Todo está a punto en el memorial que esta tarde de Jueves Santo abre de par en par a los tres días más santos de todo el Año cristiano. Nos hemos venido preparando de tantos modos, cada uno con su nombre, en su lugar, con la trama de su vida y los mimbres que engarzan el cesto de sus anhelos y heridas. Damos comienzo al Triduo Pascual en el que rememoramos el desenlace final de una historia de amor por la que Dios quiso mostrarnos en su Hijo Bienamado su decisión de salvarnos. Quedan atrás tantos momentos: los que conocemos por los evangelios, y los que quedan sin escribir pero no por eso menos ciertos. Mil situaciones en las que había lágrimas que enjugar, interrogantes a los que dar respuesta, deseos sinceros que se tornaron verdaderos, y un sinfín de inquietudes que palpitaban en los corazones y a los que Jesús regaló el cauce, les puso nombre y sobre todo un destino resuelto.
La oración central de esta Misa vespertina de la Cena del Señor en el Jueves Santo, nos dice ya de entrada que hemos sido convocados en esta tarde para celebrar aquella misma memorable Cena en la que tuvo lugar un apretado recordatorio que se hará memorial para los cristianos. Estamos en el corazón de un relato de toda una vida, que se centra y concentra en el drama redentor de Jesús.
En primer lugar, la cena remite a un gesto del pueblo judío en el que cada año rememoraban el paso de Dios en sus vidas que arrancó sus esclavitudes, sus exilios, todos sus sufrimientos y sus pecados. Era una cena rápida, casi con prisa: había que comer el cordero en familia, compartiendo ese don con el de al lado, habiendo rociado con la sangre las jambas de las puertas para que el ángel exterminador pasase de largo en aquel Egipto de cadenas, abusos y menosprecios. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro del Éxodo (12, 1‑8. 11‑14).
Era como un anticipo de otra cena, en la que otro cordero se dejaría también comer como alimento eterno, y cuya sangre se vertería de modo colmado en las jambas de las puertas por donde cada uno entramos y salimos, por donde adentramos lo más grande y bello o por donde con nocturnidad y alevosía mercadeamos con lo que ofende al Señor, lo que hace daño a nuestro prójimo y a nosotros nos hiere profundamente en nuestra conciencia. Aquella escenificación simbólica supuso no el paso anónimo de un Dios que con su ángel extermina, sino el paso de un Dios que abre su corazón para que con palabras y gestos, vuelva a declarar el amor a una humanidad esquiva.
Fue una noche de intimidades. Jesús comenzó a orar al Padre diciendo lo mucho que le importaban aquellos que el Padre le confió. Eran los afectos con los que por amor al Padre Dios, Él se entregaba a sus hermanos. Fiarse del Padre para darnos a los hombres su abrazo y su verbo. Entregarse a los hombres para intentar que comprendiésemos el gesto supremo. Una noche que vino a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida de mil modos había relatado sus mil maneras.
El amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos lo dijo, así nos lo dejó escrito como estrofas de su canto. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa, o que se hace tan extraño que termina siendo ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa. Tomad y comed, tomad y bebed. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida. Su Cuerpo y su Sangre se hicieron santa Eucaristía, humildes como el trigo y la uva, y silenciosos y discretos como Sagrario que nos custodia su divina presencia.
Amor de hermano, amor eucarístico, que se hace gesto al ponerse a lavar los pies de los discípulos. Aquellos pies que no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos ciertos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies, así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado poniendo en ellos su beso, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? Sabemos cómo estos hermanos tienen nombre y domicilio, los tenemos más cerca de cuanto pensamos, y en nombre del Señor nos aguardan cada día. Son los pies que Dios mismo nos confía, esos que con nuestras manos Él se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados.
La necesidad hambrienta no es un fantasma retórico, no es un supuesto lejano en el tercer o cuarto mundo, no es un látigo de toma y daca para el desgaste político de quienes nos gobiernan desde la barricada de los que opositan. Lamentablemente, la necesidad es algo mucho más concreto y más cercano que afecta a tantas personas en el seno de nuestras familias y amistades, de nuestros vecinos y conciudadanos. Como nuestra Cáritas no deja de narrar en el compromiso cotidiano con los últimos, la Iglesia está bien arremangada, y nuestras sedes católicas de las distintas parroquias, comunidades y asociaciones salen al encuentro real de quienes lo pasan de veras mal, sin demagogia, sin paripés, sin dietas. El pueblo cristiano lo sabe bien: el amor a Dios y el amor al hermano, particularmente el más necesitado, son amores distintos pero del todo inseparables. Y desde nuestro compromiso por los pobres y por la justicia, podemos decir que la crisis no es problema de recursos sino problema de gestión. Pedimos por quienes gestionan la cosa pública y por los que administran los recursos para que tengan luz, para que sean generosos, para que mirando a las personas busquen el modo de servirlas desde el noble oficio de la política y desde el responsable uso del beneficio.
Finalmente, a aquellos discípulos les quiso confiar lo más sagrado. Y los hizo ministros, sí, ministros de otro modo, sin cartera de poderes, de engañifas, corrupciones y de estragos, ministros que sólo sirven para servir a los hermanos. Como el Padre le envió a Él, así ahora Él enviaba a aquellos pescadores otrora, recaudadores de antaño, gente tosca, iletrada y ruda, que tuvieron el privilegio raro de haberse encontrado con Jesús, el Mesías anunciado y esperado. El Sacerdote Jesús, el Sacerdote Único y Eterno, invita a aquellos discípulos a seguir su ejemplo confiándoles su secreto y compartiendo con ellos el divino encargo.
Jueves Santo en el que dar gracias por el amor fraterno, por la Eucaristía, por el sacerdocio santo. Tres rasgos de la mirada de Dios, de su compañía, de lo mucho que nos quiere a cada cual año tras año en esta historia de veinte siglos, sea cual sea nuestro nombre, nuestra edad, nuestro momento aciago o nuestro sereno gozo esperanzado.
El Señor y nuestra Madre la Santina, os guarden y os bendigan.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo