Querido Sr. Director del Instituto Superior de Estudios Teológicos, Sr. Director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Claustro de profesores. Señores rectores del Seminario Metropolitano y del Seminario Redemptoris Mater. Sacerdotes concelebrantes y diáconos. Miembros de la vida consagrada. Estimados seminaristas y alumnos. Hermanos todos en el Señor: Paz y Bien.
Llegando estas fechas, es como un rito que se repite cada año la apertura de curso. De modo imparable se suceden los años con sus claroscuros horizontes, con sus halagüeños derroteros o sus abismos insondables. No son pocas las novedades que cada curso nos trae, en lo que tiene de más luminoso que nos alumbra o en la penumbra que nos siembra. Así estamos, también este año, dando comienzo a este nuevo inicio, celebrando la Misa del Espíritu Santo con la que comenzamos el curso académico 2014-2015. Se trata de una antigua tradición cristiana por la que invocamos a quien da el don de la sabiduría para que nos conceda esta gracia al empezar la andadura de un nuevo año escolar. No es la resulta de una devoción piadosa sin más, sino que invocar el auxilio del Espíritu Santo que Jesús prometió enviarnos, es situarnos en nuestra condición mendicante más sincera y con una humildad real, no fingida. Pedimos con audacia creyente que el Espíritu Santo haga nueva nuestra mirada y nuestra entraña. Es ese viento que tiene la dulzura de la brisa sin devastar nuestra esperanza, esa llama que alumbra sin deslumbrar capaz de encender el fuego que cálido calienta sin destruir jamás. ¡Ven Espíritu de Dios, danos el don de la sabiduría, el temple de la prudencia, el acierto del buen consejo, y el gozo de la alegría!
Porque invocamos precisamente eso: la sabiduría, como hemos visto ensalzada en la primera lectura, que es el modo propio con el que Dios ve las cosas, las juzga, las acompaña, las corrige, las sostiene y las salva. Si representa la primera tentación del hombre al acercarse al árbol codiciado para alcanzar la sabiduría del mismo Dios (Gén 3,5), toda la Escritura santa irá desgranando el indómito deseo del Señor de poder abrir a su criatura humana a este don. La verdadera inteligencia (intus legere) consiste en ver las cosas con la mirada serena de la sabiduría de Dios: que no se queda en la apariencia, que incluye todos los factores, que pone una razón creyente y reclama una fe razonable a la hora de decir y hacer todas las cosas.
Esta sabiduría ensalzada por la luminosa literatura sapiencial de la Biblia, se hace don explícito cuando Jesús anuncia el envío del Paráclito: su función será la de enseñar y recordar (cf. Jn 14, 26). Porque hay cosas que no terminamos de entender y el Espíritu nos las enseña sin cesar. Y otras, que habiéndolas entendido, tan fácilmente las llegamos a olvidar. La sabiduría del Espíritu tiene esa doble función: enseñar y recordar.
Es lo que le pedimos para cuantos en un centro de estudios como el nuestro tomamos la ciencia sagrada en nuestras manos. Todas las preguntas del hombre que desde las vertientes filosóficas logramos vislumbrar y hacer nuestras, hallan sólo en la respuesta de Dios su más exhaustiva y respetuosa consideración. Y confluyen aquí como en una armoniosa e inevitable conjunción, tanto la pregunta que nuestro corazón exige, como la respuesta inmerecida que sólo de Dios se nos allega. Una Ratio que busca y una Fides que reconoce, es decir, lo que nos pone en el trance de ser mendigos y lo que desbordantemente nos enriquece.
En este sentido, seguirá iluminándonos en nuestro quehacer tan propio de una Academia teológica como nuestros centros diocesanos de Oviedo, el texto de la encíclica Fides et Ratio del recordado y querido san Juan Pablo II, que estuvo entre nosotros hace XXV años.
La relación entre la Fe y la Razón se presenta como una invitación a los teólogos para que conjuguen la actitud creyente de quien acepta una Palabra Revelada, y el rigor de pensamiento de quien se adentra en una razón teológica (Cf. Fides et Ratio, 86. 97). Pero no se trata aquí del equilibrio escolar de quien pretendiese conjugar asépticamente lo debido a Dios y lo debido al César en materia de fe y de razón. De hecho en la historia de la salvación no se ha dado esta especie de combinación neutra e independiente entre fe y razón como un ejercicio de malabarismo piadoso e intelectual, como una tolerancia recíproca para que puedan convivir pacíficamente los postulados de la fe y los de la razón sin que medie entre ambas una relación interna e indispensable. Ambos términos son dos dimensiones que surgen de la misma exigencia cognoscitiva de una razón que busca la Verdad y de una fe que acoge la gratuidad de la Revelación, lo cual es señalado en la Encíclica Fides et Ratio recordando el carácter de acontecimiento que reviste el encuentro histórico entre esa Verdad buscada por el hombre que coincide con la Verdad revelada por Dios.
Ciertamente, en la historia cristiana se ha dado un encuentro afectivo y efectivo entre la Verdad creíble y razonable que se ha revelado en Cristo, y el hombre que cree y razona de cada generación. El encuentro entre la pregunta razonable del hombre y la respuesta revelada de Dios, marca un estilo concreto de quehacer teológico. Emergen aquí los relatos vocacionales de encuentro que aparecen en el Evangelio, cuyo frontispicio está bien representado por aquellos dos primeros discípulos que buscaban y el Maestro que respondía invitándoles a ir con Él y a permanecer en su casa (Cf. Jn 1, 38-39).
Desde este camino testimonial ante la fe y la razón, se establece una posición que podríamos llamar la del discípulo que sigue al Maestro, con todas sus preguntas. Entendemos que aquí hay un apunte de método teológico, por cuanto la persona que hace teología queda dentro del proceso con todo su ser afectivo e intelectual. Un encuentro que se transforma en abrazo recíproco con quien se presenta como respuesta adecuada a todas las preguntas, respuesta que se cifra en el seguimiento discipular de quien se adhiere y permanece, no con una curiosidad retórica sino con una convivencia existencial (Cf. Fides et Ratio, 34).
Una fe que tiene razones y una razón abierta al Misterio. Esta es la unidad deseable también en la tarea teológica que trata de acercar la Respuesta revelada a tantas preguntas planteadas en los hombres y entre los hombres, desde la rica Tradición cristiana de una Verdad buscada, hallada, celebrada, anunciada y custodiada. Dentro de este estilo teológico podemos entrever lo que teólogos como Hans Urs von Balthasar reivindicaban como una teología-santa. Por eso al término de la Encíclica (Cf. Fides et Ratio, 105) el Papa cita uno de aquellos teólogos-santos, San Buenaventura, como maestro del pensamiento y de la espiritualidad, es decir de la Ratio y de la Fides, haciendo del quehacer teológico un Itinerarium mentis in Deum: «no es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios» (San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum. Prologus, 4, en Opera omnia. t. V (Florencia 1981) 296).
Entendemos que el estilo teológico apuntado en la Encíclica propone esta unidad entre el objeto creído y pensado y el sujeto que cree y piensa. Esta unidad nace y madura en el encuentro histórico con Jesucristo, como acontecimiento salvador en el hoy de la Iglesia. Sí, en el hoy de la Iglesia como referencia indispensable de un lugar en donde se verifica (verum facere) la correspondencia entre mi pregunta y la respuesta del Señor. Fuera de ese recinto donde la fe y la razón se acogen, se celebran, se profundizan, se anuncian y se defienden, estaremos al albur de cualquier ideología que pretenda arrinconarnos en su disidencia fideísta o racionalista.
No estudiamos, pues, la teología de una manera confusa, irresponsable o caprichosa. Porque queremos acercarnos a las preguntas del hombre de hoy, esas que nos constituyen, para ponernos a la búsqueda y acogida de la respuesta de Dios que Él vuelve a susurrarnos con fecha y circunstancia en nuestra encrucijada humana y cultural. La reflexión creyente que de ahí se deriva se sabe hija de la Iglesia, porque es la Iglesia la que ha ido y sigue enhebrando ese hilo que nos teje a un tiempo como mendigos pródigos y como hijos abrazados por Dios. Es la Iglesia la que nos educa paciente en la pregunta y la que nos abre gratuita la respuesta. Sin la madre Iglesia nuestra pregunta puede acabar siendo sólo retórica aburrida, y la respuesta una pretensión ideológica indebida.
Para que hoy una llamada al sacerdocio o al estado religioso, o dentro de un compromiso laico eclesial, pueda sostenerse fielmente durante toda la vida, hace falta una formación que integre fe y razón, corazón y mente, vida y pensamiento. Una vida en el seguimiento de Cristo necesita la integración de toda la personalidad. Donde se descuida la dimensión intelectual, nace muy fácilmente una forma de infatuación piadosa que vive casi exclusivamente de emociones y de estados de ánimo que no pueden sostenerse durante toda la vida. Y donde se descuida la dimensión espiritual, se crea un racionalismo enrarecido que, a causa de su frialdad y de su desapego, ya no puede desembocar en una entrega entusiasta de sí mismo a Dios.
Ven Espíritu Santo y danos en el pentecostés de la Iglesia tu incesante sabiduría, esa que nos permite salir a la plaza pública de la historia para narrar la maravillas de Dios en todas las lenguas que mascullan quienes vienen de tantas procedencias. Que sepamos acoger tu llegada continua y que nos descubras con María, con Pedro y los demás apóstoles en oración, dentro del cenáculo de la Iglesia santa. Que sepamos amar las preguntas de los hombres y dar el testimonio de cómo las abraza Dios. A esto somos enviados, cada cual con su vocación, como nos ha recordado el Evangelio, para ser testigos vivos de una Buena Noticia.
El Señor os bendiga. Que nuestra Madre la Santina os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo