Nuestras calles y plazas están vacías. No hay cofrades, tambores ni trompetería. La procesión, nunca mejor dicho, va por dentro, más intensa e íntima que jamás. Pero también lo están desalmadas nuestras iglesias, donde sólo están los sacerdotes orando por su pueblo a puerta cerrada, poniendo distancia y prudencia ante este ángel exterminador que tiene forma de pandemia. Un Viernes Santo muy atípico, lejos para nosotros de su celebración habitual. No obstante, la escenografía de este día es casi la misma dentro de su sobriedad: el celebrante ha entrado en silencio, y orante se ha postrado delante de un altar que está desnudo, sin adornos: sin flores que lo dulcifiquen ni cirios que lo alumbren. El obispo en este día viene sin mitra, sin báculo y sin anillo. Hoy tampoco tañen las campanas en el funeral más solemne de la historia. El Viernes Santo es el único día del año en el que no hay misa. Es el día más oscuro con un sol eclipsado a la hora de nona. Jesús remata su amor por mí dando su vida de veras. Hacemos una liturgia que lleva por título la Pasión del Señor: este es hoy el oficio. Fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús que con su entrega nos salvó. Es obligada la lectura de este relato, y hay que escucharlo arrodillando el corazón, porque en esa historia se habla de cada uno de nosotros, detrás de esa trama también estaba yo. Deberíamos reconocernos en cuál personaje hoy se encuentra mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo en mi circunstancia y con mi edad.
Ayer, Jueves Santo, vimos a Cristo cenando por última vez con sus discípulos. Pero terminó con un exabrupto extraño: el que moja el pan en tu mismo plato, al que invitas a no demorar el trato de su más cobarde maltrato, es quien horas después dejará de ser discípulo para siempre porque enloquecido así lo decidió. Se fue a buscar a sus compradores que malpagaron con treinta monedas lo que no tenía precio. Querían comprar algo infinito: Jesús el Nazareno. Él era la pieza en la más despiadada cacería. Vinieron con palos, con espadas y soldadesca, y a la luz de unas antorchas vieron la firma del vendedor: un beso fue la rúbrica, un beso que jamás significó menos amor en su cínica mentira y en tan grosera manera. Sabemos que Judas acabó mal: sin su pobre botín, sin su querido amigo y Maestro, sin perdonarse a sí mismo su vida cuando desesperado se ahorcó.
Fue una noche interminable sin habérsele secado el sudor ensangrentado que le cubrió el cuerpo en aquella oración en soledad junto a los discípulos durmientes. De un sitio a otro, de Anás a Caifás, de éste a Pilato, de Pilato al populacho, y luego a la vía Dolorosa. El amor aquella noche se oscurecía con una propia tiniebla. Todos salieron asustados, aunque sólo Judas se desesperó. Noticia sólo tenemos de Pedro. Pero era difícil aquella noche estar en misa y repicando: querer, quería ir con su Maestro cortando orejas o lo que fuera, como hizo con Malco en el huerto; pero temer, temía más como para arriesgar demasiado. No pudo llegar a más con su amor por Jesús hasta aquel patio de espera, pero el temor le frenaba no pudiendo llegar a menos bloqueado ante la tapia de su miedo. Y adoptó esa actitud sopesada, asustada, mediocremente comedida. En un patio cualquiera, junto a una fogata común, Pedro tiritaba confuso diciendo con su corazón el “sí, te quiero” a su Maestro, mientras con sus labios iba repitiendo que “no”. Y negó lo que menos podía negar: que le conocía. El gallo cantó, y Pedro negó tres veces como predijo el Maestro. Tropezó aquel Pedro en la piedra de su propio escándalo, rompiendo a llorar sin consuelo aquel viejo pescador.
Conocemos el desenlace posterior. Había que pintar de sangre y duelo a quien luego crucificarían. No sirvió la pena provocada en una masa títere llena de ira. Cuanto más lastimero era el espectáculo de un Jesús azotado y coronado de espinas, más ellos se envalentonaban pidiendo desaforados la crucifixión sin medida. Lavándose las manos Pilatos, perdió en ese gesto la poca inocencia que le quedaba, quedando manchado para siempre de complicidad y cobardía. De nada le sirvió la pregunta retórica, para nada convencida, sobre qué era la verdad. ¿Qué le importaba a él la verdad si sus pretensiones de poder, su corrupción moral, su frivolidad manifiesta le hacía vivir en la más burda mentira?
En aquel Viernes Santo, el amor más increíble, el más inmerecido, el menos comprendido, pasaba por la Calle de la Amargura. La vía Dolorosa no dejó de ser lo que era: un zoco comercial de intereses, de chismes, de fanfarrias y mercaderías. Y nadie dejó de hacer lo que hacía, al ver pasar a otro malhechor más por aquella cuesta arriba. Mujeres que se apiadan hasta romper en llanto. Niños que eran apartados para no ver tamaño espectáculo. Curiosos cuyo interés era sólo una mirada lasciva, o burlesca, o rencorosa y resentida. Otros quedarían confusos al ver revestido de tanto mal a quien tanto bien dejó a su paso por sus vidas. Como Simón, oriundo de Cirene que volvía de trabajar, y se encontró de pronto con una gracia inmensa y del todo inmerecida: ser samaritano bueno ante un Dios maltratado, robado y herido. El cirineo tomó sobre sus hombros una cruz que a Jesús no le pertenecía, pues era más suya que del que subía hasta el Calvario entre caída y caída.
Allí Dimas, buen ladrón, hizo su robo mejor, el más honrado, el robo que le salvó. Nada menos que le robó al Hijo de Dios una salvación cuando ya nada podía hacer. Toda una vida malgastada y podrida, que en ese instante vuelve a nacer. El robo lo hizo como buen ladrón, rezando conmovido a Jesús crucificado. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Y Jesús se lo aseguró. Es la primera canonización cristiana. ¡Quién pudiera ser ladrón bondadoso del perdón gratuito que se deja robar el mismo Dios!
Hoy la pasión tiene otros relatos también que prolongan el que nos dejaron los evangelistas. Tantos inocentes que trasiegan su intemperie buscando como refugiados una nueva tierra; tantos violentados en los propios hogares o en trifulcas callejeras, con la violencia hacia la mujer, hacia los niños, hacia los que anhelan una paz y dignidad que se les niega; bombas que destruyen el odio y que acaso despierten más odio en una espiral del sin sentido; corrupciones, postureos, frivolidades, engañifas, que hacen del teatro del mundo una zafia pesadilla. Sin que falte todo cuanto la pandemia nos está escenificando cada día: personas infectadas del virus, personas que fallecen, algunos que curan, mientras toda una muchedumbre de gente entregada trata de poner su grano de arena como médicos, enfermeras, fuerzas varias de seguridad, voluntarios de cáritas, sacerdotes. ¡Cuántas estaciones tiene hoy el viacrucis de la muerte cuando no se convierte en vialucis de la vida!
María y Juan al pie de aquella cruz, con lo mejor de una humanidad no rendida, creyeron en lo que el Señor les dijo y les decía, en cuanto les fue dando y en lo que entregaba de modo extremo en aquel mediodía. La Madre y el discípulo hecho hijo. Allí María engendró a todos los hermanos de Jesús, al pie de aquella cruz, a la sombra de una muerte que nos trajo tanta vida. ¿Quién soy yo en este drama? ¿Qué nombre tienen mis actitudes con las que yo mismo estaba allí en aquel interminable primer Viernes Santo? El relato, leído de rodillas y con el corazón abierto es todo un libreto de mi biografía. Algo de todos ellos tengo yo. Basta ponerme bajo esa mirada con la que Jesús Nazareno me mira en la calle de mi Amargura. Las acciones, las omisiones, los pensamientos, las palabras… ¡cuántas cosas me disfrazan de aquellos personajes de la vía Dolorosa que vieron a Cristo pasar! En silencio, adoramos la cruz bendita, memoria de un infinito amor con el que Dios nos vino a buscar, nos encontró y quiso salvarnos para esa bienaventurada dicha para la que nacimos. Es Viernes Santo. Es el silencio de Dios que con su muda elocuencia hemos de saber escuchar.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santuario de Covadonga