Homilía Vigilia pascual 2025           

Publicado el 20/04/2025
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Todos quedamos prendidos de una cruz que tenía crucificado. El Señor Jesús que pasó haciendo el bien, bendiciendo niños, regalando vino en bodas amorosas, curando tantas enfermedades, purificando muchos pecados y dando la vida cotidianamente por aquellos que el Padre le confió en su misión redentora. Le vimos agonizar, balbucir sus últimas siete palabras inolvidables y al final, inclinando la cabeza, entregó su vida toda.

Le acompañamos hasta el huerto de la Calavera y vimos cómo era allí depuesto envolviendo el cuerpo con el lienzo y el sudario en la cabeza. Quedó sellado aquel sepulcro con la tristeza más inmensa de ver que tan precipitadamente terminaba a los ojos humanos aquella Buena Nueva. La dispersión estaba cantada, y la soledad más aislada hizo de compañía al silencio inmenso sin palabras. ¿Cómo se marcharon cada cual al cubículo de sus lágrimas? ¿Qué cosas se dirían callando con la congoja impronunciable que les ahogaba el alma? No es fácil imaginar aquel escenario tan bronco y cenizo del primer Viernes Santo de la historia.

Pero el día siguiente no fue mejor. Sábado sagrado para los judíos con su fiesta de guardar, donde los cristianos fugitivos, escondidos, llorosos y apabullados no tenían nada que celebrar. Un sábado extraño, de silencio y soledad. Quizás cerca de María todos se refugiaron para intentar obtener algún resquicio de respuesta ante tantas preguntas desabrochadas sin posibilidad de salida. La Palabra que se hizo carne quedó de pronto enmudecida. Estaba lejos aquel “hágase” con el que María dio su permiso para que entrara en la historia la iniciativa divina de venir a salvarnos humanamente. Así hemos estado todo este sábado santo junto a la Señora, intentando desentrañar el misterio del silencio más tupido, el más acallado y enmudecido. Ayer la tierra quedó en tinieblas, a las tres de la tarde de la hora de nona. Unas tinieblas mortalmente mudas. Como un sepulcro en el que habita el fracaso, la rendición, la derrota sin coartadas. Pero hay un silencio diverso que no es mutismo sin más, sino que paradójicamente se torna elocuencia discreta y reservada. Es el silencio que, caballeroso, deja espacio a la palabra amada. Y sólo en ese silencio que por amores calla, puede escucharse una palabra que no sea hablar del tiempo cuando ya no hay tiempo tras la muerte certificada. El sábado santo es día de silencio mirando a María Desolada. En su mirada no hay desgarro, en sus pálpitos no laten taquicardias desbocadas, en su semblante destaca el señorío de una dignidad serena y callada. No es el silencio de quien no dice nada, sino el silencio desbordado por las palabras que en el corazón se guardan. Que así fue desde el principio en la historia cristiana de María: hágase en mí tu palabra, le dijo al ángel. El hágase con el que Dios mismo dijo todas las cosas creadas en aquella primera mañana.

Silencio que guarda en el corazón agradecido lo que se entiende y lo que nos pasma, silencio que guarda memoria viva de tantas palabras dadas, silencio que espera el cumplimiento de la vida nueva en la alborada. De todos estos silencios, llenó María la esperanza cierta de que, tras el penúltimo vocerío de la muerte, vendría el susurro último de la vida en la mañana. Los discípulos huyeron, se dispersaron, irían al rincón de su escondrijo para ver quién decía algo en medio del dolor espantado y fugitivo. María nos acompaña en medio del silencio asustado que nos envuelve, y con ella creemos que Dios pronunciará una palabra creadora sembrando en el surco de la muerte la semilla de la vida que no acaba.

Pero ocurrió lo que no estaba escrito y que dejó al pairo toda la trama. Las penúltimas palabras nos dejaron en el vilo de un hilo que asusta y acobarda. Más sucedió lo que nadie podría haber imaginado. Como esta noche nos ha vuelto a suceder a nosotros cuando adentrados en la noche mojada, ha ido haciéndose hueco un atisbo de alborada. Era pesada la piedra que sellaba la muerte como una losa inamovible que aplastaba toda esperanza. Pero esa rueda rodó grácil ante la orden de dejar paso a la vida que llegaba tras tanta vía dolorosa, tras las siete palabras piadosas, tras el estertor de una lanzada que ponía rúbrica a la agonía del mismo Dios humanado que así se nos entregaba.

Es hermosa la liturgia bella de la noche de pascua. La penumbra con la que hemos procesionado nuestra oscuridad concreta, ha ido dejando paso a la luz fraterna que se ha hecho paso en medio de nuestra negrura espesa. Poco a poco, el cirio que protagoniza esta noche la andadura de nuestra humanidad ha dejado su poso de claridad discreta. No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Como dice Charles Péguy, Cristo no luchó contra la tiniebla, sino que se puso en medio de ella para ser la Luz, sencillamente. Así, nosotros hemos puesto esta noche en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos da calor y luminaria. Lentamente la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color. En el alba cercana de la pascua bendita hemos encendido los cristianos el cirio de la luz amanecida.

Precioso el canto del “exultet” mirando al cirio de la pascua. Las abejas nos han libado la cera de la victoria que esta noche luce en las tinieblas. Le pondremos el incienso como homenaje sagrado que reconoce tamaño regalo que este cirio representa. Y dejamos que se adentre en todos los pliegues de nuestras penumbras borrosas que nos hurtan la belleza. Por eso alumbra cada paso, cada recuerdo de los ayeres pasados, cada sueño de los mañanas inciertos, cada momento presente que en nuestras manos anida y se adormenta. Una llama de amor viva, una lumbre que caldea, una luz que nos guía y acompaña en las intrincadas veredas.

El agua nos purifica lavándonos manchas y suturando las heridas. La vamos a rociar sobre nuestras cabezas los bautizados como la derramaremos gozosos sobre los catecúmenos que podremos bautizar con tanta alegría. Que sea un torrente de amable dicha con el que Dios mismo viene a nuestro encuentro para poner fin a la sequedad marchita de una vida que no fructifica con los frutos que llenan de bondad y belleza nuestros días en la trama que a diario escribe nuestra biografía.

Así hemos entonado nuestro aleluya pascual que nos acompañará durante todo este tiempo que se inaugura. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección gloriosa su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba, cuando el amor vino a nuestro encuentro para abrazarnos. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos regala su entraña. Por eso cantamos un canto de victoria al alba de nuestra mejor albricias. Serán ocho días para una octava de gratitud interrumpida, y el tiempo de pascua que inaugura cincuenta jornadas que nos adiestran para la alegría que no acaba como un canto inacabado que se deja completar en el pentagrama de nuestra edad y en el relato de nuestros días, cuando dejamos que el buen Dios cuente con nosotros su eterna Buena Noticia.

¡Qué noche tan bendita que nos permite reestrenar la alegría verdadera que no es fruto de nuestra pretensión ni de nuestras torpes conquistas! Feliz Pascua bendita, queridos amigos y hermanos, feliz Pascua florida.

 

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

S.I.C.B.M. El Salvador

Oviedo, 19 abril de 2025