Sr. Obispo auxiliar de Madrid, Sr. Arcipreste del Caudal, Sr. Cura Párroco de Turón, Padre Provincial de los Pasionistas, H. Provincial de La Salle, Postulador general de La Salle, M. Provincial de las Dominicas de la Anunciata, Sacerdotes. Sr. Alcalde y Corporación municipal del Ayuntamiento de Mieres. Hermanos y hermanas en el Señor.
Abrir las puertas de esta casa que coincide con el hogar de Dios, es adentrarse en un espacio donde somos mirados con ojos distintos, donde quien lo habita sabe nuestro nombre y se lo ha querido tatuar en la palma de su mano –como dice el profeta Isaías–, que le importan lo que a mí me arruga y aplasta o me dilata y enseñorea. En esta casa, hogar de Dios en Turón, nos hallamos esta tarde para dar gracias por esta divina cercanía del Señor que quiere seguir siendo Dios con nosotros en las encrucijadas de la vida.
Por esta casa transcurre toda una vida que se hace biografía: cuando nacemos nos traen para ser bautizados, aquí somos nutridos con la santa eucaristía, se nos perdonan los pecados al confesarnos, nos confirman cuando necesitamos ser fortalecidos con el don del Espíritu Santo. Aquí venimos cuando nos enamoramos y decimos sí a la persona que el Señor ha puesto en nuestro camino para con ella construir una familia cristiana entre hombre y mujer, abiertos a la vida, con un amor para siempre lleno de ternura y respeto. Algunos venimos a esta casa cuando nos ordenamos sacerdotes o nos consagramos a Él como religiosos. Aquí se nos proclama la palabra de la vida de un evangelio siempre novedoso. Aquí nos ungen nuestros muchos años o nuestras enfermedades con la unción que para los enfermos y los ancianos nos regala la Iglesia para vivir de otro modo estas circunstancias. Y, finalmente, aquí volvemos cuando nos vuelven a traer de nuevo para el adiós tras la muerte mientras elevamos una oración a Cristo resucitado pidiendo para nuestros seres queridos el eterno descanso.
Bendito sea Dios que permite que esta iglesia pueda de nuevo abrir las puertas tras unos años de restauración. Doy las gracias a cuantos han intervenido para que esto diera comienzo, se pudiera realizar con tanto acierto, colaborando a partir de ahora para que los gastos que quedan, que no son pocos, puedan seguir llegando según la palabra dada, llevando este proyecto al mejor de sus puertos.
Pero Turón, en uno de nuestros valles más sugestivos, es un ejemplo de trabajo esforzado, aquilatado en la dureza de la mina y en la nobleza de la convivencia de gente verdaderamente noble. Fue aquí donde un grupo de cristianos dieron su mejor testimonio llegando al heroico momento de darla para siempre, a tan joven edad, por amor a Cristo y a los hermanos. Pasionistas, Hermanos de La Salle, no sólo vinieron a enseñar en los colegios de entonces, sino que nos dieron la más hermosa y perenne lección escribiendo en el libro de la vida con la letra de su propia sangre.
La fe no se profesa sólo con los labios, sino con toda la vida que llega incluso a entregarla como supremo acto de amor. Jesús se atrevió a llamar dichosos a quienes sufren las lágrimas, el hambre, la acechanza… haciendo de su llanto un canto sereno, vistiendo sus penurias de galas inimaginables, saciando sin empacho el corazón, y suscitando en la persecución peregrinos de la eternidad que ya nadie ni nada detendría. Sin duda alguna, estamos ante una revolución de los valores con esta proclama de las bienaventuranzas: lo que paradójicamente llama el Señor dicha y felicidad, el mundo lo reconoce como infeliz desdicha. ¿Cómo es posible semejante trueque y trastoque? ¿cuál es el secreto por el que una maldita malaventuranza se convierte en bienaventuranza bendita? Son las paradojas de Dios. Nunca lo entenderán quienes no caminan por los caminos que Dios frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad mortecina que no aman ni la luz ni la vida.
Estos hermanos nuestros que dieron su vida por Dios perdonando a quienes se la arrancaban tan cruel y violentamente, fueron víctimas de una terrible confusión llena de resentimiento que fijó su diana en personas inocentes que vivían sencillamente su fe sin hacerlo contra nadie. Fue una persecución enloquecida que acabó en fratricidio, una represión que en nombre de una falsa libertad se trocó en liberticida.
¿Cuál fue su presunta fechoría que había que reprimir con tamaño exceso de quien siega la vida? Su ridículo delito en la mente de sus asesinos fue la fe que los mártires abrazaron, su vocación vivida, el testimonio cristiano en todas las vías. No se les encontró en sus hábitos y ropas un carné de partido porque nunca militaron en política, ni armas defensivas quienes eran instrumentos de paz rendida, ni odio en su mirada quienes se asomaban a la vida desde los ojos del Señor, ni siquiera una resistencia legítima que hubiera podido resolver la tragedia con una comprensible huida. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor les proponía.
Con la capilla que les dedicamos a estos mártires canonizados no vamos a relatar el escarnio de mofa y befa que sufrieron antes de morir, no queremos reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera pronunciaremos el olvidado nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye nuestra memoria histórica, porque en el corazón cristiano tan sólo cabe la gratitud conmovida por el testimonio de los mártires y no el ajuste resentido de quien quiere reescribir la historia sucedida. Nuestro recuerdo es paradójicamente mucho más subversivo, porque no nace del rencor ni trata de imponer el olvido. No esgrime la provocación sino el reconocimiento que nos abre a la reconciliación que en estos mártires aprendemos. En el paredón del odio no salió queja alguna de ellos, murieron amando a Dios testimoniando así su belleza, y como hizo el Maestro, miraron a quienes no sabían lo que hacían, implorando a Dios para ellos el perdón que no obtuvieron en aquella violencia enloquecida.
Así elevamos esta tarde nuestra oración, conmovidos por tan supremo testimonio de quienes creyeron con fe hasta el extremo de dar la vida, que se torna en testimonio no sólo de fe, sino también de amor al morir perdonando a quienes les arrancaban absurdamente la vida. Se podrán escribir panfletos, rodar películas, vociferar en tertulias y dictar leyes que reabren las heridas, pero todo eso caduca con el implacable paso de los días cuando lo que se dice, se escribe o se filma no hace las cuentas con la verdad. Al final sólo quedan los nombres laureados con la corona de la santidad y la palma del martirio de estos hermanos y hermanas nuestros. Con dulzura, sin acritud, sin revancha, ellos han escrito con su sangre la página impresionante de una humanidad nueva y redimida en aquel primer mártir cristiano que dio su vida en la cruz.
Hoy los martirios siguen existiendo en tantas partes del mundo, en donde los cristianos siguen siendo perseguidos, torturados y asesinados. Un verdadero cristiano siempre será un peligro para quienes no aman la libertad, la justicia, la paz o sencillamente la vida. Pero hay también otros martirios que se infligen de modo incruento cuando se banaliza, se cercena, se censura o se penaliza el poder vivir nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza. La cruz o el paredón pueden tener tantas formas aunque respondan siempre a una persecución de Cristo y de los cristianos. Nuestra respuesta no puede ser otra distinta a la del Señor y a la de sus mártires que hoy celebramos.
Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que siendo víctimas del odio mortal por su fe confesada y vivida, representan para nosotros un reclamo de perdón, de reconciliación, de vivencia cristiana audaz y sencilla. Son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida.
Que todos ellos intercedan por nosotros, por nuestro pueblo, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estos beatos el consuelo, la fortaleza y la compañía.
Que la Reina de los mártires, nuestra Santina, nos cubra con su manto y junto a todos ellos nos acompañe hasta la otra orilla.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo