Homilía en la Vigilia Pascual

Publicado el 07/04/2012
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Homilía en la Vigilia Pascual


Catedral, 7 de abril de 2012

 

Han pasado ya los nubarrones y quedaron en los días pasados, pasados por agua sin tregua ni descanso. Hoy la Iglesia se reúne en oración para meterse de lleno en la Vigilia Pascual, corazón de la liturgia de todo el año cristiano.

 

Es de noche hoy también, como lo fueron las noches pasadas del jueves y del viernes santo, pero esta vez tenemos una novedad que es con la que hemos comenzado nuestra celebración: en la oscuridad más densa y  más impuesta, una pequeña luz disipa de golpe todas sus tinieblas. Una luz desproporcionada como un cirio pascual que se achica ante la majestuosidad inmensa de una catedral como la nuestra, o ante la impetuosidad de un mundo a oscuras y apagado. Pero esa luz, hija de un fuego bendecido e incensado como si de un hermano se tratase, el hermano fuego que supo cantar San Francisco, ha tenido la gracia de hermanarse con otros cirios hermanos: nuestras pequeñas velas que iban aportando claridad en lo que pintaba tan negro.

 

Nos hemos adentrado así hasta el altar de Dios, siguiendo una estrella con forma de candela que nos ha encendido la resurrección del Señor. Ahí hemos reconocido el gesto prometido por Jesús: al tercer día Él resucitaría. Y con el exultet de nuestra alegría hemos oído el relato del canto de la Iglesia. Con esa luz sobrevenida por gracia inmerecida, hemos escuchado otro canto: la grande historia de nuestra salvación. Los grandes momentos en los que nuestra vida fue contemplada por Dios que no se resignó jamás a que fuésemos víctimas de nuestros paraísos destructores y  no cejó nunca de volvernos a encontrar en el paraíso perdido.

 

La historia que hemos escuchado como un viejo relato de verdad y belleza que con cuidado nos han ido transmitiendo nuestros mayores, nos ha narrado la fidelidad de Dios que nos creó, que no se escandalizó ante nuestro desprecio por el pecado, que siguió acompañando nuestro regreso pródigo o nuestro regreso huérfano a la casa de la que nunca debimos salir: el hogar entrañable del corazón de Dios que palpita en su Iglesia. Y esta vuelta, siempre inacabada del todo hasta que entremos en la patria del cielo de la que nuestros mejores pasos siguen siendo peregrinos, es una vuelta que se inicia en la Pascua de Cristo. En ella somos bautizados, en ella crecemos y maduramos, y en ella año tras año nos convertimos.

 

Esta noche hacemos la bendición del agua, se rociarán nuestras cabezas y se regarán nuestros corazones, para que con inteligencia y afecto sigamos caminando nuestra vereda cristiana, cada uno en su propia vocación. Pero este agua tiene un significado intenso en la Vigilia pascual aquí en nuestra Catedral de Oviedo. Habrá unos niños que serán bautizados en esta noche más luminosa que ninguna. Ellos serán introducidos en las aguas santificadas por Jesucristo, haciéndoles hijos de Dios en el nombre de la santa Trinidad. Lo piden sus padres, cristianos maduros, los más mayores lo piden ellos mismos, lo piden a la Iglesia, hogar de su fe. ¿Qué vericuetos andarán estos pequeños? ¿Cuál será la palabra que nos dirán sus labios ahora infantes? ¿Qué milagro de paz y de gracia repartirán sus manos? ¿Quién palpitará en esos tiernos corazones cuando llegue el tiempo de los amores y descubran otra persona amable o sean llamados incluso por Dios?

 

Todo eso representa un misterio que en esta noche se hace plegaria en nuestra pascua cristiana. Damos gracias a Dios por ellos y por sus padres, pedimos gracia también. Pero, no sólo serán estos pequeños a recibir el bautismo, sino toda esta querida comunidad cristiana la que renovaremos nuestro ¡sí! al Señor y para el demonio nuestro más convencido ¡no!, al hacer nuestras de nuevo las promesas de nuestro bautismo y nuestros rechazos de satanás.

 

Hay una nota excepcional en este rito. En nuestra Diócesis de Oviedo tenemos muchos caminos cristianos, que cada uno con su estilo, con su espiritualidad y su pedagogía hace esta andadura llena de entrega siendo hijos de Dios, hijos de la Iglesia e hijos de nuestro tiempo. Entre estos modos cristianos, está el Camino Neocatecumenal que hace más de cuarenta años fundara en las barracas de Madrid el español Kiko Argüello, hoy extendido por todo el mundo.

 

Estos hermanos nuestros hacen con toda seriedad un camino de conversión que les lleva muchos años, en torno a la Palabra de Dios, la santa Eucaristía, y la comunidad cristiana que en la Iglesia van formando. No son ajenos ni extraños, sino nuestros y muy queridos, y reconocemos conmovidos el paso que les hace ser cristianos convencidos. Esta noche concluyen ese largo camino y lo hacen en todas las diócesis del mundo acudiendo a la catedral, iglesia madre, y en la presencia del Obispo renuevan de modo solemne lo que todos nosotros haremos de modo normal: el bautismo. Y sus vidas se revestirán de las vestiduras blancas como cuando éramos niños bautizandos. Una vestidura que han debido agrandar y sobre todo que han debido lavar, cuando sus vidas no siempre han crecido y se han podido manchar. Por esto han hecho todo este dilatado camino debidamente acompañados por sus catequistas, por sus hermanos de comunidad y por sus presbíteros.

No van ahora a descansar como quien cuelga el trofeo de una victoria deportiva o el galardón de una conquista cualquiera. Ellos seguirán haciendo maduramente su camino cristiano, insertados en sus parroquias, trabajando por la Iglesia diocesana, amando al Papa, ayudando al Obispo, y en medio de sus ocupaciones profesionales, familiares, en medio de las dificultades y alegrías de cualquier ciudadano, dar testimonio de Cristo. Bendito sea el Señor por este paso, y a El le damos las gracias por hacernos testigos.

 

Queridos hermanos y hermanas, termino como concluye esta liturgia santa: con la invitación que nos hace la Iglesia a sentarnos en torno a la mesa de los hijos, para ser nutridos con el Cuerpo de Cristo resucitado. No comulgaremos la nostalgia de un buen hombre matado en la cruz de la incomprensión y los pecados de los hombres, sino que comulgaremos a quien le vieron vivo en los senderos de la fuga como en Emaús, o en el llanto roto de los olvidos. Cristo ha vuelto, ha resucitado, no se marchará jamás, sino que nos ha prometido quedarse entre nosotros como Presencia y Compañía para que lleguemos todos y cada cual a nuestro destino.

 

Esta es la alegría humilde de la pascua cristiana: ser capaces de entrever en nuestra penumbra una luz infinitamente mayor que todas nuestras oscuridades juntas. Y aunque la muerte en todas sus formas nos sigue amenazando y chantajeando, la certeza de la victoria de Cristo es la que nos permite creer en esa Bondad divina que luce como el más radiante sol capaz de ayudar y acompañar lo concreto de nuestra vida.

 

Felices Pascuas. Aleluya. El Señor os guarde y con su Madre os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo