No fue una cena cualquiera, una más de las muchas que hubieran compartido. Tampoco era una cena de empresa con motivo de unas fiestas convenidas. Se trataba de una cena para decirse cosas y para envolver conmovida aquella despedida que sólo el Maestro sabía de su desenlace, de su trama entre recuerdos apretados, traiciones que se venían, mientras mirando a los discípulos hablaba con el Padre de ellos y mirando al Padre testimoniaba el amor que a ellos les tenía.
Su discurso no fue un brindis. El homenaje no era lo que tocaba ni lo que consentía. Había que hacer memoria de aquellos tres años inolvidables para dejar constancia de tantas cosas vividas. Podemos imaginarnos cómo le miraban, cómo le escuchaban, como entre ellos se hacían gestos con los ojos, y muecas unos a otros, cada vez que el Maestro señalaba el amor que les profesaba y lo mucho que le iba a costar darles realmente la vida.
Se agolpaban incesantemente todos aquellos tres años desde que por su nombre los llamó uno por uno, cada cual en su andanza, en sus cuitas, en sus cotidianos quehaceres, en sus sueños y sus pesadillas. Hubo de todo en aquel grupo de doce discípulos especialmente cuidados, queridos y acompañados. ¡Cuántas palabras les abrieron los ojos con horizontes inauditos! ¡Cuántos gestos les tocó el corazón como quien es testigo de un milagro! Y los silencios. Y las idas y venidas de aquí para allá entre Galilea y Judea, en los merodeos de la Decápolis y más allá de las fronteras.
Vieron ciegos a los que Jesús devolvió la mirada más asombrada. Vieron cojos a los que Él hizo saltar de alegría. Y hambrientos de tantos panes que entendieron que tenían hambre de esas palabras que sólo Jesús decía. Vieron llantos que fueron respetados con ternura y dulzura acariciando aquellas lágrimas: las de la viuda de Naím cuando iba a enterrar a su hijo único, las de Marta y María cuando murió por primera vez su hermano Lázaro, las del propio Jesús mirando a Jerusalén, las que todavía no había vertido Pedro junto a la fogata del patio antes de que cantara el gallo o las que lloró Magdalena a la puerta de un sepulcro vacío.
Tres años de asomarse a la vida de otra manera a como estaban acostumbrados entre redes pescadoras y mostradores de recaudos; fueron años de entender que las cosas pueden ser abrazadas de otro modo, aunque no esté en nosotros poder cambiarlas, de aprender junto al único Maestro lo que vale la pena, distinguir lo que es un chantaje o un engaño manifiesto, lo que es una quimera que nos seduce para empujarnos a los caminos que Dios nunca frecuenta, abrirnos a la belleza sencilla de las cosas bondadosas que jamás nos engañan.
Así transcurrió entre manteles y recuerdos aquella cena postrera. Donde hubo algunos gestos de Jesús que marcaron el tono de la entrega. Sólo los siervos lavan los pies a sus señores. Y esto hizo el Señor con aquellos doce comensales invitados de balde. Pero Pedro se puso tenso y comprendió que el gesto era un exceso inaceptable, y como otras veces ocurriera, porfió y desafió a Jesús para que no hiciera aquello, como cuando intentó censurar que subiera a Jerusalén una vez que el Maestro anunció a qué subían y por qué. Entonces, una vez más, Jesús le dijo al viejo pescador que se apartara, que se pusiera detrás, que aceptara el gesto de lavatorio si quería tener parte con Él. Y toda la bravuconería airada se hizo mansa, y le pidió a Jesús que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza, en una ducha de confusión amorosa de quien vislumbraba ya la deriva de las cosas.
Confidencias y también encargos, porque en aquella cena Jesús les dijo a los suyos más suyos que no olvidaran nada, y que lo hicieran en su recuerdo como quien tomando un pan y partiéndolo les dio a comer su Cuerpo, y levantando una copa de vino les escanció su sangre redentora. Que lo hagáis en mi memoria, les dijo. Esa fue la primera Misa que Jesús celebró, Una Misa que empezó cuando se encarnó en nuestra humilde historia, y que fue celebrando de tantos modos a través de su paso entre nosotros haciéndonos tanto bien. En aquella cena eucarística tuvo lugar una liturgia de banquete unida a la liturgia del Calvario, donde entre cordero y hierbas amargas, les partió y repartió su vida, como poco a poco de modo intenso hizo en aquellos inolvidables tres años. Allí quedaron convocados a esa santa memoria viva, cada vez que repitieran el gesto de una entrega redentora como aquella que con ellos Jesús celebraba.
Quedó prendida su presencia, en una Eucaristía santa para significar que su paso entre nosotros no fue un ademán fugitivo, sino una querencia que no se marchaba. Blanco como el pan tierno, rojo como el vino de solera, gozoso como una fiesta que no acaba, así fue su regalo eucarístico, fiel como un amor que no traiciona y discreto como un sagrario que se adora.
Jueves Santo, de amores fraternos, de memorias recordadas, de sacerdocio compartido, de Eucaristía renovada. Queridos hermanos y hermanas, Jueves Santo es un día para contemplar el amor extremo de Jesús, amor que lava los pies cansados y manchados, amor que se hace Pan de memorial que nos reparte como Sacerdote entregado, que con amor de hermano nos llama a algunos a seguirle ministerialmente sirviendo a los hermanos. Todo eso recordamos esta tarde al hilo de lo que significa amar con un amor como el de Cristo. Que su santa Eucaristía venerada tiene una prolongación en la carne de los pobres, como presencia de Cristo bienamada, y así el Jueves Santo como el día del Corpus Christi, nos presentan los dos amores tan distintos como inseparables: amar a Jesús en el hermano, amar al hermano por Jesús. Adoremos al Señor. Adoro Te devote, Cristo sacramentado.
X Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo