Hermanas y hermanos: Paz y Bien. Llevaban ramos en sus manos y como banderas de una paz sin engaño, también salió nuestro pueblo a la procesión del domingo pasado que abre la semana grande del año cristiano. Se alfombraba como hace dos mil años el paso simbólico de Jesús en su permanente entrada en nuestra historia sin triunfalismos de corceles guerreros sino en el humilde trote de una mansa borriquilla que alguien le prestó como se presta un gesto de pequeñez no fingida.
Nosotros con ellos, cada cual con su comunidad cristiana confiada a nuestro ministerio, entramos así en la Semana Santa. ¿Cuántas llevamos ya en el recuento de nuestra memoria? ¿Cuántas pesan como un fardo de cansancio de tanto repetir lo consabido año tras año con el riesgo de dejarnos arrastrar por una inevitable inercia sin que nos mueva el alma y sin que nos conmueva lo que cada uno vive en su lugar en este momento presente? Pero también ¡cuántas sorpresas gratas al comprobar que no somos de piedra, que el Evangelio nos sigue asombrando con sus rincones inéditos en los que nos esperaba el buen Dios ahí desde siempre, para gritarnos o susurrarnos una palabra suya tantas veces oída antes y que por primera vez nos arranca la sordera distraída para poderla escuchar! ¡Cuánta alegría a comprobar que nuestro sacerdocio sigue vivo, y como una metáfora viviente somos esa borriquilla humilde que trasporta al Dios humillado que en esa guisa viene a salvarnos uno por uno, y como pueblo, sin hacerlo contra nadie!
Aquí estamos en esta mañana todo ese pueblo de Dios. Los laicos cristianos con vuestra intemperie viviendo a cielo abierto la aventura de creer en un mundo neopagano. Los consagrados con vuestros carismas que representan el recuerdo de lo que en vuestros fundadores volvió a decirnos Dios lo que ya nos dijo en los labios de su Hijo. Los sacerdotes que hemos acogido como obispo, presbíteros y diáconos, la llamada de servir ministerialmente a los hermanos dando gloria al solo y único Dios. Un pueblo peregrino que todos los días del año, con sus cuatro estaciones y con todos sus climas, queremos seguir escribiendo nuestra página cotidiana mientras describimos con la vida ante todos cuantos nos ven y escuchan a diario, nuestro modo de ser cristianos veinte siglos después de que Jesús nos hiciera el nuevo pueblo que nació en su vida, su muerte y su resurrección.
En la Catedral esta mañana hay ánforas con óleos y aromas que van a ser consagrados. Forma parte de la liturgia de esta Misa Crismal que toma su hombre por el aceite santo que se consagrará. Remedando la sabiduría antigua, tomaremos los aceites tratados con los que se restañaban las heridas de tantos enfermos y se fortalecían los músculos a quienes darían la batalla como púgiles o soldados. Con estos óleos saldremos al encuentro de los hermanos que están de tantos modos aguardando un bálsamo para sus vidas. La salud de nuestros enfermos y ancianos, la vida cristiana de nuestros catecúmenos, las manos y la cabeza de nuestros ministros ordenandos o la frente de nuestros confirmandos, los altares de nuestros templos, todo esto es puesto bajo la plegaria de este bálsamo que se hace sacramento. Oremos por los que serán ungidos en el bautismo, en la confirmación, en la ordenación sacerdotal, en la ancianidad o enfermedad grave. Detrás de estas ánforas anónimas hay hermanos que esperan el bálsamo de un óleo santo, ellos tienen nombre, edad y circunstancia que Dios conoce bien y sale a su encuentro con la gracia que les salva.
Hoy las heridas que ponemos bajo estos sagrados óleos son muchas más que las que el cuerpo reclama, y son también muchos más los lechos en los que se postra una humanidad enferma de tantas cosas. Nos duele el mundo con tantas brechas, con tantas guerras, con corrupciones y tiranías en algunos pueblos. Nos duele nuestra tierra patria que de nuevo se debate entre la intolerancia fratricida y el rechazo insolidario, de quienes pagan cínicamente con moneda de violencia, extorsión, insidia, mentira y engaño, su torpe modo de medrar en la ebria carrera del poder codiciado con inconfesable codicia.
Los santos óleos vienen a poner en nuestras manos y en nuestros ojos, el bálsamo con el que Dios nos fortalece y consuela, para que con esa fortaleza -la suya-, y con ese consuelo -el que de Él procede- vayamos al encuentro de todos los hermanos que la Providencia nos confía, aportando a la sociedad esta cristiana manera de convivencia.
Pero en esta Misa Crismal hay una cita especial que no se hace celebración privada: los sacerdotes renovaremos nuestras promesas ante Jesús Buen Pastor y ante el pueblo santo de Dios al que servimos en su nombre. Van pasando los años sin una pausa que los detenga, y subidos en la nave del tiempo surcamos mares de bonanza o aguas turbulentas. A veces las brumas nos impiden atisbar con gozo y claridad el puerto hacia el que navegamos. Acaso las fuerzas se debilitan y encontramos fatigoso seguir remando en la brega que al inicio parecía gratificante y festiva. Experimentamos no pocas veces esa soledad que nos acorrala con nostalgias imposibles, con temores venideros y con un presente cansado que nos desfonda y astilla.
No ha cambiado la llamada, no es distinta la misión ni extraño el ministerio, pero cada uno de nosotros va transformando poco a poco su vida creciendo en el Señor o decreciendo hacia lo mundano, madurando con adulta sensatez o volviendo a una caprichosa inmadurez de tiempos pasados. La vida es susceptible de ese vaivén que ante los ojos de Dios que todo lo ve, absolutamente todo, nos miran con la entraña bondadosa de la parábola del Padre bueno que cada mañana se atisba si volvemos de nuestra última aventura pródiga de los caminos a ninguna parte.
Renovamos nuestras promesas sacerdotales sabiendo que no es la repetición insulsa de lo que hacemos todos los años llegando esta fecha. De hecho, algunos hermanos nuestros por los que luego rezaremos, concelebrantes el año pasado en esta Misa, no han llegado. Así, ante la misma llamada que hoy volvemos a escuchar, ante el mismo ministerio que se nos vuelve a confiar, decimos un sí que sabe a estreno porque yo que lo pronuncio tras un año después tengo motivos para pronunciarlo como nuevo. Ha habido momentos, circunstancias, pruebas, holganzas y denuedos que a través de estos doce meses han puesto en mis años ese cúmulo de novedades que me hacen distinto. Soy otro, por todos estos motivos, aunque el Buen Pastor me llame a lo mismo. Y se pide de nosotros, de cada uno de nosotros, que de modo personal y en comunión con este presbiterio fraterno presidido por el obispo, digamos nuevamente un sí: A unirnos más fuertemente a Cristo configurándonos con Él, renunciando a nosotros mismos y viviendo por amor al Señor cuanto con gozo aceptamos el día de nuestra ordenación para el servicio de la Iglesia.
Sí a dispensar a los hermanos los misterios de Dios: la santa Eucaristía celebrada y adorada, la Palabra de Dios escuchada en todos sus púlpitos donde Él nos habla, el perdón como verdadera reconciliación que nos devuelve a la casa del Padre como hijos tras los devaneos huérfanos por nuestros pecados. No sólo damos a los otros la Eucaristía, sino también nos nutrimos nosotros de ella. No sólo predicamos a los demás nuestros comentarios bíblicos, sino que también somos oyentes de la Palabra que nos salva. No sólo perdonamos a los hermanos en nombre de Dios y como la Iglesia señala, sino que también nosotros somos pecadores que necesitan ser esperados y abrazados por la misericordia de Dios.
Añade esta promesa renovada algo que no es secundario: sin pretender bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas. Porque habría muchas maneras de poner precio a nuestra entrega, alejándonos de la gratuidad cristiana con la que debemos vivir nuestro ministerio. El precio de una codicia monetaria o el precio de un carrerismo clerical inconfesado. Lo hemos recibido gratis, y es gratuito nuestro tiempo entregado por amor al Señor como bendición a los hermanos. Este es el bien máximo, bien eterno que comienza ya aquí en esta tierra.
Este sí, que en esta mañana renovamos ante Dios y ante este pueblo al que pediremos que rece por nosotros, nos acompañe y nos sostenga, tiene una coyuntura en nuestros días que añade un cierto dolor por cuanto nos puede estar aconteciendo con la malhadada acusación de abusos de menores y el encubrimiento de algunos de estos casos. Se han dado, siempre se han dado, porque siempre la tentación hacia el mal ha sido urdido el maligno. Cada vez que esto acontece es un terrible pecado, un gravísimo delito que tiene como víctima a los más inocentes. Así se entiende la severa advertencia de Jesús cuando hablaba del escándalo hacia los más pequeños: que más le valdría a quien esto hace, que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo echasen al mar (cf. Lc 17, 2). Lo ha recordado el papa Benedicto XVI hace unos días en su escrito sobre este problema en la Iglesia, que vale la pena leer, porque explica que estos lodos tienen su origen en algunos polvos no tan lejanos. Señala él que los “pequeños” no son solamente los niños, sino todo aquel al que impedimos que crezca, a todo aquel a quien hurtamos la posibilidad de que su vida madure en la verdad, en la belleza, en la paz, en la gracia y la justicia.
Dicho esto, hay un chantaje que con cálculo estratégico se está orquestando contra la misma Iglesia. Los casos que se dan (y aquí en nuestra diócesis se ha dado un caso que inmediatamente abordé hasta su condena y expulsión del ministerio por parte del papa Francisco, que no titubeó en firmar), se han de acometer con la seriedad responsable como intentamos hacer (sólo nosotros, por cierto). En la última Asamblea Plenaria de la CEE nos hemos dado un importante vademécum como protocolo fehaciente para acompañar a las víctimas (que pueden ser los menores o los calumniosamente acusados), para proceder canónicamente y con transparencia ante los tribunales civiles.
Pero si los casi 45.000 casos que en los últimos 60 años se han dado en España, que han acabado en condena de los abusadores, sólo unos 40 casos han sido perpetrados por sacerdotes, estamos ante una desproporcionada atención mediática, cuya focalización pretende imputar tan sólo a la comunidad cristiana. Siendo pocos casos estos cuarenta entre los 45.000, son demasiados. Y esto es cierto. Pero también es cierto que hay que salir en defensa de los sacerdotes y obispos que viven con sencillez su ministerio, que atienden a los ancianos, a las familias, a los niños y jóvenes, a los enfermos, a todos los pobres de todas las pobrezas, que viven con fidelidad su ministerio cuidando la liturgia, la caridad y la catequesis. Si alguno de los sacerdotes comete este horrible pecado y cae en este execrable delito, es algo terrible, pero no es la tónica ni la praxis de una Iglesia que sigue escribiendo entre gozos y penas su página histórica en nuestros días.
Por eso hago mías las palabras del papa Francisco al final del encuentro en Roma sobre los abusos, recientemente: “Permitidme ahora un agradecimiento de corazón a todos los sacerdotes y a los consagrados que sirven al Señor con fidelidad y totalmente, y que se sienten deshonrados y desacreditados por la conducta vergonzosa de algunos de sus hermanos. Todos —Iglesia, consagrados, Pueblo de Dios y hasta Dios mismo— sufrimos las consecuencias de su infidelidad. Agradezco, en nombre de toda la Iglesia, a la gran mayoría de sacerdotes que no sólo son fieles a su celibato, sino que se gastan en un ministerio que es hoy más difícil por los escándalos de unos pocos —pero siempre demasiados— hermanos suyos. Y gracias también a los laicos que conocen bien a sus buenos pastores y siguen rezando por ellos y sosteniéndolos”.
Queridos hermanos sacerdotes, queridos hermanos todos, vivamos este momento de gracia en el triduo pascual que celebraremos juntos. Y que la gracia del Resucitado ponga en nuestras almas el deseo de una fidelidad renovada, con la esperanza que llena de alegría nuestro mundo. Que María nos bendiga con su compañía materna y nuestros beatos mártires seminaristas intercedan por todos nosotros.
+Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
16 abril de 2019