El sábado pasado tuvimos en nuestra Catedral de Oviedo una hermosa celebración con la que dábamos comienzo al curso pastoral. No sólo nuestros escolares en sus aulas colegiales o universitarias, no sólo nuestros políticos y jueces en sus sedes parlamentarias o tribunales, no sólo los deportes o los conciertos al inicio de sus temporadas, sino que también nosotros como Iglesia que camina, tenemos un punto de partida y, Dios mediante, tendremos un punto de llegada.
En esta casa se albergan tres espacios docentes teológicos: el Instituto Superior de Estudios Teológicos, el Instituto Superior de Ciencias Religiosas San Melchor de Quirós y el Instituto de Teología y Pastoral San Juan Pablo II. No sé porqué el primero no tiene santo y sólo tiene seña. Habrá que buscarle una advocación. Tres realidades que, con diversos destinatarios, cumplen ese servicio formativo de una verdadera educación cristiana. Se trata de una educación integral y no fijada en un aspecto particular tan sólo.
Educar no es simplemente instruir, es mucho más, aunque incluya, lógicamente el elemento de la enseñanza. Educar significa acompañar en la búsqueda que se hace camino en el hallazgo de la verdad. Quiero subrayar la importancia del acompañamiento como un medio eximio en esa educación integral. No se trata de un adiestramiento de palestra y menos aún una violenta domesticación, sino una verdadera educación en el sentido etimológico del término: acompañar (no suplir) la mirada de otro en el descubrimiento de la realidad con todos sus matices, poniendo en juego todo lo que interiormente nos constituye (Cf. L. Giussani, Llevar la esperanza. Primeros escritos (Encuentro. Madrid 1998) 64), puesto que educar significa no tanto meter cuando sacar con delicada finura lo que Dios puso dentro de la persona, viendo la correspondencia que hay con la realidad que tenemos delante. No en vano, «educar, del latín «educere» (extraer), quiere decir reconocer que, en el interior del alumno, como «alter ego» que es, existen unas potencialidades que no puede desarrollar solo, y que sin embargo en la compañía de alguien que más que profesor sea tutor o maestro, pueden despertarse. De hecho, cuando alguien parte de la experiencia, en la que está necesariamente implicada toda su persona, realiza mucho más que una transmisión de conocimientos, abraza la pregunta que el otro es, la clarifica, y la potencia, al darle un inicio de respuesta. Maestro no es aquél que proporciona respuestas prefabricadas a sus discípulos, sino el que enseña a pensar, porque suscita las preguntas decisivas mediante el testimonio de su historia personal de implicación con esas preguntas» (A. Llano Torres, «El cansancio de Occidente, el nihilismo y el debate constitucional sobre el derecho a la educación: ¿de qué se trata?, ¿qué hace posible hoy una auténtica experiencia educativa?», en Anuario de Derechos Humanos 5 (2004) 483-484).
El objetivo último no es otro sino lo que la nueva Ratio Institutionis para la formación de los seminaristas, llama la “docibilitas” al Espíritu Santo. Podemos aplicarlo a quienes como seminaristas, religiosas o laicos frecuentan nuestras aulas aquí, propiciando que los alumnos crezcan en libertad y secunden con madurez lo que Dios quiere de sus vidas en la Iglesia, desde un encuentro leal y sincero con los diversos formadores o maestros que han de ayudar a que se conozcan ellos mismos con verdad y a que sean conocidos con transparencia (Cf. Francisco, Discurso a los seminaristas, a los novicios y a las novicias provenientes de varias partes del mundo con ocasión del año de la fe (6 de julio de 2013), 9).
Estamos ante una verdadera aventura humana, intelectual y también cristiana, en la que ponemos en juego nuestra libertad, nuestro afecto, nuestra inteligencia, para que a través de los distintos argumentos filosóficos nos abramos a las preguntas que la vida ha puesto en el corazón de los hombres de todos los hombres, y en cuyo relato a través de la historia o los tratados de la filosofía, podemos reconocer nuestras mismas preguntas. Pero con esa pregunta en el corazón, nos abrimos con gratitud y respeto a lo que Dios ha querido darnos como respuesta a través de su Revelación, y cómo esa palabra gratuitamente revelada se ha hecho luego pensamiento en nuestra teología, alabanza en nuestra liturgia, comportamiento moral en nuestra ética cristiana, anuncio evangelizador en la catequesis de una buena noticia.
De todo esto hablamos y tratamos cuando con diverso ritmo y distintos destinatarios acudimos a las aulas de un curso académico que hoy comenzamos. No hacemos una teología, no la enseñamos o la aprendemos simplemente por una exigencia académica de superar unos exámenes y completar un currículum. Hacemos, enseñamos y aprendemos la teología para conocer mejor a Dios en su misterio revelado, y con esa dulce verdad bella y bondadosa, dirigirnos con misericordia al hombre concreto al que somos enviados. El Espíritu Santo, cuya misa votiva estamos celebrando, tuvo esa encomienda tal y como Jesús nos dejó dicho en el discurso de la Última Cena en el Evangelio que hemos escuchado: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros, pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 15, 25-26). Es la gran obra de misericordia que Dios mismo vive con cada uno de nosotros al cumplir esa promesa del envío de su santo Espíritu, y enseñarnos tantas cosas que no sabemos, o recordarnos tantas cosas que tan fácilmente olvidamos. Por eso encomendamos nuestras tareas académicas y educativas al Espíritu Santo con esta santa Misa que votivamente celebramos al comienzo de un curso todavía no escrito.
No se trata de una ciencia sin más lo que pedimos, no es la disposición necesaria para el aprendizaje de conceptos, novedades, desde la doble orilla de la filosofía y la teología. Pedimos la sabiduría que es infinitamente mucho más. Porque ésta consiste en una mirada que reconoce lo inmediato que a diario se nos presenta, que no rodea ni se fuga de la realidad, aunque nos ponga en un brete o nos plantee mil desafíos. Porque la realidad no siempre es diáfana y clara, y veces se torna esquiva, y nos burla o se disfraza de ambigüedad. Es entonces cuando sin desdén de la realidad, hay que saber ir más allá de su apariencia engañosa. Este viaje no tiene mapas digitales, y su empeño no cabe en un manual. Hace falta algo tan grande y gratuito como la sabiduría, que es lo que en esta tarde pedimos al Espíritu de Dios.
De esta sabiduría siempre seremos discípulos, y en sus aulas nos sentamos con el ánimo de aprender cosas para la vida. Aprendemos a mirar a Dios en su misterio, tal y como Él nos lo ha revelado. Aprendemos a mirar a su Iglesia, que custodia la Palabra y la Presencia del Señor, esas que han narrado a lo largo de los siglos una historia de salvación. Aprendemos a mirar al hombre, siempre henchido de preguntas, capaz de soñar con esperanza y capaz de hacerse daño en las heridas. Esta sabiduría, don del Espíritu Santo, es la que vemos que han vivido los santos y en ellos nos reconocemos. En cada época ha habido esa muchedumbre de testigos que nos hablan con su vida santa de esa triple mirada sabia a Dios, a la Iglesia, a los hermanos. Esto fueron también nuestros recién beatificados mártires seminaristas. Con ellos y como ellos queremos ser sabios con esa sabiduría que acierta a acoger sabrosamente a Dios mientras luego sale misericordiosamente al encuentro de los hermanos.
Pidamos la intercesión de María, Madre de misericordia y Trono de sabiduría, para que bendiga nuestros trabajos en este curso académico que ahora comienza a fin de que cada uno desde la vocación recibida pueda dar gloria a Dios y ser bendición para los hermanos que están cerca. El Señor os guarde y siempre os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
16 septiembre de 2019
Seminario Metropolitano de Oviedo