Volvemos a este escenario en el que recordamos lo que en la primera semana Santa de la historia sucedió en Judea. Fueron tres años inolvidables para los que pudieron vivirlos codo a codo, cara a cara, junto a un Maestro diferente que valía la pena escuchar, y mirar, y acompañarle día y noche de aquí para allá. Hemos de sacudirnos cierta inercia como quien se atreve a estrenar lo que en estas fechas celebramos los cristianos con trance de verdadera novedad. Habrá un sinfín de ocasiones para vivir juntos como comunidad creyente lo que hacemos memoria trayendo a la mente y al afecto el precio que Jesús pagó para que nosotros pudiésemos ser felices y ser buenos tal y como Él nos enseñó de mil maneras.
Hoy es Jueves Santo, día primero de los tres que viviremos recorriendo el desenlace final de quien nos volvería a predicar todas sus parábolas y nos volvería a mostrar todos sus milagros, en el gesto supremo de abrazar su pasión entre cenas postreras, traiciones en huertos, juicios amañados, vías dolorosas y finalmente la cruz en el Calvario.
Son tres días santos en los que se nos declara la entrega amorosa de un amigo con mayúsculas: el que da la vida para que nosotros no la perdamos. Triduo Pascual en el que rememoramos el desenlace de una historia de amor por la que Dios quiso mostrarnos en su Hijo Bienamado su decisión de salvarnos. Quedan atrás tantos momentos: los que conocemos por los evangelios, y los que quedan sin escribir pero no por eso menos ciertos. Mil situaciones en las que había lágrimas que enjugar, interrogantes a los que dar respuesta, deseos sinceros que se tornaron verdaderos, y un sinfín de inquietudes que palpitaban en los corazones y a los que Jesús regaló el cauce, les puso nombre y sobre todo un destino resuelto.
La oración central de esta Misa de la Cena del Señor, nos dice ya de entrada que hemos sido convocados en esta tarde para celebrar aquella misma memorable Cena en la que tuvo lugar un apretado recordatorio que se hará memorial para los cristianos. Es el corazón del relato de una vida, que se centra y concentra en el drama redentor de Jesús.
En primer lugar, la cena remite a un gesto del pueblo judío en el que cada año rememoraban el paso de Dios en sus vidas que arrancó sus esclavitudes, sus exilios, todos sus sufrimientos y sus pecados. Era una cena rápida, casi con prisa, porque había que comer el cordero en familia, compartiendo ese don con el de al lado, habiendo rociado con la sangre las jambas de las puertas para que el ángel exterminador pasase de largo en aquel Egipto de cadenas, abusos y menosprecios. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro del Éxodo (cf. 12, 1‑8. 11‑14).
Era como un anticipo de otra cena, en la que otro cordero se dejaría también comer como alimento eterno, y cuya sangre se vertería de modo colmado en las jambas de las puertas por donde entramos y salimos, por donde adentramos lo más grande y bello o por donde con alevosía y nocturnidad metemos nuestro costo para mercadear con lo que ofende al Señor, hace daño a nuestro prójimo y a nosotros nos hiere profundamente en nuestra conciencia. Aquella escenificación simbólica supuso no el paso anónimo de un Dios que con su ángel extermina, sino el paso de un Dios que abre su corazón para que con palabras y gestos, vuelva a declarar el amor a una humanidad esquiva, torpe, extraña al amor del mismo Dios.
Fue una noche de intimidades. Jesús comenzó a orar al Padre diciendo lo mucho que le importaban aquellos que le confiaron. Eran los afectos con los que por amor al Padre Dios, Él se entregaba a sus hermanos. El Padre y los hermanos, dos amores distintos pero inseparables. Fiarse del Padre para darnos a los hombres la ternura misericordiosa de su abrazo y la luminosa belleza de su verbo. Entregarse a los hombres para intentar que comprendiésemos en su entrega el gesto supremo que estaba a punto de empezar tras esa cena entre los olivos de un huerto. Una noche que vino a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida de mil modos había entregado en mil relatos.
El amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos lo dijo, así nos lo dejó escrito de tantas maneras como estrofas del más bello de los cantos. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa, o que se hace tan extraño que termina siendo ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida como un día la hizo con panes y peces. Ahora haría la multiplicación más increíble y hermosa dando en bebida su sangre y en comida su cuerpo. Tomad y comed, tomad y bebed. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece y que nunca termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida. Su Cuerpo y su Sangre se hicieron santa Eucaristía, humildes como el trigo y la uva de nuestros campos y viñas, y silenciosos y discretos como un Sagrario donde nos aguarda cada instante de la vida.
Amor de hermano, amor eucarístico, que se hace gesto al ponerse a lavar los pies de los discípulos. Aquellos pies que no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies, así de ambiguos, de sucios, de cansinos y polvorientos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado como si fuera nuestro esclavo o nuestro siervo, mostrándonos de un modo hermoso e insólito lo mucho que nos había amado en todo momento. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? ¿Qué rostro es el de los refugiados que tienen por domicilio el desamparo, la incertidumbre, el exilio, la soledad? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados.
Finalmente, a aquellos discípulos les quiso confiar lo más sagrado. Y los hizo ministros, sí, ministros de otro modo, sin cartera de poderes, de engañifas y de estragos, sino ministros que sólo sirven para servir a los hermanos. Como el Padre le envió a Él, así ahora Él enviaba a aquellos pescadores otrora, recaudadores de antaño, gente tosca, iletrada y ruda, que tuvieron el privilegio raro de haberse encontrado con Jesús, el Mesías anunciado y esperado. El Sacerdote Jesús, el Sacerdote Único y Eterno, invita a aquellos discípulos a seguir su ejemplo confiándoles su secreto y compartiendo con ellos el divino encargo.
Jueves Santo en el que dar gracias por el amor fraterno, por la Eucaristía, por el sacerdocio santo. Tres rasgos de la mirada de Dios, de su compañía, de lo mucho que nos quiere a cada cual año tras año en esta historia de veinte siglos, sea cual sea nuestro nombre, nuestra edad, nuestro momento aciago o nuestro gozo esperanzado sereno.
Jueves Santo es un día para contemplar el amor extremo de Jesús, amor que lava los pies cansados y manchados, amor que se hace Pan de memorial que nos reparte como Sacerdote entregado, que con amor de hermano nos llama a algunos a seguirle ministerialmente sirviendo a los hermanos. Adoro Te devote, Cristo sacramentado. Día del amor fraterno en el que ponemos nuestras manos en la cáritas de la Iglesia que sale al encuentro de todos los malheridos samaritanos a los que Jesús nos ha enseñado a llamar hermanos.
Con toda la Iglesia, con María y nuestros Santos, vivamos estos días con hondura cristiana volviendo a conmovernos por el precio bendito e infinito de quien pagó con su vida para venir a salvarnos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo