Querido Cabildo Catedral y sacerdotes concelebrantes, fieles consagrados, fieles laicos: paz y bien.
Si ayer era una cena la que daba nombre a la liturgia, hoy lo será una calle, no una calle cualquiera. La hemos llamado vía dolorosa o calle de la amargura, porque por ella pasaba un hombre que era Dios, cargando con una pena hecha de tantas cosas y ninguna le correspondía. Isaías nos lo pinta con trazo grueso como hemos escuchado en la primera lectura. Los evangelistas nos narran el detalle con cuidado. Un drama es lo que está en ciernes, lo que está en juego, aquello que ha significado un precio inmenso e inimaginable: el que pagó Jesús para salvarnos de todos nuestros desvaríos, pecados y condenas.
Acabamos de escuchar la lectura de la Pasión del Señor. No por conocida deja de ser siempre un momento fuerte de encuentro con una historia llena de matices en todo el desenlace que en ella se nos narra. Nos adentramos en el misterio más hondo del amor de Dios, en su más escandalosa enseñanza sobre hasta qué extremo Él ha sido capaz de amar a quienes no amaron su amor (S. Francisco).
El pueblo hebreo, una vez más deportado, esperaba el final de su exilio forzoso, buscando el favor de Yahvéh para que como en otras ocasiones su brazo poderoso hundiese en la derrota al caballo y al caballero enemigos. Pero esta vez Dios sorprende porque su respuesta no vendrá revestida de alharaca guerrera, y la esperada liberación vendría de un extraño personaje, sin belleza ni figura, despreciado y desestimado. Era el cordero inocente traspasado por las rebeliones y triturado por los crímenes de ese pueblo altanero y duro de cerviz (Is 52,13-53). Una estrategia incomprensible, incómoda, que los judíos, incluso muchos de aquellos que después se harán cristianos, reducirían a un culto tan estético como inútil. Ese extraño personaje era la figura de Jesucristo, que trajo la salvación y la libertad desde la indefensión y el abandono, probado en todo menos en el pecado para tener compasión de cualquier flaqueza y sufrimiento (Heb 4,14-16.5,7-9).
Sin defensa y sin justicia, pagador de nuestros errores y extravíos, Jesús Siervo cargó sobre sí el pecado y el dolor que no le pertenecían. Y en la tragedia más terrible de la historia, hacía falta legalizar aquella muerte. El soborno, los falsos testigos y un gentío manipulado fue el escenario de un juicio grotesco.
Dos acusaciones, una desde el poder político: “ha dicho que es el rey de los judíos”, otra desde el poder religioso: “Ha dicho que es el Hijo de Dios”, sirvieron de trama y pretexto para pujar los dos banzos de una cruz en la que clavar a la Inocencia para hacerla culpable, para clavar a la Verdad desmintiendo inútilmente su mensaje. Y así, los dos pujadores, los del templo y los del parlamento, uno por otro y los dos a la vez, terminaron por condenar al salvador de sus condenas.
Jesús, solo y abandonado, asistió a su fatal desenlace sin poder contar en esa hora inhumana con el consuelo de su Padre Dios: Eloi, Eloi, lamà sabaktanì. Es, sin duda, la expresión más conmovedora de toda la Biblia. La hora de nona sonó aquella tarde con truenos y rasgaduras del velo del Templo. Los celosos del orden civil y religioso habían conseguido su objetivo: quitarse de en medio a quien ni entendían ni amaban, a quien ponía en jaque con su luz todas sus oscuridades juntas, y al que proclamando una dulce verdad desenmascaraba sus montajes de mentiras. Ya no hay amenazas que temer. Y el anónimo centurión quiso ser el último testigo dando gloria a Dios y declarando la justicia que vio perecer.
¡Cuánto me impresionó la primera vez que estuve en Israel al hacer la vía Dolorosa con las personas que me acompañaban! Al comenzar nuestro via crucis, en medio del jaleo del zoco, entre gritos de ofertas y ventas, una persona me dijo en inglés: «Father, one Dólar only, one Dólar Orly». Por tan módico precio de sólo un Dólar me ofrecían poder hacer el via crucis con una cruz de alquiler. No se corte, padre, no se prive de cumplir el escenario. Lleve también usted una cruz alquilada.
Todo este drama no es un absurdo episodio perdido en un rincón del mundo hace dos mil años. Es la tragedia del amor de Dios que tuvo que masticar la incapacidad y dureza de la humanidad. Aquella historia también nos pertenece y los interlocutores no fueron sólo judíos y romanos, sino cada pueblo, cada hombre y cada mujer, que a su modo y manera, estaba presente en aquel via crucis real. La vida de cada uno ha estado representada en cada uno de los momentos de aquellos episodios: es el precio pagado por Cristo para que yo pudiera ser sencillamente feliz. Pero allí estaban mis miedos en los huidizos discípulos; allí mis traiciones en las lágrimas de Pedro; allí mis cinismos en la evasión de Pilato; allí mis frivolidades en la complicidad del pueblo… Y también estaba lo mejor de nosotros, ese trozo bondadoso de corazón que de ser fiel a toda costa como María y Juan o de arrepentirse en el último momento como Dimas el ladrón, o de prestarse a cargar un rato la cruz como el cirineo amigo.
La Pasión del Señor estaba abrazando todas las demás pasiones de los hombres con tantas fechas, con tantos nombres. La pasión de la humanidad de nuestros días, sumida en el miedo, en el terror, en la injusticia que resume todas las hambres y amordaza cualquier felicidad.
Los cristianos miramos hoy a aquella Cruz. Nos dejamos atraer por su crucificado y dejamos en ella el beso de la gratitud. Miramos también aquella Tierra Santa por quien en ella vivió y murió, y ayudamos a los cristianos que mantienen un lugar que representa la geografía de nuestra salvación. Todos sabéis que los cristianos están entre dos fuegos cruzados por parte de los israelitas y los palestinos. El grito que nos han lanzado es ese de “no nos dejéis solos”. Ayudémosles con nuestra limosna y con nuestra oración.
Es viernes Santo. El Señor nos conceda ojos limpios y corazón convertido para agradecer tan inmerecida salvación y redimir a nuestra vez a quienes hoy en nuestro mundo prolongan con su dolor y muerte el drama de Jesús.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo