Homilía en el Viernes Santo

Publicado el 06/04/2012
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Homilía en el Viernes Santo


Catedral, 6 de abril de 2012

 

Estamos en el corazón de estos días santos. Hoy propiamente no celebramos la Eucaristía: el único día del año en el que no hay misa. Hacemos un oficio litúrgico que lleva por título la Pasión del Señor. Porque fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús con su entrega que nos salvó. Acabamos de escuchar la Pasión del Señor. Hay que escucharla poniendo de rodillas nuestro corazón, porque en ese relato estabas tú y estaba yo. Allí se habla de cada uno de nosotros. Deberíamos reconocernos en qué personaje hoy se encuentra  mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo en mi circunstancia, en mi momento y con mi edad.

 

Desde el domingo había un ambiente raro en Jerusalén. Eran las fiestas de la Pascua judía. También Jesús acudió, y hasta entró triunfalmente en la ciudad santa, triunfalmente sabiendo lo que dentro de unos días se le venía. Lo recordamos el Domingo de Ramos con nuestras palmas en las manos, viendo cómo Jesús entraba con los suyos en Jerusalén, reflejo del continuo adentrarse en nuestras vidas.

 

La conspiración fue subiendo de todo. El hartazgo de los unos y de los otros, había llegado a una intolerancia de libro y sin más prórrogas decidieron matar a Jesús. Bastaba la ocasión, algún traidor, y fijar el momento con toda la negra nocturnidad y la más infame alevosía.

 

Ayer, Jueves Santo, vimos a Cristo cenando por última vez con sus discípulos. Aquella Cena fue lo que fue, como ayer recordábamos. Pero terminó con un exabrupto extraño: el que moja el pan en tu mismo plato, al que invitas a no demorar el trato de su más cobarde maltrato, es quien horas después dejará de ser discípulo para siempre. Se fue a buscar a sus compradores que malpagaron con treinta monedas lo que no tenía precio. Lo que compraron era infinito: Jesús el Nazareno. Vinieron con palos, con espadas y soldadesca, y a la luz de unas antorchas que por momentos hacían de focos para poder ver la firma del vendedor: un beso fue la rúbrica, un beso que jamás significó menos amor en su cínica mentira. Sabemos que Judas acabó mal: sin su pobre botín, sin su querido amigo y Maestro, sin perdonarse a sí mismo su vida.

 

Y allí inició la madrugá de aquel primer Viernes Santo de la historia. De un sitio a otro, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato al populacho, y del populacho a la vía Dolorosa. El amor aquella noche se oscurecía con luz propia. Todos salieron asustados, aunque sólo Judas se desesperó. Todos, que sepamos. A dónde fueron, que comentaron, en dónde se escondieron… sólo lo sabe Dios. Noticia sólo tenemos de Pedro, que queriendo no dejar a quien se le escapaba quiso seguirle como quien más. Pero era difícil aquella noche de Viernes Santo estar en misa y repicando: querer, quería ir con su Maestro cortando orejas y lo que hiciera falta, como hizo con Malco en el huerto; pero temer, temía más como para arriesgar demasiado. No podía llegar más con su amor por Jesús, cuando el miedo le frenaba llegando a menos. Y adoptó esa actitud intermedia, sopesada, buenista, mediocremente comedida y aseada. En un patio cualquier, en torno a una fogata común, Pedro tiritaba confuso diciendo con su corazón el “sí, te quiero” a su Maestro, y con sus labios repitiendo que “no”. Y negó lo que menos podía negar: que no le conocía. El gallo trinó, y Pedro negó las tres veces. Y tropezó aquel Pedro el la piedra de su propio escándalo. Por eso rompió a llorar, como se le había anunciado.

 

Conocemos el desenlace posterior. Había que pintar de sangre y duelo pre-martirial a quien luego crucificarían. No sirvió la pena provocada en una masa títere llena de ira. Más lastimero era el espectáculo de un Jesús azotado, expoliado, coronado de espinas, y más ellos se envalentonaban pidiendo desaforados la crucifixión sin medida. Lavándose las manos Pilatos, perdió en ese gesto la poca inocencia que le quedaba, y quedó manchado para siempre de complicidad y cobardía. De nada le sirvió la pregunta retórica, para nada convencida, sobre qué era la verdad. ¿Qué le importaba a él la verdad si sus pretensiones de poder, su corrupción moral, su frivolidad manifiesta le hacía vivir en la más burda mentira?

Aquel Viernes Santo, el amor más increíble, el más inmerecido, el menos comprendido, estaba domiciliado en la Calle de la Amargura. La vía Dolorosa no dejo de ser lo que era: un zoco comercial de intereses, de chismes, de fanfarrias y mercaderías. Y nadie dejó de hacer lo que hacía, al ver pasar a otro malhechor más, se decían. Ellos a lo suyo, mientras Dios en trance de pasión pasaba en medio de ellos.

 

Mujeres que se apiadan y rompen en llanto. Niños que eran apartados para no ver semejante espectáculo. Curiosos que no tenían más interés que una mirada lasciva, o burlesca, o rencorosa y resentida. Otros quedarían confusos al ver revestido de tanto mal a quien tanto bien dejó a su paso en sus vidas. Y aquel forastero Simón, oriundo de Cirene que volvía de trabajar, se encontró de pronto con una gracia inmensa y del todo inmerecida: ser samaritano bueno ante un Dios maltratado, robado y herido. Su ayuda fue sencilla: aceptar la imposición de tomar aquella cruz un rato para alivio de Jesús que no se mantenía en pie tras varias caídas. El cirineo tomó sobre sus hombros una cruz que a Jesús no le pertenecía, pues era más suya que del subía por la Calle de la Amargura hasta el Calvario.

 

Allí Dimas, buen ladrón, hizo su robo mejor, el más honrado, el que le salvó. Nada menos que le robó al Hijo de Dios una salvación cuando ya nada podía hacer. Toda una vida malgastada y podrida, que en ese instante vuelve a nacer. El robo lo hizo como buen ladrón, rezando conmovido ante Jesús crucificado: Dios mismo en su mismo suplicio, no por delincuente sino por amor. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Y Jesús en aquel trance se lo aseguró. Es la primera canonización cristiana.

 

María y Juan al pie de aquella cruz, con lo mejor de una humanidad no rendida, que creyeron en lo que el Señor les dijo y les decía, en cuanto les fue dando y en lo que entregaba de modo extremo en aquel mediodía. La Madre y el discípulo hecho hijo. Allí María engendró a todos los hermanos de Jesús, al pie de aquella cruz, a la sombra de una muerte que nos trajo tanta vida.

 

¿Quién soy yo en este drama? ¿Qué nombre tienen mis actitudes con las que yo mismo estaba allí en aquel interminable primer Viernes Santo? El relato, leído de rodillas y con el corazón abierto a la luz que me indique la verdad y las mentiras, es todo un libreto de mi biografía. Algo de todos ellos tengo yo. Basta ponerme bajo esa mirada con la que Jesús Nazareno me mira en la Calle de mi Amargura. Las acciones, las omisiones, los pensamientos, las palabras… ¡cuántas cosas me disfrazan de aquellos personajes de la vía Dolorosa que vieron a Cristo pasar!

 

Dentro de unos instantes adoraremos la cruz del Señor, y con veneración miraremos nuestra reliquia excepcional del Santo Sudario, testigo de lino que guarda la mirada de los ojos cerrados del Señor. Aquellos ojos se abrieron resucitados, pero por mi amor se cerraron muertos, y es lo que en esta tarde mirando ese lienzo no debemos olvidar. Como tampoco olvidamos a quienes prolongan con sus sufrimientos, con sus desgracias, con sus desamparos y desesperanzas, la Pasión de Jesucristo. Hoy los crucificados por el paro y el desempleo, por la violencia de todo tipo, las guerras y el terrorismo, por el engaño y la corrupción, por la indiferencia de los poderosos, deben reconocerse junto a Cristo crucificado que en ellos vuelve a sufrir la Pasión.

 

Oraremos por toda la Iglesia, por toda la Humanidad. Y tendremos un recuerdo especial por nuestros hermanos en Tierra Santa, esa tierra pisada por Jesús, contemplada por Él, y regada con su propia Sangre. No dejemos de apoyar con nuestra oración y con nuestra limosna en este día, el mantenimiento de los lugares santos, donde se acogen a los peregrinos y en donde se realizan obras sociales, educativas y sanitarias a favor de los que allí siguen sufriendo. Sed generosos.

 

Es Viernes Santo. El Señor os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo