Estamos celebrando un recordatorio particularmente querido en nuestra diócesis: los XXV años de la canonización de un cristiano de esta tierra, fraile dominico, obispo en el extremo oriente y mártir de Cristo, el primer mártir asturiano. No se trata de una efeméride sin más llegando la consabida fecha redonda de una bodas de plata al uso, sino más bien se trata de un amable pretexto para poder volver a dar gracias, mirando a alguien que la Iglesia nos pone delante con toda su carga de ejemplo y con toda su gracia intercesora.
Los santos no son jamás distracción o desplazamiento de lo único importante que es Cristo y su Evangelio. Los santos son una preciosa verificación por la que ese Evangelio se vuelve a escuchar de nuevo en una biografía humana, y la belleza del Señor la vemos brillar en el gesto supremo de dar la vida perdonando por amor a Jesucristo. El santo siempre será, sea cual sea el título y la modalidad de su santidad personal, un eco de esa Palabra más grande que es la que pronuncian los labios de Dios, y será un reflejo de esa Presencia amable que coincide con la belleza propia de nuestro Creador.
Los santos han escrito una página preciosa que viene siempre a recordarnos el dulce deber de ser evangelizadores en cada época y en cada situación. Ellos lo han hecho en su tiempo y tantas veces de modo heroico y hasta martirial, como fue el caso de San Melchor de Quirós. En ellos aprendemos la audacia, el ardor, la creatividad para poder nosotros seguir la misma misión evangelizadora en el momento en el que nos toca vivir y anunciar a Jesucristo.
Cuando subimos a la patria chica asturiana de nuestro protomártir Fray Melchor, nos asomamos con asombro admirado ante tanta belleza natural de nuestra tierra noble y profunda. Los valles del concejo de Quirós tienen mil recovecos en sus caminos. En esos andurriales se las tuvo que ver Melchor cuando iba y venía desde Cortes, su terruño natal, hasta Oviedo. Aplicado y diligente, hizo estudios universitarios y andaba entre filosofías y teologías para ser ordenado sacerdote diocesano. Pero Dios tenía para él otra historia que ofrecerle, y que cuidadosamente preparó.
En primer lugar su ingreso en la Orden de Predicadores, los dominicos, que le llevarán en aquellos años convulsos hasta el gran convento de Ocaña (Toledo) para realizar su formación como fraile. Allí surgirá su vocación misionera.
Embarcado para el lejano Oriente podría haber prosperado como brillante profesor en la prestigiosa universidad que fundaron los dominicos en Manila: Santo Tomás. Pero no dejó de manifestar su deseo de ser misionero, para anunciar con ligero equipaje, palabra sencilla y entrega de veras, el evangelio de Jesucristo a aquellas gentes.
Fue hecho obispo a los 34 años. Y tres años después sería martirizado. Su mayor gesta misionera consistió en el amor al Señor saliendo al encuentro de los demás. Y si nadie tiene más amor que el que da su vida por los hermanos, como dijo Jesús, ahí tenemos a Fray Melchor haciendo precisamente esto mismo.
Es precisamente un perfil evangelizador el que tuvo nuestro santo, que bien puede delinearnos la manera propia de los cristianos a la hora de anunciar el Evangelio en cada tiempo y en todo lugar. Porque tanto Fray Melchor como el resto de aquellos 117 mártires que fueron martirizados en Vietnam, tuvieron la lealtad de dialogar con una cultura, unas costumbres típicamente orientales que jamás ridiculizaron sino que ensalzando su sabiduría y acogiendo tantos valores supieron insertar allí la novedad de la Buena Noticia cristiana. En segundo lugar, lo hicieron dentro de una fidelidad a la propia tradición eclesial, sin traicionar su fe en Jesucristo ni su pertenencia a la Iglesia del Señor. Y en tercer lugar, tuvieron la fortaleza de no claudicar en su gesta misionera en tiempos de inclemencia que acabaron siendo de cruel hostilidad. Fieles a Cristo y a su Evangelio, respetuosos con aquellos a los que evangelizaban, y fuertes y fieles hasta el final. Estos son los rasgos de Fray Melchor y sus compañeros mártires, donde se dibujan los perfiles para quienes en otro tiempo, en otros lugares, tal que los de nuestro siglo actual, debemos seguir comunicando la Buena Noticia que el Señor puso también en nuestros labios, en nuestras manos, como vemos que hizo con los santos de cada generación.
Un santo mártir asturiano, el primero de esta tierra canonizado. Nos admira su testimonio y nos sostiene su intercesión. Recordamos los 25 años de su canonización cuando junto a esos 117 mártires compañeros, Juan Pablo II elevándolos a los altares los proponía como ejemplo. Aquí seguimos nosotros en estos senderos por los que él caminó queriendo ser testigos de la fe y del amor que llenaron su joven corazón como ejemplo de la esperanza cristiana.
El Evangelio de hoy nos acerca precisamente a un diálogo entre Jesús y sus discípulos que se entronca con esta memoria agradecida que estamos haciendo de Fray Melchor, nuestro santo mártir asturiano. En el Evangelio de este domingo se nos habla de una especie de encuesta que Jesús hizo a los discípulos: quién dice la gente que soy yo. Es un sorprendente escrutinio por el que Jesús les puso a prueba. El Señor, tras las últimas correrías apostólicas con los suyos, se retira como tantas veces a un lugar apartado para orar con ellos. Verdadero ejemplo para todo discípulo, sea cual sea nuestra vocación cristiana: acción y contemplación, hablar a los hombres sobre Dios y a Dios sobre los hombres. Jesús entonces les hace la gran pregunta: “¿quién dice la gente que soy yo?”.
Suponemos el asombro escurridizo o acaso la pasión en responder entre aquellos hombres que convivían con el Maestro. Los discípulos fueron contestando como pudieron a ese muestreo improvisado: unos dicen que eres el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. Entonces Jesús les hizo la pregunta verdaderamente crucial: y vosotros, quién decís que soy yo… tú, concretamente tú, ¿quién dices que soy yo?
Esta es la gran pregunta que alguna vez en la vida, un verdadero cristiano debe saber contestar. Porque el riesgo consiste en tener ideas sobre Cristo, en conocer de Él lo que dicen las encuestas, o los medios de comunicación, o cualquier poder dominante. Y entonces, nos hacemos repetidores de una idea sobre Jesús completamente prestada, del todo ajena a los centros de nuestra vida: el amor amable, el dolor doliente, el recuerdo presente, el camino cotidiano, la muerte hermana, la espera cierta. Porque decir con mi vida y desde mi vida quién es Jesús para mí, supone decirlo desde todas estas realidades, con todas estas situaciones que son las que construyen y edifican mi existencia.
La mejor respuesta a la pregunta de Jesús, es la que se dice y se narra siguiéndole cada día, perdiendo la vida por Él y por los hermanos. Es una pregunta que no podemos zanjar desde respuestas en préstamo. Habrá quien responda desde el arte, o desde la literatura, desde la historia de las religiones, pero sólo podrá decir quién es en verdad Jesús aquél que se haya encontrado con Él, como sucedió con los discípulos, como ha ocurrido con los santos, como vemos que de modo admirable se muestra en San Melchor de Quirós. Es un tú real que irrumpe en la vida, la abraza como nadie y para siempre, la transforma misericordiosamente, la llena de gracia y ternura, de sentido y significado. Sólo quien se haya encontrado con Jesús puede hablar con verdad y con amor de Él. Y sólo alguien así puede dar testimonio creíble del Resucitado.
San Melchor de Quirós. Gracias por tu ejemplo cristiano, por tu testimonio misionero y por la ayuda cotidiana de tu intercesión.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo