Homilía Misa Crismal 2025

Publicado el 15/04/2025
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Hemos dado comienzo el domingo pasado a la Semana Santa de este año jubilar 2025. Acompañando a nuestro pueblo, hemos entrado en Jerusalén junto a Jesús que viene en un sencillo pollino de borrica y no en un brioso corcel; se adentra con el paso lento del borriquillo y no con el trote majestuoso de un alazán, para ponerse al ritmo de nuestras andanzas parsimoniosas; y se encarama en un pequeño animal que humilde no levanta su arrogancia, sino que se abaja para que Jesús alcance nuestra mirada. Así hemos dado comienzo a estos primeros lances que nos abocarán en el triduo pascual y el domingo de resurrección. Pero antes, tenemos los sacerdotes y el entero pueblo de Dios una especial convocatoria en la Misa Crismal que celebramos esta mañana.

Es esta una cita anual que siempre aguardé con inmenso deseo tras mi ordenación sacerdotal. La Providencia me hizo pasar por distintas diócesis en las que como franciscano ejercía el ministerio sacerdotal en comunión con la Iglesia particular donde me encontraba: Ávila, Toledo, Roma, Burgos, Madrid, Huesca, Jaca, Oviedo… El recuerdo de esos lugares me asoma a un calendario que tiene fechas y que tiene distintos escenarios con sus circunstancias bien diversas en mis momentos biográficos, lo cual significa que van pasando los años sin que haya botón de pausa en su itinerario. Se me agolpan los rostros, los nombres, los contextos humanos y eclesiales por donde he ido recorriendo paso a paso mi historia personal como sacerdote.

Así, este año, vuelvo con vosotros, hermanos sacerdotes, a celebrar estos misterios en la Misa Crismal, con la alegría de concelebrar con los nuevos hermanos en nuestro presbiterio, así con el pesar de comprobar que algunos que nos acompañaban en años precedentes ya no extenderán sus manos en la consagración ni los podremos abrazar en el momento de la paz. Los tendremos presentes en el “memento defunctorum” como en años anteriores ofreciendo por ellos esta santa Misa especialmente fraterna.

El paso de los años nos reclama a renovar nuestro ministerio por motivos siempre pertinentes. No queremos que la inercia y el cansancio puedan arrojar un costumbrismo de mínimos que apaga aquel fuego de la ilusión cuando nos impusieron las manos. Las llamas pueden ser otras, pero debe seguir intacto el fuego hermano que nos mantiene vivos en el seguimiento discipular de Cristo después de los años transcurridos desde nuestra ordenación. Podemos decir parafraseando al gran músico alemán Gustav Mahler, amamos el rescoldo encendido que alumbra y caldea y no adoramos las cenizas apagadas que nos hacen rehenes del escepticismo.

Jesús es el testigo fiel, como nos ha recordado la lectura del Apocalipsis, el que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados, y nos ha hecho sacerdotes para Dios. Esta es la inmerecida llamada por la que hemos sido consagrados como sus hermanos llamados a su mismo ministerio, no como funcionarios de lo sacral. Es el don de una llamada amorosa y gratuita, no la pretensión de una conquista interesada. Y, como ha dicho Isaías, somos enviados para consolar a los afligidos quitándoles la pavesa que los abruma y poniéndoles la diadema de la esperanza, cambiando sus duelos en perfume de fiesta, y sus sayales de abatimiento en vestidos de alabanza.

Pero ha sido el Evangelio el que más nos acerca el ministerio de Jesús que a nosotros se nos confía participando del suyo. Es hermosa la descripción que hace San Lucas de esa escena en la sinagoga de Nazareth. Jesús tomó el rollo del profeta Isaías y leerá esa vibrante página en la que realiza una identificación de la profecía mesiánica cumplida en Él mismo: la buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos y oprimidos, la vista a los ciegos. Añade el evangelista que todos quedaron en suspenso. La lectura que Jesús hizo de aquel texto ponía en el aire ese emocionado silencio que se tornaba elocuente, hasta que, devolviendo el rollo del profeta al encargado, nadie se atrevió a añadir nada. Y nos dice San Lucas que toda la sinagoga tenía los ojos clavados en Él.

Podemos imaginar la tensión expectante que envolvió aquellos instantes de silencio, hasta que el Maestro pondrá la clave que rubricará esa teofanía mesiánica: HOY se ha cumplido la Escritura que acabáis de oír. Era ese adverbio de tiempo que marcaba el encuentro con una respuesta inaudita a todas las preguntas del corazón humano a través de la historia de una espera: todo el pasado de aquellos hombres y todo su futuro, se hacía presente en el HOY que una presencia. Para entender esa respuesta hemos de poner nombre y traducir adecuadamente el significado que tiene la pobreza que espera una buena noticia, la cautividad que cercena y oprime anhelando la libertad verdadera, la ceguera que finalmente abre los ojos a la luz para la que nacimos. ¿Qué nombre tiene esa pobreza en nuestro mundo y cuál es su puerta de salida? ¿Cuáles son las cadenas que nos acorralan y por dónde nos llega la libertad debida? ¿Quién o qué nos hurta el color y las formas de belleza cuando no logramos ver lo que a diario se nos revela?

Así podríamos también nosotros concebir el ministerio como una labor sacerdotal al estilo del Buen Pastor que sale al encuentro de los pobres en sus variopintas pobrezas, de los esclavos con todas sus dependencias, de los ciegos con todas sus oscuridades de tinieblas, para poder reconocernos humildes instrumentos de ese mismo Señor que nos ha llamado para prolongar en el tiempo lo que aquel hoy de entonces hizo que todos clavaran en Él la mirada. Sería una preciosa imagen la de mirar nuestras manos que fueron ungidas el día de nuestra ordenación, y en silencio, en algún rincón orante y discreto bajo la mirada de Dios preguntarnos: que buenas noticias repartieron, que cautividades presas abrieron, que cegueras sacaron a la luz del cielo. Porque en nuestro itinerario sacerdotal, con la edad que cada uno tenemos, en los diversos destinos por los que hemos pasado, hemos ido encontrando un hoy diverso de gente buena y serena, pero también de gente herida y sola, son los hermanos que asomados a nuestro ministerio han clavado de mil modos su mirada en nosotros como la clavaron aquellos de la sinagoga en Jesús el Nazareno.

Y es cuando nos acercamos rendidos con la conciencia desnuda de apariencias, para para dar gracias por el don de la esperanza bendita o pedir el perdón por nuestra mediocridad acomodada. Y con perdones y agradecimientos, venimos esta mañana para renovar nuestras promesas sacerdotales que hicimos ante el obispo que nos impuso las manos para hacernos sacerdotes de Cristo para siempre. Renovar significa hacer nuevas las cosas, como explicaba Jesús a Nicodemo volviendo a nacer empezando otra vez aquello que tuvo en aquella llamada su comienzo. Renovar es mucho más que reformar, porque podemos cambiar las formas ocultando tras ellas lo que se torna caduco y viejo. Renovar es volver a pronunciar nuestro SI a la incesante llamada que se nos hace cada día.

Niños que hemos bautizado comenzando en ellos la vida cristiana, o aquellos que hemos dado la primera comunión como quien da el alimento que perdura en el alma, personas a las que hemos confesado acercando a sus heridas y pecados la misericordia que los levanta, matrimonios que hemos presidido como testigos de un amor que se abre a la vida, un amor lleno de ternura sin intereses que caducan, enfermos y ancianos que hemos consolado con el bálsamo que les unge en la esperanza, tantas predicaciones poniendo en nuestros labios la Palabra del Señor que llega a las entrañas, situaciones diversas que hemos acompañado como mejor hemos sabido sintiéndonos hermanos y padres de las personas que se nos confiaron. Todo esto renovamos en esta mañana, dando gracias.

Lo vamos a expresar respondiendo al breve cuestionario que guía nuestra sincera renovación: unirnos más fuertemente a Cristo y configurarnos con Él renunciando a nosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que por amor al Señor aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación poniéndonos al servicio incondicional de la Iglesia y de los hermanos.

Pero en esta celebración de la Misa Crismal, el pueblo de Dios también está convocado desde el sacerdocio común del bautismo para orar por todos nosotros los sacerdotes ordenados. Así, desde nuestra respectiva vocación sabernos parte de la Iglesia, cuerpo de Jesús que tiene en Él su cabeza: los pastores con nuestro ministerio, los consagrados con sus carismas y los fieles laicos con su compromiso bautismal en la familia, el trabajo y la política. Es la Iglesia de comunión, como explicó bellamente San Juan Pablo II y desarrolló después Benedicto XVI, es la Iglesia de una bien entendida sinodalidad de carismas y ministerios como nos ha recordado el papa Francisco.

Vamos a proceder como Iglesia particular aquí reunida a la consagración de los santos óleos. Llamamos la bendición de los santos óleos, porque es el fruto del olivo el que está presente en los signos sacramentales que acompañan nuestra vida cristiana, como explicaba el papa Benedicto XVI: «En cuatro sacramentos, el óleo es signo de la bondad de Dios que llega a nosotros: en el bautismo, en la confirmación como sacramento del Espíritu Santo, en los diversos grados del sacramento del orden y, finalmente, en la unción de los enfermos, en la que el óleo se ofrece, por decirlo así, como medicina de Dios, como la medicina que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, la resurrección (cf. St 5,14)». Preciosas y precisas palabras llenas de la sabiduría teológica de este papa sabio.

En esta Misa consagraremos los Santos Óleos que tienen que ver con esa unción sagrada que Dios vierte en nuestras heridas abiertas y en nuestras cicatrices no curadas. Es el óleo que anuncia la paz con los labios creadores del Espíritu de Dios que sobrevuela nuestros diluvios de tensiones, desencuentros y violencias de toda forma y manera. Es el óleo con el que se restaña el dolor por las cosas que nos han hecho daño y que no logramos comprender ni hemos sabido utilizar redentoramente para volver nuestra mirada a lo único importante que vale la pena. Es el óleo que nos fortalece poniendo suavidad y quitando rigidez en que aquello que nos endureció ante Dios y ante los hermanos. Este óleo santo bendito como la gracia de Dios, lo consagramos en esta Misa en la que somos nuevamente ungidos mirando las heridas del Costado de Cristo que nos abre la puerta de la redención. Óleo para los enfermos de todas las dolencias y edades en donde se pone a prueba la esperanza y el amor; óleo para los catecúmenos que aceptan comenzar y de todos aquellos que podemos comenzar de nuevo; óleo del crisma que nos vuelve a consagrar en la pertenencia a Aquél de quien nos hemos fiado, Aquel que nos creó, nos llamó, nos consagró y nos envía. La liturgia de la bendición de los Santos Óleos es un apretado relato del fruto del olivo como signo de la salvación. Todos nosotros somos destinatarios de este aceite de gracia con el que Dios acompaña en su Iglesia nuestra humilde realidad. En esa almazara de gracia se prensa el aceite que hace suave el camino que nos reconcilia con Dios y con los hermanos todos. En nuestro mundo y en nuestra Iglesia tenemos necesidad del óleo de la gracia.

Misa Crismal en medio de nuestra Semana Santa. Desde Jerusalén hasta la Pascua, siguiendo a Jesús en su proceso de entrega extremada por amor a los hermanos que el Padre Dios le confiara. Damos gracias al buen Dios, verdadero Camino en nuestras sendas intrincadas y discreto Caminante a la vera de cada uno para encender nuestra esperanza.

Pido a María, nuestra querida Santina, que no deje de sostener nuestra fidelidad cada día en el fiat de cada hágase y en la perseverancia de cada stabat.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador
Martes santo. 15 abril de 2025