madres de la posibilidad de Dios. Hay un apunte de similitud entre esta escena y lo que en esta mañana nosotros estamos celebrando. Porque María llega a Aim Karem tras unos meses de preparación interior en los que ha venido orando y preparándose para algo que vendría después con toda su luz en Belén. Lo ocurrido en Nazaret, lo deambulado hasta llegar a Aim Karem, era sencillamente algo previo, preparatorio, para lo que vendría después con el nacimiento de Jesús desde las entrañas virginales de esta joven doncella. Todavía no podía mostrar a su Hijo, pero ya ensayaba el paso agraciante con él cuando vio saltar de alegría en el seno de su madre a quien sería su primo Juan el hijo de Isabel. Era un anticipo, un anuncio bondadoso de la gracia a raudales en obras y palabras que vendrían después. No habrían llegado todas ellas sin este sí primero y previo en Nazaret y Aim Karem.
La Asunción a los cielos es el broche final de una historia de fidelidad tejida de tantos otros síes que vendrían después de esta escena que acabamos de escuchar en el Evangelio. La mujer gestante primeriza que no encontraría posada donde hacer nacer a su divino pequeño. La mujer recién alumbrada que se asombraría ante la adoración de ese Niño infante por parte de unos pastores periféricos de los de entonces o de unos sabios venidos desde Oriente. La mujer que con desvelo de madre vería a su Hijo balbucir las primeras palabras o tropezar sus primeros traspiés. La mujer que no siempre entendía cuanto su Hijo hacía o decía mientras se perdía entre doctores en aquel Templo que había venido a reconstruir en tres días. La mujer invitada a las bodas de la vida en cualquier Caná que provoca la Hora del milagro en el “haced lo que El os diga”. La mujer que sería ensalzada no por su maternidad gestante y nutriente, sino por la que se sigue de ponerse a la escucha y a la vivencia de Dios. La mujer que escucharía que su Hijo se había vuelto loco y que lo querían matar. La mujer que estará al pie de la cruz tras la vía Dolorosa en el Calvario de siempre. La mujer que reunirá a los discípulos dispersos para acoger la promesa del Espíritu que Jesús les prometió. Esa mujer, es la que sube a los cielos asumida por aquel Dios que la preservó inmaculada y sin romper su virginidad la hizo madre.
Un seminario, este Seminario, tiene también los rasgos de esta mariana biografía, porque hay un tiempo previo a todo lo que vendrá después tras el nacimiento sacramental del ministerio sacerdotal. Es el sí que desde hace sesenta años custodian estos muros, aulas, bibliotecas, capillas, habitaciones, pasillos. Porque por aquí han pasado tantas generaciones de seminaristas con sus profesores y formadores, que luego han sido en su inmensa mayoría hombres que se han puesto al servicio, al ministerio, de cuanto Dios quería decir y repartir con ellos. Sus labios serían también balbucientes en las primeras predicaciones, como sus pies no tendrían el garbo misionero que la vida regalaría después. Unas veces entre el asombro y aplauso, otras en la soledad y acaso la incomprensión. Siempre oyentes de esa Palabra de la que nunca dejamos de ser discípulos, siempre menesterosos de la gracia de la que jamás dejamos de ser mendigos. En ocasiones en las vías Dolorosas como cirineos de los hermanos en los que sufre Cristo, otras al pie de la cruz de todos ellos y de la nuestra propia, como testigos esperanzados de la palabra de gloria delante de las penúltimas siete palabras de la muerte. Finalmente, también recogidos en la oración expectante de un Espíritu siempre sorprendente, que nos saca a las plazas de cada época y lugar para decir en todas las lenguas las maravillas de Dios que se corresponden como respuesta con las preguntas que palpitan en el corazón de cada hombre.
Un Seminario tiene toda esta trama de sello mariano, porque el ministerio sacerdotal para el que aquí los seminaristas se han preparado y se preparan, tiene esos perfiles humanos y espirituales con los que santamente caminamos hacia el cielo con aquellos que el Señor y su Iglesia nos han confiado como pueblo. Así sucede, y así ha sucedido en tantas generaciones de seminaristas luego presbíteros y algunos obispos, que desde su visitación hasta su asunción, han escrito una página inédita de sacerdocio cristiano.
Nombres, fechas, etapas… ¡cuántas cosas, sucesos, pequeñas historias, inolvidables recuerdos! Ilusiones y sueños que se cumplieron con creces. No habrán faltado desencantos y pesadillas cuando se quiebra y arruina por tantos motivos lo que se soñó ilusionadamente como gracia de Dios en lla libertad de nuestra tarea. Pero en medio de los vaivenes, los claroscuros, queda siempre la luz que nadie ensombrece cuando es Dios quien la enciende y la alimenta.
Como hacemos al asomarnos al tiempo y al espacio que nos concretan y describen biográficamente, no podemos sino conjugar con el verbo correspondiente lo que cabe recordar del ayer, lo que vivimos en el hoy, mientras aguardamos el mañana serenamente. No podemos mirar hacia atrás con nostalgia, ni el presente con tristeza, ni el futuro con desesperanza porque no nos ayudará a descubrir el reto y la llamada que se nos hace ahora y aquí a los cristianos. Aquí entra la única actitud posible desde una perspectiva cristiana ante el ayer, el hoy y el mañana con la conjugación –por así decir– de los tres tiempos verbales implicados en toda historia: el pasado, el presente y el futuro. Cabrían todas estas variantes, que cuando en definitiva descuidan o mutilan los factores que componen siempre la realidad tejida de pasados-presentes-futuros, entonces se da paso a la carga ideológica de diferente signo, pero igualmente inútil y nociva para entrar y vivir en la verdad. Es la tesitura de la carta programática para este comienzo de milenio cristiano que San Juan Pablo II nos entregó al final del Año Santo: «¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8)» [Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 1].
Al mirar el pasado de estos sesenta años, lo hacemos con inmensa gratitud, porque como decía el gran teólogo Romano Guardini, “la gratitud es el perfume de la memoria”. Gratitud perfumada, sí, en la memoria de tantos hermanos sacerdotes que desde aquí salieron a todas las encrucijadas para anunciar la salvación de Jesucristo sacerdotalmente. Lo hacemos también con verdadera pasión ante el presente que Dios pone en nuestras manos, pidiendo humildemente saber escribir la página que se nos ha confiado al acompañar a los jóvenes que siguen llamando a nuestra puerta como un don inmerecido al que conmovidos no nos acostumbraremos jamás. Y lo hacemos finalmente llenos de esperanza al asomarnos al futuro que nos aguarda mientras nos va abrazando la vida con su misterio, con su magia, con su gracia y su desafío.
La fábrica de este seminario fue diseñada por un arquitecto y sacerdote recién beatificado en Vitoria como mártir: Don Pedro de Asúa. El fundamento del edificio queremos verlo en los seminaristas mártires que celebraron el santo sacrificio para el que se preparaban entregando sus vidas poniendo el perdón en sus labios ante aquellos que los mataban. No es mal cimiento para un centro de formación sacerdotal.
Podemos decir con el salmista (Sal 89) parafraseando su cifra y su cantar, que sesenta años en la presencia del Señor son un ayer que pasó, como una vigilia nocturna. Que Dios nos enseñe a calcular bien nuestros años para que adquiramos un corazón sensato en la preparación y el ejercicio del ministerio sacerdotal. Por eso, con María nuestra Madre la Santina hacemos nuestra remembranza de Magníficat, con los santos y mártires (pensamos en nuestros seminaristas mártires cuyo proceso de canonización está ultimándose), le pedimos al Señor que baje a nosotros su bondad y que haga prósperas las obras de nuestras manos. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo