Es una celebración especial la que tiene lugar cada Viernes Santo. Hemos entrado sin canto, a hurtadillas, como si viniésemos de una derrota humillante y quisiéramos pasar desapercibidos y de puntillas. Está desnudo el altar, sin adornos con un halo de sobriedad que casi perturba. No hay flores que lo dulcifiquen con sus colores y aromas, ni cirios que tenuemente lo alumbren. En la Catedral, el obispo entra sin báculo y sin anillo. Todo es tan parco que parece un velatorio donde se va a lo esencial sin filigranas ni soportes. Y a pesar de celebrar hoy las exequias más importantes y solemnes de la historia, tampoco tañen las campanas para no perturbar la zozobra ni distraer la remembranza. Propiamente hablando, el Viernes Santo es el único día del año en el que no se celebra misa. Se torna oscura la jornada con un sol eclipsado desde la hora de nona. Los oficios litúrgicos llevan por título la Pasión del Señor: esta es hoy la celebración. Fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús con su entrega que nos salvó como finiquito postrero. La Pasión de Jesús hemos de escucharla arrodillando el corazón, porque en ese relato se habla de cada uno de nosotros, pues detrás de esa trama también estaba yo. Deberíamos reconocernos en qué personaje hoy se encuentra mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo en mi circunstancia y con mi edad. Es el libreto de mi personal biografía sea yo quien sea, esté donde esté y haga lo que haga.
Fue larga aquella noche. Tras la cena postrera con sus discípulos amigos, se fue revolviendo el ánima de Jesús cuando cruzando el torrente Cedrón llegaron al Huerto de los Olivos. Extraña almazara donde se iba a prensar una vida inocente que sólo supo y sólo pudo amar, incluso a sus enemigos más crueles e intransigentes. En aquel huerto no hubo cirios que ardiesen piadosos, ni incienso que se elevara en plegaria, sólo la angustia creciente de quien ve venir imparable el desenlace de un drama imperado por los pecados prestados por los que redentoramente daría la vida.
Se notaba antes ya un aire de digna tristeza en las amorosas palabras que dirigió a sus discípulos durante aquella cena postrera. Decía palabras verdaderas el Maestro, llenas de la bondad que las hacía como siempre también bellas. Pero su recuento memorial tenía ese rictus inevitable de humana tristeza. Allí estaba Judas con su bolsa y con sus cuentas, con la torva mirada que delataba su inconfesable trastienda. Fueron inútiles los guiños que Jesús le hizo, incluso durante aquella cena. Todo estaba decidido. Y salió del Cenáculo de aquella manera, como con prisa para que todo acabara, como arrepentido de una ya imparable faena. Fue al encuentro de sus contactos, cómplices sicarios de una terrible artimaña que tenía tasado el precio en aquellos treinta siclos de plata buena.
Mientras esto sucedía, Jesús sudaba por todos los poros de su piel aquella sangre redentora que horas antes brindaba en el cáliz con el vino transformado, junto al pan bendito del sacramento que nos dejó como alimento y viático para las hambres de la vida. Él así balbucía sus penúltimas palabras en su oración con el Padre. Y los tres discípulos más cercanos, tronchados de cansancio y de turbación, quedaron rendidos en el inhibido sopor que los enajenaba.
¡Cómo cuesta intuir a Dios, cómo es duro secundar su voluntad, cuando las trazas no coinciden con nuestros planes y todo se desbarata! Pero así tiene el Señor su extraña manera de curarnos, con sus propias heridas, paradójicamente. No habrá manera de sortear el impago pendiente cuando la factura debida para darnos la vida tenía como concepto precisamente la muerte. El trago no le fue ahorrado. Y por eso la mística franciscana Santa Angela de Foligno dirá conmovida a considerar la pasión de Jesús: “Tú, Dios mío, no me has amado de broma”. O como anotaba Blaise Pascal en sus célebres Pensamientos: “aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti”.
La lectura de la Pasión según san Juan que leemos cada Viernes Santo, es un itinerario de amor abismal. No cabe mayor estupor ante tamaño intercambio: la entrega del inocente para rescatar al culpable, el tres veces santo en trueque con el pecador infinitas veces indomado. ¡Qué compraventa desproporcionada en aquella inmensa transacción: la vida de Jesús el Hijo Bienamado por mi pequeña vida llena de pecado! Pero es un relato que no llega jamás a desmano. No es filmación dolorosa de una historia que resulta tan conocida como ajena. Es algo tan próximo a mis años, a mis días y a mis horas, que realmente me pertenece aquel reparto de papeles y personajes por los que Jesús en medio de todos ellos se cruza tantas veces con mi mirada, con mis acciones y omisiones, con mis pensamientos y palabras. Yo estaba allí.
Es labor piadosa descubrirme en cada lance: en algún momento escurridizo como los discípulos escondidos en el rincón de sus miedos y tristezas; acaso no han faltado tampoco los instantes sórdidos en los que resentido por las cosas, por mis frustraciones y falta de expectativa a mis intereses torpes y calculados, me ponía de lado con indiferencia despechada viendo pasar al Maestro junto a mí: ahí están mis reacciones airadas ante tantos, o las inhibiciones perezosas de quien se acomoda, o la indolencia de quien se enroca en sí mismo y decide no participar, no colaborar, viviendo apenado en su propio nido sin esperanza. También me puede suceder que rompa a llorar como aquellas mujeres piadosas con mi llanto solidario ante el devenir de Jesús en un atisbo de comprensión religiosa o en un gesto de cercanía hacia los hermanos más apaleados. Quedarían dos discípulos de desigual factura en cuyo espejo mirarme en esta tarde de Viernes Santo.
El primero, el mismo Judas. Desde la Cena Última de horas antes, estaba en el punto de mira de Jesús lanzándole palabras y gestos por si al final se ablandaba su locura, hasta que abrupta y casi violentamente con prisa Judas salió del Cenáculo. En el discurso de la última cena había cobrado un cierto protagonismo la figura del Iscariote. Todo un misterio de libertad. ¿Se equivocó Jesús al llamar a este discípulo? No, se equivocó Judas al responder a su Maestro. Judas tuvo su pretensión incumplida por Jesús. No estaban en la misma onda en ningún momento. Tampoco nosotros lo estamos en demasiadas ocasiones, pero al final Dios nos toca el corazón, ilumina nuestras penumbras y de nuevo encontramos la puerta de salida en los callejones cerrados que nos secuestran a diario. Tenemos esa encrucijada siempre ante nuestra libertad, cuando malgastamos el tiempo enfrascándonos en la banalidad, cuando perdemos el horizonte extraviándonos en la frivolidad, cuando desaprovechamos la gracia dilapidando la llamada de Dios que nos invita a seguir a Jesús cada mañana en esa vocación que cada uno hemos recibido como cristianos. Judas no estaba en aquel proceso tramposo que sufrió Jesús entre Getsemaní, Anás y Caifás. Tampoco merodeó la vía Dolorosa en el primer Vía Crucis, ni estuvo al pie de la Cruz en el Calvario. Judas fue el gran ausente, cuando tiró por la borda absurdamente tanto cuanto se le había dado, para acabar como badajo sin campana colgado de un árbol.
El segundo discípulo será Pedro. Conocemos su fogosidad y cómo fue correspondiendo a su ritmo y manera a la pedagogía de Jesús para con él. No lo tuvo fácil el Maestro, pero encontró ese mínimo de docilidad en el viejo pescador, que le permitió acompañarle con frutos venideros. Se había hecho mil cábalas en aquellos tres años de compañía del Señor. No siempre entendió, y a veces confundido intentó enmendar la plana al mismo Cristo. En la Última Cena anduvo inquieto, sabedor de que alguien tramaba cosas feas, e inquirió la complicidad de Juan para ver si sacaban algo en limpio en la cercanía del Maestro. Pero luego junto a sus dos compañeros de intimidades, Santiago y Juan, se quedó dormido también él como ellos dos en el Huerto.
Pedro intentó averiguar algo tras desperezarse con el tumulto de la soldadesca que traía Judas encabezando la pancarta. Cuando se llevaron a empujones a Jesús, Pedro con su espada envainada se aventuró en el penúltimo seguimiento del Maestro llegando con Juan hasta la puerta de la casa de Anás, el suegro de Caifás. Pero en ese aledaño, junto al fuego común de un patio cualquiera, será descubierto por la portera. Pedro porfió diciendo con los labios lo que en su corazón desmentía. Pero cantó el gallo tres veces y tres veces Pedro negó a su Maestro. Era la traición de Pedro, tan distinta de la de Judas, que le sirvió como preámbulo de su más sincera confesión cuando se encuentre cara a cara con Jesús resucitado en Tiberíades, a la orilla del mar. Entre Judas y Pedro, nosotros nos reconocemos en el pescador con todo el cúmulo de torpezas, contradicciones, lentitudes y pecados. Y no será la soga de la horca sino el abrazo del perdón misericordioso lo que pone letra al canto de nuestra esperanza.
Así llegó Jesús al Calvario donde será crucificado junto a un ladrón llamado Gestas parecido a Judas y otro ladrón llamado Dimas que se asemejaba a Pedro. En el trono de la cruz, el Rey de los Judíos pronunciará sus últimas siete palabras, verdadero relato para una nueva creación de siete días que no acaban ya en la eternidad donde la muerte fue vencida para siempre. Desde el “Padre, perdónalos” hasta el “Padre, me pongo en tus manos”, Jesús hará nuevamente la síntesis de esos dos amores tan distintos y tan inseparables: el amor al Padre y el amor a los hermanos.
Al entregar su vida del todo, Jesús expiró inclinando la cabeza. Aquella hora de nona parecía el punto final y el triunfo infinito del mal, como si Dios hubiera sido derrotado por Satanás. La comitiva de aquel entierro fue descomunal, llevaban a enterrar al autor de la vida como en la comedia bufa más obscena y contradictoria. Así lo recreó nada menos que Friedich Nietzsche, que hará una patética parodia sobre la agonía de Dios, y a pesar de llevar el «viático»—dice él socarronamente— a este singular «moribundo», Dios acabará muriendo. Ello servirá para que el P. Henri de Lubac apostille: «cualesquiera que sean los antecedentes, el sentido que Nietzsche da a esta expresión, “la muerte de Dios”, es nuevo. No es, en su boca, una simple consigna. Ni mucho menos una lamentación o sarcasmo, sino que traduce una opción… Es un acto tan puro, tan brutal, como lo es el de un asesino. La muerte de Dios no es solamente para Nietzsche un acto terrible, sino que es algo por él querido. “Si Dios ha muerto, añade, es que lo hemos matado nosotros. Nosotros somos los asesinos de Dios”». Así habló Nietzsche. Brutal.
Pero resulta que, al enterrarlo en el huerto junto al Calvario, por mediación de José de Arimatea, nos encontramos con un juego de jardines: el del Edén, el de Getsemaní y el del Gólgota. Tres huertos para una historia creada y recreada con un iter que explica el trasiego de la gracia que nos salva: desde la bondad y belleza en el huerto del principio en el Edén, pasando por la oscuridad ensangrentada del huerto de Getsemaní, hasta el tercer huerto del sepulcro que quedará vacío para siempre en el Calvario. Tres jardines para el huerto de la vida que nace, que muere y que resucita.
Es necesario no precipitar el curso de las cosas y aguantar el tirón que supone contemplar la pasión y muerte de Jesús. Sabemos lo que vendría después, pero esto sólo lo entiende y lo agradece quien ha acompañado al Señor en su vía Dolorosa, quien ha permanecido al pie de la cruz con María y Juan, y quien le ha visto enterrar con la sábana y el sudario. Será el Santo Sudario lo que veneraremos al final de este oficio litúrgico, resumen de la historia de amor más grande jamás contada. Es el Oficio de la Pasión, en este impresionante Viernes Santo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador
18 abril de 2025