Queridos hermanos y hermanas:
Era una cena antigua, con la que los hebreos recordaban el paso de Dios salvándoles de la muerte con todos sus rostros. El menú no era según la carta al uso, y el atuendo seguía una moda tan extraña como especial. La carne era un cordero sin mancha, asada a fuego, con pan ácimo y verduras amargas. El vestido era ceñido, calzando sandalias y un bastón como apoyo; había que comerlo de pie y de prisa, porque aquel banquete era el alimento frugal del peregrino y no la bacanal ahíta del turista. De prisa, sí, porque el Señor pasaba como pasa la pascua.
La última cena es el remedo sacramental de esa historia de espera en la que Dios fue librando a su Pueblo del primer y de todos los demás exterminios, esclavitudes, y exilios. Dios en su Hijo enviado vino a poner la mesa para esa cena de salvación postrera y eterna. Sobre los manteles tantas palabras, tantos signos y milagros, que a lo largo de aquellos inolvidables tres años no dejó de pronunciar y repartir Jesús.
Una cena última en donde las confidencias se hicieron recuerdo apretado de tantos momentos que se mezclaban entre la oración al Padre y el requiebro a los discípulos hermanos. Dos amores tan distintos pero tan inseparables en el Corazón de Cristo. Dos amores que se hacen lance extremo en su entrega a la voluntad de Dios y en la entrega a los hombres. Porque todo lo que les dijo a los suyos lo escuchaba primero en su oración con el Padre madrugando o trasnochando cada día, contándolo en parábolas que todos entendían y las que todos se reconocían. Y cuanto veía en la belleza del Padre Dios, luego Jesús lo convertía en panes y peces multiplicados, en heridas curadas, en perdón inmerecido a quienes todos condenaban, en caricia y consuelo, en muertes resucitadas y vencidas. ¡Cuántos momentos de ir de aquí para allá, de encontrar a tantas personas cada una con sus miserias y sus virtudes, con sus esperanzas y sus desesperaciones. Unos le buscaron de noche, como Nicodemo. Otros, sin saberlo, junto al brocal de sus necesidades como la Samaritana sedienta de los verdaderos amores. Otros con sus trampas y trapicheos, como Mateo y Zaqueo en el mostrador de sus corrupciones. Otros en la vida monótona y aburrida de una honestidad sin horizonte entre redes llenas o vacías, entre sombras y luces, como la mayoría de los apóstoles.
Habrá niños cuyos juegos le prendaron en la plaza y cuya inocencia les hizo aptos y ejemplo para el Reino. Habrá hambrientos de todas las hambres a los que irá acercando el pan de su propio Cuerpo, y sedientos de un agua viva para los que escanciará su Sangre bendita. Habrá perseguidos injustamente por vivir ellos la justicia que convive mal siempre con la envidia y la maledicencia. Habrá mujeres santas que encontraran en sus labios la alabanza por dar a otros todo lo que escasamente ellas tenían como la viuda del Templo, y habrá también mujeres pecadoras a las que salvará del puritanismo que mata con las piedras de su hipocresía.
Toda esa historia se concentra en aquella Cena última donde las haya, con panes ácimos y verduras amargas de nuevo, en donde el Cordero que quita los pecados del mundo, transformará el pan en su propio Cuerpo y el vino nuevo será su Sangre santa en los odres de la vida.
No es una sobremesa de nostalgias tristes terminales y terminadoras. Es el recuento agradecido de una historia culminada y culminadora. El Padre y los hermanos, allí estaban en sus palabras, en sus brindis y en sus gestos. Hasta la discreción hacia un Judas incompresible que decidirá entregar al Maestro con aquel beso prestado o robado del amor verdadero, le dirá sin acusarle que haga lo que tiene que hacer. Que lo haga de prisa, como aquella cena de pascua que de prisa se había de comer. Y salió de noche Judas, noche en su alma, noche en sus ojos, noche en sus intentos suicidas de traicionar de aquel modo a su Maestro.
Pero viene luego el otro gesto ciñéndose la cintura, como hacían los esclavos con sus señores: lavar los pies a aquellos discípulos hermanos. Ellos se echaron atrás, casi se escandalizaron, y no acaban de comprender que la autoridad del Maestro Jesús tan distinta a la asfixiante de los maestrillos pacatos que por doquier encontraron en Israel, consistía en servir como Siervo a los que el Padre le confió.
Lavar los pies… recuerda el agua de nuestro bautismo, como dice San Agustín comentando este pasaje del evangelio de Juan. Fuimos lavados por entero en el día de nuestro bautismo. ¿Por qué ahora Jesús lava los pies? ¿Qué significa esto? No sólo es el gesto humilde de un Dios Siervo que escenifica humildemente que por amor podemos hacernos todos de todos fraternalmente esclavos, sino que lava los pies, la parte de nuestro cuerpo más en contacto con el suelo, con la tierra.
Podemos haber sido lavados, pero cuánto polvo del camino se nos pega, cuánto barro nos embarra lo que una vez fue limpio e inocente, blanco como el alma y el sueño de un niño nacido para Dios en la fuente bautismal. Los caminos que frecuentamos no siempre nos ayudan a mantener el corazón, la mirada, las manos y los labios con esa pureza que nos hace testigos de la bondad, la verdad y la belleza de Dios. Y entonces nuestros pies se nos manchan, se nos agrietan, se hacen torpes y lentos nuestros pasos, o se hacen rebeldes y deciden caminar por las sendas erradas y contrarias que jamás nos llevarán a la meta de la que somos peregrinos y a la que fuimos llamados.
Lavar los pies es invitarnos a levantarnos de nuestros caminos pródigos en donde hemos estado lejos del Padre y de los hermanos, lejos de la Iglesia como el hijo menor de la parábola en sus extravíos perdido o como el hijo mayor en sus rencores indignado. Jesús sale a nuestro encuentro para lavarnos los pies, para ponernos en pie, para invitarnos a esa cena de intimidades en las que se nos revela el amor tierno como el pan y discreto como un sagrario.
La lección de este maestro es que aprendamos su gesto, y como Él nos ha amado podamos amar nosotros tanto a Dios como a los hermanos. El amor recíproco es amarse como Dios no ha amado. Jueves Santo, en el que confiará a sus discípulos más suyos el ministerio de custodiar esta historia, este gesto, esta entrega sacerdotal de Cristo. Algunos de nosotros hemos sido llamados precisamente a prolongar en el tiempo de todos los días y en el espacio de todos los lares, lo que en aquella noche de Jueves Santo Jesús celebró con sus discípulos. Y todo cuando el Maestro dijo e hizo en aquella mesa de cena postrera es lo que nosotros debemos hacer desde Él a todos nuestros hermanos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”, esta es la pregunta que a cada uno se nos hace esta tarde. Y es tal vez la respuesta que nos deja pobres de veras: que no terminamos de comprender, cada uno de los aquí presentes, tanto cuanto el Señor ha hecho con nosotros. Esta incomprensión, esta ignorancia son las que no nos permite que nos conmovamos con agradecimiento ante el Señor y las que nos hurtan que no nos entreguemos a los hermanos de veras, calculando con demasía lo que hacemos, lo que decimos, lo que damos y lo que nos reservamos. Dice Jesús al término de este evangelio: “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Hermanas y hermanos, conmovidos por el amor extremo de Dios, comensales de su Pan eucarístico, seamos siervos unos de otros, siervos libres y rendidos que por amor se lavan los pies para volver juntos al camino que coincidiendo con lo que nuestro corazón intuye y exige, llegamos a nuestro prometido y esperado destino.
Adoremos al Señor, amémosle en los heridos. Y rezad por nosotros sacerdotes llamados a custodiar esta herencia que se anuncia como Buena Noticia al mundo para su salvación más esperada y menos merecida, pero que gratuitamente Dios nos da en la carne de su Hijo.
El Señor os guarde. Él os bendiga siempre.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo