Homilía último día de la Novena de Covadonga Día de la Vida Consagrada

Publicado el 07/09/2013
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Homilía último día de la Novena de Covadonga
Día de la Vida Consagrada

 

Señor Vicario General, Sr. Abad y canónigos capitulares, demás sacerdotes concelebrantes y diáconos, religiosos y Confer diocesana, seminaristas y hermanos todos en el Señor: paz y bien.

Este año hemos subido a Covadonga tomando a María como madre y maestra de lo que significa creer. El año de la Fe que estamos viviendo con toda la Iglesia, ha puesto delante de nosotros este humilde desafío de que todos necesitamos crecer en nuestra condición de creyentes fiándonos de Dios y confiando en su divina providencia.

Decíamos el primer día de la novena que estamos concluyendo, que cada año acudimos a esta cita con la certeza de que no estamos repitiendo cansinamente un rito que no nos aporta ninguna novedad. Si así fuera vendríamos por costumbre, que no por ser una costumbre piadosa lograría encender en nuestra vida la luz que necesitamos en nuestras penumbras o la gracia que más esperamos cada día.

Por aquí han ido pasando de tantas parroquias y arciprestazgos nuestras gentes cristianas que llenan esta hermosa geografía asturiana con sus comunidades y realidades eclesiales. Ha sido verdaderamente precioso haber visto la inmensa afluencia que suscita siempre nuestra Madre la Santina de Covadonga. Y de todas las edades y realidades: los niños, los jóvenes, los adultos y ancianos, los catequistas y profesores de religión, las familias, los movimientos apostólicos.

Esta tarde, como es tradicional, son los religiosos quienes acuden también a Covadonga. Sus carismas representan un grito o un susurro de Evangelio, puesto que sus fundadores han dejado que a través de sus labios Dios volviese a pronunciar palabras dichas en su Hijo que se estaban ya olvidando, o a través de sus vidas Dios volviese a mostrar una bienaventuranza que se estaba tal vez traicionando. Entonces el Espíritu de Dios suscita un carisma nuevo que nos acerca de nuevo el Evangelio de siempre.

Coincide siempre la víspera de la fiesta de la Santina, con la dedicación de esta Basílica de Covadonga. Aquello sucedió en el lejano 1901. Dedicar una iglesia significa que queremos reservar para Dios un espacio que le consagramos. En este lugar bendito sólo tiene cabida la gloria de Dios y la bendición a sus hijos, nuestros hermanos. Aquí se pronuncian palabras que tienen vida porque provienen de la revelación de Dios. Aquí se reparte la gracia que nos perdona y nos alimenta cuando nos absuelven nuestros pecados confesados y se nos ofrece el pan consagrado de la santa Eucaristía.

Dios quiso tener su morada entre nosotros. Esto lo supo muy bien Israel, que hizo una tienda para custodiar el arca de Dios, reflejo humilde de lo que luego sería el Templo. Pero la casa de Dios en medio nuestro la hizo Él mismo con el regalo de su propio Hijo, del que San Juan dice que es una tienda de encuentro en medio de las contiendas de nuestros desencuentros. Puso su tienda entre nosotros, como quien levanta en la tierra nada menos que el mismo cielo.

Hay una escena en el evangelio que puede sorprendernos por su insólita y aparente violencia por parte de un Jesús que habíamos visto bendecir a los niños, fijarse en los lirios y en las aves, curar enfermos y saciar hambres, perdonar pecados de quienes estaban condenados por sus desastres. Pero de pronto, un arrebato por la casa de su Padre, le lleva a desbaratar los telonios y mesas de los cambistas, a expulsar las mercaderías de los mercaderes, y en medio de aquel revuelo gritar por la gloria de su Padre en una casa de oración que se había convertido casi en una guarida de ladrones.

Jesús la emprenderá contra el ocio y el negocio en que el Templo de Jerusalén había sido transformado en sus atrios y aledaños. Ciertamente no tocaron los impíos el interior más sagrado, el sancta sanctorum. Pero sí todo cuando les permitía llegar hasta él. Y es como una especie de parábola de lo que nos sucede en la vida cuando sabemos que ese Templo coincide con nuestro corazón. Porque podemos estar ufanos de dedicar a Dios una estancia principal en esa casa y templo suyos que es nuestra vida personal. También ahí Dios tiene su sitial, y solemos respetarlo para darle culto y que nos deje quietos. Pero luego hay otras estancias que nos reservamos para nuestros ocios y negocios, dentro de las cuales no dejamos que entre Él, porque nos guardamos muy bien de dejar que se nos cuele en donde no queremos que diga algo o nos señale incoherencias y maldades.

A veces sucede esto precisamente: como si en un lugar consagrado al Señor, dedicado a Él, de pronto nos pusiésemos a alquilar o a malvender a otros ajenos a Dios, incluso contrarios a Él, para hacer nuestros negocios y financiar así nuestros ocios innombrables. Nuestra vida está llamada a pertenecer al Señor, como un templo vivo que le queremos dedicar sólo a Él. Y esto es la vida consagrada que representan las distintas familias religiosas que tenemos la gracia de contar en nuestra Diócesis.

Nuestras congregaciones y comunidades deben testimoniar este amor predilecto por Dios no dejando que sea invadido por aquello que no le da gloria a Él ni supone una bendición para los hermanos. La alabanza del Señor, la escucha de su Palabra, la adoración de su Presencia, el lugar en donde los hermanos nos damos la paz y nos sabemos comunidad cristiana, es lo que permite que recordemos con gratitud que somos un templo vivo en donde el Señor habita y donde caben los que Él ha puesto a nuestro lado.

Esto fue María, desde que su sí a la voluntad de Dios hizo de su vida una morada en la que jamás Él fue expulsado y en donde tuvieron cabida los llantos y las alegría de aquellos que recibió como hijos al pie de la cruz.

En este día, estamos viviendo una jornada de oración y ayuno convocada el domingo pasado por el Papa Francisco para pedir al Señor el don de la paz, pensando en Siria y en tantos otros lugares amenazados o con guerras que no cesan. No sólo los escenarios planetarios, sino esa paz que está presente o ausente en el corazón de las personas. Porque es ahí donde se declaran las guerras o donde se firma la paz, es ahí donde se camuflan los intereses egoístas de toda violencia o donde late el sincero deseo de perdón. Pedimos a la Reina de la Paz, nuestra Madre la Santina, que interceda por quienes deciden en este mundo las falsas soluciones violentas que jamás resuelven los verdaderos problemas de injusticia y desigualdad.

Esta noche, con los jóvenes asturianos pediremos en una vigilia de oración el don de esta paz a la que nos emplaza el Papa Francisco. Él propone con este gesto público, en medio de las plazas del mundo, un clamor que haga entender y sentir que “no es la cultura de la confrontación y del conflicto la que construye la convivencia, sino la cultura del encuentro, la cultura del diálogo; éste es el único camino para la paz”.

Lo pedimos al Señor, uniéndonos a la vigilia que ha comenzado a esta hora también en la Plaza de San Pedro. Que el don de la paz nos haga gozar de la bienaventuranza que Jesús nos anunció como dicha verdadera.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo