Hoy celebra la Iglesia una festividad entrañablemente mariana y femenina: el sí de una mujer que le permitió al mismo Dios adentrarse en nuestra historia para vivirse y desvivirse humanamente dándonos su vida redentoramente. El anuncio de esa propuesta que se hizo por medio del arcángel Gabriel, encontró en María la acogida que se transformó en la encarnación de eterno Hijo de Dios pasando a ser nuestro inmerecido hermano. Un Dios que se hace hermano de cada hombre y mujer.
Fue así que Dios quiso devolvernos a su casa de la que pródigos nos fugamos como huérfanos del amor que siempre nos ofreció. Todos tenemos una familia que nos acoge al nacer. Ahí está aquello que será nuestro ADN histórico que asumimos por nacer dentro de esa familia. En los Evangelios hay un árbol genealógico que nos relata sucintamente la prehistoria de Jesús, es decir, cómo su nacimiento se fue fraguando poco a poco, en la elección de los nombres de quienes harían de eslabón entre la promesa de Dios de que enviaría al Mesías y el momento en el que esa toma carne humana y la eternidad se hace historia. Lo dice el prólogo del Evangelio de San Juan: la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros (cf. Jn 1, 14). Acampar significaba poner la tienda del encuentro entre Dios y los hombres.
Se trata de un misterio, el más grande misterio. Dios fue enviando mensajeros a la humanidad fugitiva desde el pecado original y originante del Edén. Pero el plan era que llegando la plenitud del tiempo, naciese de mujer, cuando se estaba bajo la Ley, como dice de modo preciso y precioso San Pablo en la carta a los Gálatas (cf. Gál 4, 4). Dios que se hace mensaje y mensajero a la vez. Ahí intervino la anunciación del Arcángel Gabriel a María, con la consiguiente encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas virginales tras el sí confiado y creyente de la Virgen a lo que el Señor le estaba proponiendo del modo más insólito y decisivo.
No, no se hizo una encuesta para determinar cuál sería el cauce más apropiado para que los hombres acabáramos de enterarnos de dónde proveníamos, cuál era nuestra senda de vida, y hacia qué orilla se dirige implacable nuestra barca. Es posible que si nos hubieran consultado, habríamos determinado que fuera un filósofo razonable quien nos lo explicase; o tal vez un financiero poderoso el que nos lo subvencionase; o un político honrado el que nos lo administrase; quizás un pertrechado ejército el que nos lo defendiese… Pero no, Dios eligió otro modo, mucho más sencillo, más a la altura de cualquier hombre, de cualquier tiempo, de cualquier cultura, de cualquier condición social. Dios decidió hacerse Él mismo hombre, y el Creador se hizo criatura, lo Eterno se hizo historia. Como un niño más tuvo que aprender a hablar nuestra lengua para decirnos palabras que no pasan. Asumió un tiempo y un pueblo, pero su presencia se dilató infinitamente a través de los siglos y llegó hasta todos los rincones.
La Encarnación no es un disfraz, sino un verdadero gesto de comunión, un Dios que de verdad se hace hombre, igual en todo menos en el pecado como dirá la carta a los Hebreos. Hoy damos gracias por la sencillez de nuestro Dios, y también pedimos la gracia de entender cómo desde entonces el Dios que asumió nuestra carne y nuestra humana condición, no ha dejado de abrazar nuestra vida, sin escandalizarse de nuestras torpezas, sin cansarse de nuestras incoherencias, y siempre esperando que entendamos bajo qué mirada transcurren nuestros días y cómo su divina amistad no sólo nos ha dicho cuál era el camino sino que se ha puesto a andarlo a nuestro lado.
La Anunciación de la Virgen es quizás uno de los motivos más veces pintado o esculpido por nuestros artistas. Es el relato imprescindible del amor de Dios por sus hijos. Porque todo lo de antes y todo lo de después, estaba pendiente de esa escena, del sí de aquella mujer joven que se fió de cuanto Dios le proponía. María dijo sí, y la Palabra se hizo carne en ella. Es su actitud durante toda su vida, pidiendo que se haga realidad lo que el Señor le fue diciendo en cada circunstancia: en el gesto de guardar en su corazón lo que entendía y lo que no, lo que Dios le hablaba o lo que callaba. Esta es la vida entera de María. De su sí, nosotros vivimos; en su sí hemos de aprender a pronunciar el nuestro.
Y en este sí encontramos la verdadera cultura de la vida los cristianos. Cuando nosotros decimos no a determinadas derivas, lo hacemos cuando se pone en entredicho nada menos que la misma vida. Por eso proclamamos, defendemos y acompañamos todo cuanto la respeta en cualquiera de sus formas, como un canto agradecido hacia la belleza y la bondad de Dios Creador. Y con la misma audacia y pasión, denunciamos -a veces contracorriente- cuanto destruye la vida, especialmente la vida más inocente como es la del no nacido abortado que termina en intereses cosméticos o en un vulgar cubo de basura. Hay trenes que van al abismo más triste en el más siniestro viaje a ninguna parte, aunque los llamen de otra manera.
Formamos parte de un sueño de Dios, fuimos eternamente pensados y queridos por Él como criaturas distintas de una creación bella y bondadosa. «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía” (Jer 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”» (Papa Francisco, Laudato si’, 65).
Los primeros versos de la Biblia nos cuentan cómo hizo Dios sus cosas llamando a cada una mientras iba poniéndoles un nombre con la ayuda del hombre y la mujer. Miró lo que sus manos amasaron, cuando sus labios lo llamaron a la vida, y esos ojos cálidos vieron la firma de su autor con la rúbrica de la bondad y la belleza.
El Papa Francisco nos lo ha recordado en una preciosa encíclica: Laudato Si’. No es un simple refrendo ecologista, ni un posicionamiento sin más ante los cambios varios y los diversos climas. Sería reductor zanjar así tan amplia y profunda reflexión que se inspira en un verdadero cristiano: San Francisco de Asís y su cántico de las criaturas. No se trata de un canto bucólico que se rinde ante una retórica esteticista que no sabe de compromiso. Dice el Papa sobre la creación que «esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes» (Laudato si’, 2). Pero no se aboga por un romanticismo ecológico que tuviera la impostura máxima de querer defender la naturaleza por una parte, justificando por otra el aborto de los niños, o proteger a los seres débiles que nos rodean pero prescindiendo del embrión humano como desechable (Laudato si’, 120).
Formamos parte de un sueño de Dios, fuimos eternamente pensados y queridos por Él como criaturas distintas de una creación bella y bondadosa. «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía” (Jer 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”» (Papa Francisco, Laudato si’, 65).
En esta Jornada por la Vida en la fiesta de la Anunciación del Señor, pedimos a Dios que nos conceda la capacidad de reconocer su misericordia en todo lo creado, de modo particular en los hermanos que nos ha regalado. Como han dicho los Obispos de la subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal, «la ecología humana nos pide especialmente que cuidemos la primera “casa” en que habitamos, el seno de las madres, lugar de acogida y protección, donde se establece el primer diálogo humano, el del nuevo ser con su madre, que fundamentará toda relación humana. La vida humana necesita ser protegida desde el comienzo de su existencia y promovida y acompañada hasta su final». Por eso, como hago siempre en nuestros encuentros pastorales o celebrativos cuando veo a una mamá gestante, bendeciré ahora al pequeño que llevan en sus entrañas, a las madres que con sus esposos y demás hijos, son un canto lleno de alegría y de enorme esperanza. Cada uno de nosotros somos fruto del sí que generosamente dieron nuestros padres. Por ellos pedimos estén en donde estén, con nosotros aquí o en el cielo junto a Dios.
Nuestra mirada a la vida y nuestra defensa de la misma la abraza por entero. Toda la sociedad –especialmente el Estado– tiene la obligación de promover el bien común, lo cual significa proteger a los más débiles e indefensos: los no nacidos aún, los niños, los pobres, los gravemente enfermos, los ancianos, los moribundos. Es parte ineludible de ese bien común y expresión de una verdadera ecología integral que hemos de promover cada cual desde su responsabilidad. La cultura de la muerte nos destruye, y no promover egoístamente la vida nos envejece. Digamos sí a cuanto nos ayuda a crecer en Dios y con los hermanos, personal y comunitariamente.
Con este sí ante nosotros, que contemplamos en los labios de María y que encuentra su fuente y su resonancia en el corazón del mismo Dios, le pedimos al Señor y a nuestra Madre que seamos custodios de la vida, de toda expresión de vida en la que se nos espera, en la que somos bendecidos y desde la que con gratitud entonamos nuestro más sentido cántico de alabanza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo