Inmaculada Concepción

Publicado el 08/12/2014
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Solemnidad de la Inmaculada Concepción

Catedral de Oviedo, 8 de diciembre de 2014

 

Estamos metidos ya en pleno adviento, ese camino de preparación para la Navidad cristiana en donde cada año se nos invita a estrenar la tarea nueva de allanar viejas y nuevas altanerías, enderezar viejos y nuevos entuertos, saliendo al encuentro de Dios por los caminos que Dios frecuenta. No es una cansina repetición de cosas ya demasiado sabidas, tanto que en su inercia cíclica sólo pudiésemos experimentar la fatiga de un bostezo que llena el alma de aburrimiento. No, más bien es el estreno novedoso de una gracia que Dios nos regala este adviento que tiene la fecha de hoy y los años de la edad de cada cual.

Vamos encendiendo una tras otra las cuatro velas de la corona de adviento, ese precioso símbolo que nos viene desde Austria y que tanto nos ayuda a escenificar según nos acercamos a la Navidad que la luz de Dios está más cerca, es más grande y más intensa. Pero hoy la Iglesia quiere encender una luz especial. Y tiene que ver con este camino espiritual que estamos haciendo en este tiempo de adviento. Hoy la luz tiene nombre de mujer y su llama es llamada por un nombre sin igual: la Inmaculada.

No se trata de una piadosa distracción, ni de un divertimento devoto. Es proponernos una especial luminaria en el adviento de la historia, porque María supone siempre el candelero puro y bendito en donde la chispa creadora de Dios ha prendido propiciándonos su luz y su lumbre que virginalmente de ella nacieron en la carne del Hijo bienamado.

Tiene una raigambre especial en el pueblo cristiano la fiesta de la Inmaculada. Ha supuesto debates teológicos de envergadura, apuestas culturales y hasta defensas institucionales por parte de universidades, ayuntamientos, parlamentos, que hoy nos parecerían sencillamente inviables. Pero lo que está en juego dentro de esta festividad mariana es algo más que un quita y pon de un privilegio, o un capricho piadoso de devoción particular. Estamos nada menos que ante el camino, el método que Dios ha seguido para venir a salvarnos al género humano, preparando el terreno para que pudiera nacer como hombre la carne de su Hijo. Esto es lo que estamos celebrando.

En este caminar de espera y esperanza que hemos comenzado con el adviento cristiano, la liturgia nos sorprende con esta fiesta de la Virgen particularmente querida en nuestra tradición cristiana. Esta solemnidad nos es presentada como una dulce invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.

Que María haya sido preservada del pecado original y originante, significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y de belleza como leemos en el relato de la creación en el libro del Génesis, no fue del todo truncado ni fatalmente contradicho con la aparición del Tentador y sus mañas ante el cual sucumbirá Eva (1ª lectura. Gén 3,9-15.20).

Ha habido alguien, que por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal —menor o mayor—, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien —menor y mayor—. Nos reconocemos en esa elección que hizo para nosotros el Padre Dios antes de la creación del mundo, al elegirnos en la Persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor (2ª lectura. Ef 1,3-6.11-12). Lo que en nosotros ha sido y sigue siendo un anhelo y una llamada incesante que nos reclama a la conversión, en María ha sido una feliz realidad de la que nos viene a nosotros la posibilidad de ser redimidos.

Acabamos de escuchar en el Evangelio de esta fiesta (Lc 1,26-38) cómo los imposibles pueden hacerse posibles. No, no se trata de un juego de azar, de una adivinanza, o de una especie de sortilegio. Lo imposible es posible cuando no queremos ser como Dios: vieja y única tentación del hombre. Cada cual sabe cuáles son sus árboles de fruta prohibida con los que sustituir a Dios, o cuál su torre de babel con la que conquistarle, o ante qué becerros de oro de dioses que no lo son se postra.

¿Qué significa en este momento hablar de imposibilidades? La lista se haría tan enojosa como prolija de las muchas cosas que nos desafían imponiéndonos su rostro más severo en donde quedan acorraladas la esperanza y la dicha, esas que en otros momentos parecían claras y definitivas. Caducan las promesas que se levantan en falsas expectativas, se rompen los acuerdos que se firmaron con la seriedad de un pacto verdadero, y parece que todo salta por los aires cuando aún nos queda aire y algo por lo que saltar.

Todos tenemos un sinfín de imposibilidades, todos tenemos algo que no llegamos a controlar hasta el fondo, algo en lo que nos sabemos y somos en verdad pobres y pequeños. Podemos desesperarnos hasta la rebeldía, podemos resignarnos hasta la pasividad, pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda del todo y enseguida. Importa únicamente que yo me deje guiar por el Señor y que lo acepte.

La Palabra que se hará carne en su carne inmaculada encontró en María el espacio para venir a ser humanamente. En ella la Palabra se hizo voz, y este mensaje nos abrazó para sacarnos de la condena y exterminio que el pecado original y originante provocó. Esa misma Palabra quiere también encontrar nuestros labios, los que coinciden con nuestra biografía, para poder hablarnos y desde nosotros hablar. Mirando a la Inmaculada decimos nuestro sí, pidiendo como ella que se haga vida la eterna Palabra.

Es muy hermosa la reflexión de San Anselmo, un padre de la Iglesia, que hoy se nos propone en la liturgia de las Horas: «Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo de María; y de este modo rehizo todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada, una vez profanadas, no quiso rehacerlas sin María. Dios, por tanto, es padre de las cosas creadas y María es madre de las cosas recreadas. Dios es padre de toda la creación, María es madre de la universal restauración. Porque Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho, y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada en absoluto existiría, y María dio a luz a aquel sin el cual nada sería bueno. En verdad el Señor está contigo, ya que él ha hecho que toda la naturaleza estuviera en tan gran deuda contigo y con él».

Hermanos y hermanas la Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de la cosa pública, aunque haya violencia que no sepamos de verdad erradicar en las mil guerras y los mil terrores, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, aunque tengamos tantos “aunques” que nos delatan y entristecen, hay alguien que nos señala un camino diverso. Porque aunque todo eso se da en nosotros y entre nosotros, la Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que en María verdad y belleza se hizo, una historia que nos pertenece porque por ella la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos renunciar.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo