Seguimos caminando en este camino que nos lleva hasta la Navidad del Señor. El Adviento es el tiempo litúrgico que nos dispone a recuerdo de la llegada de Aquel que vino, que volverá, sin haberse ido jamás de nuestro lado. Es la paradoja de la compañía discreta de Dios que hace dos mil años se hizo hombre, que regresará en gloria al final de los tiempos, y que no ha habido momento ni circunstancia de la historia en la que no haya querido acompañarnos.
En este caminar hoy la liturgia nos sorprende con una fiesta de la Virgen particularmente querida en nuestra tradición cristiana de España: la Inmaculada Concepción. Esta solemnidad nos es presentada como una dulce invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.
Que María haya sido preservada del pecado original y originante, significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y de belleza como leemos en el relato de la creación en el libro del Génesis, no fue del todo truncado ni fatalmente contradicho con la aparición del Tentador y sus mañas ante el cual sucumbirá Eva (1ª lectura. Gén 3,9-15.20).
Ha habido alguien, que por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal —menor o mayor—, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien —menor y mayor—. Nos reconocemos en esa elección que hizo para nosotros el Padre Dios antes de la creación del mundo, al elegirnos en la Persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor (2ª lectura. Ef 1,3-6.11-12). Lo que en nosotros ha sido y sigue siendo un anhelo y una llamada incesante que nos reclama a la conversión, en María ha sido una feliz realidad de la que nos viene a nosotros la posibilidad de ser redimidos.
Acabamos de escuchar en el evangelio de esta fiesta (Lc 1,26-38) cómo los imposibles pueden hacerse posibles. No, no se trata de un juego de azar, de una adivinanza, o de una especie de sortilegio. Lo imposible es posible cuando no queremos ser como Dios: vieja y única tentación del hombre. Cada cual sabe cuáles son sus árboles de fruta prohibida con los que sustituir a Dios, o cuál su torre de babel con la que conquistarle, o ante qué becerros de oro de dioses que no lo son se postra.
¿Qué significa en este momento hablar de imposibilidades? La lista se haría tan enojosa como prolija de las muchas cosas que nos desafían imponiéndonos su rostro más severo en donde quedan acorraladas la esperanza y la dicha, esas que en otros momentos parecían claras y definitivas. Caducan las promesas que se levantan en falsas expectativas, se rompen los acuerdos que se firmaron con la seriedad de un pacto verdadero, y parece que todo salta por los aires cuando aún nos queda aire y algo por lo que saltar.
Todos tenemos un sinfín de imposibilidades, todos tenemos algo que no llegamos a controlar hasta el fondo, algo en lo que nos sabemos y somos en verdad pobres y pequeños. Podemos desesperarnos hasta la rebeldía, podemos resignarnos hasta la pasividad, pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda del todo y enseguida. Importa únicamente que yo me deje guiar por el Señor, acogiendo su plan sobre mí.
La Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de la cosa pública, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, hay alguien que nos señala un camino diverso. Porque aunque todo eso se da en nosotros y entre nosotros, la Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que en María verdad y belleza se hizo, una historia que nos pertenece porque por ella la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos renunciar.
La pluma de un poeta andaluz del siglo de Oro, el linarense Fray Pedro de Padilla, nos deja asomarnos a ese regalo que Dios nos hizo en la Inmaculada Concepción de la Madre de Cristo:
Ninguno del ser humano
como vos se pudo ver:
que a otros los dejan caer
y después les dan la mano.
Mas vos, Virgen, no caíste
como los otros cayeron,
que siempre la mano os dieron
con que preservada fuiste.
Yo, cien mil veces caído,
os suplico que me deis
la vuestra, y me levantéis
porque no quede perdido.
y por vuestra concepción,
que fue de tan gran pureza,
conserva en mí la limpieza
del alma y del corazón,
para que, de esta manera,
suba con vos a gozar
del que solo puede dar
vida y gloria verdadera.
Hermanas y hermanos, es hermosa esta fiesta de nuestra Señora, vivámosla con gratitud y aprestémonos a hacer nuestro su regalo, porque en Ella el mismo Dios nos lo quiere dar: que lo que en María jamás manchó su vida, en nosotros por la gracia que nació de Ella se puede lavar. La Sin-pecado e In-maculada nos acompaña en nuestras debilidades para levantarnos, y con la gracia de su Hijo poder volver a empezar.
Con nuestra Santina Inmaculada, el Señor os colme de bien el corazón y ponga siempre vuestros pies por senderos de paz.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo