A todos nos sorprendía el Papa Francisco cuando anunció que dedicaríamos en toda la Iglesia un año a esta forma de vida cristiana que representa la vida consagrada. Él como sucesor de Pedro y como hijo de San Ignacio apuntaba esa necesidad de tener estos catorce meses (30 noviembre 2014 a 2 febrero 2016) de acción de gracias y de súplica confiada.
Así hicieron con el pequeño Jesús también su madre bendita la Virgen María y quien hacía las veces de padre San José, cuando fueron al templo para presentar al divino infante. Ofrecer lo que a su vez habían recibido, una manera de “devolver” a su Hacedor tamaño regalo en la persona del Mesías que era el Hijo de Dios. Presentar era ofrecer, era consagrar a través de esas dos palomas que como pobres humildes entregaban en el templo de Jerusalén.
Como hemos escuchado en el Evangelio, aquellos dos creyentes viejitos que eran Simeón y Ana hicieron de notarios, corroborando en aquel pequeño niño el cumplimiento de sus deseos cuando sus ojos ancianos vieron lo que vieron pudiéndose asomar a ese encuentro para el que muy antaño nacieron. “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han contemplado al Salvador”. Esa oración la pone la Iglesia en nuestros labios cada noche cuando recitamos las completas con las que en nuestras comunidades cerramos una jornada vivida en el Señor.
Es el Señor que ha querido tender su mano a todos nosotros sus hermanos que hemos podido pasar tantos momentos como esclavos, como nos ha recordado la lectura de la carta a los Hebreos. Él ha querido parecerse a nosotros, para que nosotros nos parezcamos a Él a través del carisma al que hemos sido llamados. El Señor quiso ser uno como nosotros, igual en todo menos en el pecado. Y por esa divina solidaridad de compartir con cada cual el dolor que le pone a prueba la esperanza, por eso ha podido auxiliarnos de modo eficaz, tierno y misericordioso.
Y es en la fiesta de la Presentación del Señor cuando celebramos en toda la Iglesia la jornada mundial de la vida consagrada, que este año retrasamos unos días en tantas diócesis, aunque el pasado día 2 de febrero nos unimos al acto de clausura del año de la vida consagrada participando en Roma junto al Santo Padre Francisco en la misa que se celebró en la Basílica de San Pedro. Allí estuvimos un pequeño grupo de consagrados de Asturias y también yo como arzobispo e hijo de San Francisco.
A través de los distintos carismas y formas diversas de seguir a Jesús como discípulos, los consagrados son hombres y mujeres que nos dan un precioso testimonio desde el claustro de sus monasterios, desde las fronteras de su compromiso misionero, desde la entrega junto a niños y jóvenes en la enseñanza, junto a los ancianos y enfermos en sus dolencias y edades, desde su profecía en tantas periferias en donde Dios no es reconocido y el ser humano es maltratado o destruido.
Junto a los laicos y los sacerdotes, los consagrados construyen la Iglesia del Señor desde su precioso y preciso testimonio. El Papa Francisco quiso subrayar esa función “atractiva” que siempre entraña la vida consagrada«que la hace crecer, porque ante el testimonio de un hermano o de una hermana que vive de verdad la vida religiosa, la gente se pregunta: “¿qué hay aquí?”, “¿qué es lo que impulsa a esta persona a ir más allá del horizonte mundano?”. Diría que esta es la primera cuestión: ayudar a la Iglesia a crecer por la vía de la atracción».
Ha sido un año de gratitud por esta vocación cristiana y conociéndola mejor en nuestro entorno más inmediato donde ellos son un testimonio lleno de belleza evangélica y de indómita atracción. En uno de los textos más elocuentes de la misión de la vida consagrada, San Juan Pablo II señalaba lo que significa esta atractiva de la caridad como verdadero testimonio del amor de Dios, y dibujaba así el Papa santo de nuestros días lo que es esta vocación dentro de la Iglesia: «La mirada fija en el rostro del Señor no atenúa en el apóstol el compromiso por el hombre; más bien lo potencia, capacitándole para incidir mejor en la historia y liberarla de todo lo que la desfigura. La búsqueda de la belleza divina mueve a las personas consagradas a velar por la imagen divina deformada en los rostros de tantos hermanos y hermanas, rostros desfigurados por el hambre, rostros desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura; rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas; rostros cansados de emigrantes que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones para una vida digna. La vida consagrada muestra de este modo, con la elocuencia de las obras, que la caridad divina es fundamento y estímulo del amor gratuito y operante» (VC 76).
Preciosas palabras que nunca caducan, estas de San Juan Pablo II, en las que se evidencia cómo los consagrados nos regalan el anuncio de la belleza de Dios que ellos buscan y tratan de vivir, mientras que aportan también la denuncia de todo aquello que la mancha y desfigura en la deriva inhumana de nuestros hermanos.
Tal y como ya hemos apuntado, estamos clausurando en nuestra sede diocesana lo que en la Iglesia universal se clausuró el martes pasado. Ha sido un año intenso en el que la mirada ha estado focalizada en ese millón largo de cristianos que desde sus diferentes carismas y familias religiosas han hecho del seguimiento de Jesús la razón de su vida, el nombre que llena sus corazones y el motivo por el que se entregan a los demás hasta el extremo más heroico. Los consagrados, esos hombres y mujeres que han hecho del evangelio su hoja de ruta cotidiana, representan el testimonio fehaciente de lo que supone ser cabal discípulo de Cristo en todas las encrucijadas, allí donde las heridas de los hermanos están aguardando el bálsamo samaritano de la ternura y la misericordia.
Antes de la misa final con el Papa el pasado día 2 de febrero, como ya he recordado, tuvimos un encuentro en Roma donde participaron unos seis mil consagrados de todo el mundo y de todas las formas de vida religiosa. Éramos un puñado pequeño de obispos, entre los que estábamos los que formamos parte de la Comisión episcopal de Vida Consagrada en España. Pude saludar a varias hermanas asturianas que también estaban convocadas a este encuentro gozoso y tan diverso, como si fuera una soleada mañana de Pentecostés en donde el Espíritu del Señor nos permitiese asomarnos a todos los carismas juntos que a través del tiempo han ido enriqueciendo a la Iglesia con el paso de los siglos.
Desde las órdenes de antigua tradición hasta las nuevas formas de vida consagrada, todas estaban allí. Detrás de cada comunidad y familia religiosa había un anhelo de testimoniar el compromiso del mismo Dios por el devenir de sus hijos, que es lo que siempre significa un carisma: las lágrimas que tantos ojos no dejan de derramar; las preguntas que no pocos se siguen poniendo y para las que no siempre hay respuesta inmediata; la esperanza tan frecuentemente asediada y secuestrada en el horizonte cotidiano de gente que ha perdido su trabajo, sus valores y certezas, los amores que le daban una sana seguridad; la alegría que no llega o que tan fugazmente caduca como contento que nos renueva la mirada y acompaña los deseos más auténticos que volvemos a estrenar cada mañana.
Ahí estaban y están cada uno de los carismas, tantos hombres y mujeres que mirando a Jesús se han sentido llamados a imitar un gesto suyo, a seguir como discípulos el compromiso de algún ademán. Y esto se ha traducido en preciosas historias con enfermos y ancianos en hospitales y centros geriátricos, con niños y jóvenes en su educación integral a través de tantos colegios, en epopeyas misioneras que han surcado los mares y han dejado las propias tierras, en claustros monásticos donde se ha cultivado el silencio que nos grita palabras que no pasan y se ha ofrecido la acogida para quienes tanto necesitan la paz. Toda esta riqueza que Dios regala a su Iglesia, también podemos reconocerla con gratitud conmovida en nuestra querida Iglesia diocesana de Oviedo a través de las distintas comunidades apostólicas y contemplativas.
El Papa Francisco nos decía el otro día en Roma: sed profetas en medio de un mundo extraño que tantas veces ha renunciado a la belleza de la paz y la justicia, a la belleza de la bondad; sed cercanos con vuestros prójimos más a la vera, comenzando por los propios hermanos y hermanas de comunidad; sed testigos de una esperanza que no engaña ni defrauda, especialmente ante aquellos que más mendigos son de ella.
Cada uno de los consagrados en su surco particular, en su historia propia, en el tajo en donde trabaja haciendo un mundo reestrenado y una Iglesia nueva. Y como se decía al final del encuentro en el mensaje que le entregamos al Papa Francisco: la vida consagrada es como una caricia llena de ternura con la que Dios sigue abrazando a la humanidad. Todo un motivo con el que se clausura un año dedicado a la vida consagrada, pero que a cuyo término todos volvemos a empezar la divina aventura de seguir a Jesús, como discípulos por Él llamados, para hacer un mundo como su corazón lo soñó. Ahí tenemos nuestro particular desafío, cuando con humildad pedimos perdón por nuestra mediocridad e infidelidad en la gozosa vivencia del carisma recibido. Pero también es un reto el mirar con ojos de fe un horizonte en el que nuestra vida consagrada es capaz de renovarse y volver a empezar.
En esta santa Eucaristía, al renovar nuestra consagración religiosa ante el Señor que nos llamó, es el momento para pedir a nuestros Fundadores y fundadoras, que rueguen por nosotros, para que la historia que con ellos dio comienzo se siga viendo y escuchando en cada uno de nosotros hijos e hijas espirituales con continúan su carisma en los días de nuestro tiempo. Gracias por vuestra presencia en nuestra Diócesis, gracias por la bendición que supone el regalo de vuestros carismas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo