Querido Señor Obispo auxiliar electo, Señor Vicario General y demás sacerdotes que nos acompañáis; diáconos y miembros de la vida consagrada; seminaristas y fieles cristianos laicos. El Señor os bendiga con la paz y el bien.
Fueron muchos los días de espera. Detrás quedaba toda una historia de tres años repleta de momentos inolvidables que se agolpaban con las letras de sus nombres, los números de sus fechas, el rincón de sus lugares. Pero la espera fue lo último que se les dijo como quien confía una encomienda. Con María así hicieron aquél grupo de discípulos dentro del Cenáculo testigo de confidencias, de transmisión de ministerio, de compartir eucaristía, de zanjar una traición urdida con prisas.
Y la espera no se hizo esperar más. Sucedió lo que se había ofrecido: que se enviaría consolante al Espíritu que se prometió. Cambió del todo el escenario, y como en la mañana primera de la creación que se hizo luz donde antes había tiniebla, se hizo armonía en el caos que antes reinaba, así aquellos discípulos encerrados y asustados supieron salir a la plaza pública para contar en todas las lenguas cómo eran las maravillas de Dios.
Todo lo que dijo Jesús y cuyas palabras de vida ellos olvidaron. Todo cuanto pudieron contemplar y que no comprendieron en su corazón. Todo eso quedaba atrás como un difuso recuerdo sin palabras y sin gestos que no lograron prender en sus almas. Pero entonces sucedió lo que Jesús mismo le había dicho: que el Espíritu prometido vendría para recordar lo que se les dijo y se les mostró.
La plaza de Jerusalén era como la gran corrada del mundo en donde cabían las culturas, las lenguas, las proveniencias. Y allí, en esa cosmopolita plazuela tuvo lugar una nueva evangelización llena de ardor, llena de audacia, llena de un método sin par. Estamos celebrando ese momento, y pedimos al Señor que no deje de cumplir en nosotros y entre nosotros esa misma gracia que operó en la mañana de Pentecostés.
Ha corrido el tiempo, han aparecido otros lares, y también para quienes hemos ido viniendo después y hemos nacido en otros sitios, lo que sucedió entonces con la llegada del Espíritu Santo estaba dado también para nosotros ¿Podemos tener acceso a cuanto dijo Jesús en su arameo, en su oriente medio, hace tantos años ya? Aquí nos lo jugamos todo. Porque este «todo» se reduce a saber si aquello que ocurrió entonces, es posible que vuelva a suceder hoy, aquí y ahora. Y Pentecostés es la gracia de perpetuar día tras día, lugar tras lugar, lengua tras lengua, la Palabra y la Presencia de Jesús.
Así lo prometió Él: “os he dicho todo estando entre vosotros, pero mi Padre os enviará al Espíritu Santo para que os enseñe y os recuerde todo lo que yo os he dicho”. Esta ha sido la promesa cumplida de Jesús. Y la historia cristiana da cuenta que en todo tiempo, en cada rincón de la tierra, y en todas las lenguas, Jesús se ha hecho presente y audible cuando ha habido un cristiano y una comunidad que ha dejado que el Espíritu Santo enseñe y recuerde lo que el Padre nos dijo y mostró en Jesús.
El Espíritu prometido por Jesús, nos hace continuadores de aquella maravilla, siendo portadores de otra Presencia y portavoces de otra Palabra, más grandes que las nuestras, si consentimos que también en nosotros el Espíritu enseñe y recuerde a Jesús. Es la brisa de Dios, que como un dulce susurro nos permite atisbar el mundo nuevo que por su gracia amanece cada día.
En este día de Pentecostés hay dos invitados, que el Señor quiere particularmente llamar para prolongar esta historia que tiene dos mil años de edad. Y como hiciera Jesús con sus propios discípulos, también a ellos les envía de dos en dos, de par en par.
Queridos Tino y Miguel, algo semejante tenéis con aquellos discípulos de la primera hora que de pronto salieron de su cálido cenáculo privado para afrontar el relato de una buena noticia en la intemperie de la plaza pública. Como ellos, también vosotros tenéis una historia tejida de nombres y lugares por donde vuestra joven vida ha ido discurriendo todos estos años entre la bruma de un camino que se desbrozaba de mil modos y la luminosidad de una meta que se veía en el umbral de vuestro horizonte vocacional.
Vuestros padres y hermanos, vuestros amigos y compañeros, vuestros formadores y profesores… son en esta tarde de Pentecostés un solo coro que con sus voces diversas entonan con vosotros el canto de la gratitud. Cada uno de ellos habrá colaborado de modo providencial para que la historia que Dios soñó con vosotros se fuera escribiendo día a día. Y para que esa música que Él compuso encontrase en el pentagrama de vuestra libertad las notas adecuadas con las que escuchar la sinfonía que para vosotros fue creada. Hoy es el día de vuestra ordenación sacerdotal, en donde toda la historia de vuestra biografía confluye para contarnos y cantarnos el relato de una fidelidad.
Este último año ha supuesto una intensa preparación final. Tras los años de estudio de filosofía y teología, se os ha ofrecido en el año del diaconado otro tipo de aprendizaje pastoral directo. Os habéis asomado al mundo del dolor del que son testigos los enfermos a través de las capellanías de nuestros hospitales, igualmente a ese otro mundo del sufrimiento que habéis podido palpar en el rostro de gente sin hogar, sin trabajo, sin esperanza, desde las iniciativas que lleva adelante nuestra Cáritas diocesana.
Las dos parroquias en las que habéis estado ese curso, San Francisco Javier en Oviedo y San José en Gijón, os ha permitido una vivencia capilar de todo lo que implica la comunidad cristiana: niños que despiertan a la fe, jóvenes que se aventuran en la propia vida que van tomando en sus manos, adultos que luchan de mil modos con el realismo implacable de la vida real, ancianos que van llegando serenos o achacosos a la paz de la otra orilla. Habéis arrimado el hombro de vuestra mocedad junto a los sacerdotes que os han acompañado a la catequesis, a los sacramentos, a las familias, a la enseñanza escolar. E igualmente la organización de la Diócesis en todos sus sectores pastorales, reconociendo la rica trama de ámbitos en donde la Buena Noticia se quiere acercar a las personas según las edades, los momentos y las concretas circunstancias.
Sin duda que en este año tiene un punto importante la experiencia que realizásteis en Bembereké (Benin), nuestra misión diocesana. No sólo “me habéis reconciliado con las abuelas” que fueron, son y serán, al volver sanos y salvos, sino que todo lo que visteis, lo que pudisteis compartir, ha dejado en vosotros un mensaje inolvidable que os marcará para siempre. La misión siempre acerca esa verdad esencial cristiana, aligerada de equipaje superfluo y de intereses mundanos, con los que tantas veces los sacerdotes de cualquier edad podemos hipotecar la encomienda y la palabra que se nos confiaron. Porque incluso en nombre de las misiones podemos acabar como acabamos cuando no fuimos allí ni volvimos de ellas sabiéndonos humildemente enviados, buscando la gloria de Dios, en comunión con la Iglesia y al servicio de los hermanos.
Últimamente habéis asistido a las últimas clases en el Seminario. Me habéis tenido de profesor en el tratado del Ministerio del Orden sacerdotal que he impartido para los del último año y que hemos visto con detenimiento y detalle. Quedamos entre bromas que vuestra atención a mis explicaciones convalidaba tener que alargar ahora mi homilía. Pero sí que os digo a vosotros ahora a modo de síntesis que seáis de Dios por entero, en todo tiempo y en cada lugar. Sois sacerdotes para siempre, no mientras dura la conveniencia del interés, o los encantos de un destino o la lozanía de vuestra sinceridad. Un día, los sacerdotes que ahora concelebramos, fuimos misacantanos como vosotros. Todo nos parecía posible, real, y nuestra disponibilidad no tenía ni fisuras ni condiciones. No dejéis que se os cuele nada que pueda cambiar esta pureza de intenciones, esta apertura en vuestro sí rendido al Señor hacia los hermanos que os pueda confiar la Madre Iglesia.
El Señor os mira y no hay tramo de vuestra andadura que le sea ajeno. Que vuestro corazón, vuestro cuerpo, vuestro afecto, vuestra inteligencia y libertad, se ofrezcan cada día a Quien se os ha dado. Como decía San Francisco de Asís: amad totalmente a Quien totalmente se os entregó por entero. Y que esa consagración tenga que ver con vuestro tiempo, con vuestro ensueño, con una pertenencia sin reservas para que seáis libres y seáis buenos. Orad y recibid los sacramentos, sed oyentes de la Palabra de Dios, y con un corazón tierno dad la vida por aquellos que el Señor en su Iglesia ahora os confía. Porque sólo siendo de veras del Señor, sólo siendo hermanos de esta fraternidad presbiteral, sólo dejándoos enviar a la misión que se os asigne sea cual sea el lugar, sólo así podrá crecer vuestra madurez humana, cristiana y sacerdotal. Lo vemos en tantos (tantos) hermanos nuestros muy queridos que con diferente edad nos dan esta humilde lección de humilde fidelidad, así como lo echamos en falta en algunos (algunos) quienes también con distinta edad van por libre sin ninguna libertad.
Aquellos primeros discípulos salieron a la plaza pública y contaron las maravillas de Dios en todas las lenguas. Hoy vosotros salís a esa plaza pública en donde os esperan personas de todo tipo: gentes que viven con sereno sosiego su fe y mantienen viva su esperanza; gentes que han perdido la fe y tienen desesperanza; personas que sufren la soledad y personas que se saben gozosamente acompañadas; familias que han perdido su casa, su trabajo y hasta su dignidad, llamarán a vuestra puerta buscando la ayuda y buscando la gracia; niños, jóvenes, adultos y ancianos, toda la gama entera de nuestra realidad humana, buscarán la luz en vuestra mirada, esperarán la bendición de vuestras manos, y el consejo de vuestras palabras. Sería desproporcionado el desafío si todo tuviera sólo la medida de vuestra hazaña y el envoltorio de vuestra entrega. Pero sois instrumentos de alguien más grande, de cuya Palabra sois portavoces y de cuya Belleza sois portadores.
Por eso, queridos Tino y Miguel, que toda vuestra vida sea lugar y ocasión para que quien os vea y os escuche pueda encontrarse con Aquél que sostiene vuestra vida. El hondón interior de vuestro corazón y hasta la vestimenta externa de vuestra presencia, rezumen y narren por dentro y por fuera a quién pertenecéis con inmensa alegría siendo y apareciendo como sacerdotes de Cristo.
Reitero la gratitud a vosotros por vuestro sí, y mi agradecimiento a tantos cuantos os han ayudado en este camino que hoy culmina con vuestra ordenación sacerdotal. La Iglesia se goza con la alegría del Espíritu que se os derrama en la ordenación. Que sus dones inunden vuestros pasos y los rebosen con toda su sabiduría. Os encomiendo a nuestra Madre la Santina de Covadonga. No tardéis en subir a su montaña presurosos para que salte de alegría en vosotros la gracia que se os otorga en este día.
El Señor, Buen Pastor, os guarde y os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo