Querido hermano en el episcopado, Mons. Martin Adjou. Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y religiosos, catequistas, hermanos todos en el Señor: paz y bien.
La Iglesia proclama en este día, primer domingo de cuaresma, que Jesús se marchó a Galilea para anunciar el Evangelio de Dios. Ese mismo Evangelio se ha venido proclamando en todas lenguas, en todos los lugares a través de los veinte siglos de cristianismo. Y llegó incluso aquí, a Bembereké con la misma fuerza esperanzadora que siempre tienen las cosas de Dios.
Debo deciros un pequeño detalle: hace 25 años yo fui ordenado sacerdote. Evidentemente, la noticia no se supo en Benín, ni yo tampoco supe que empezaba una misión católica en Bembereké por parte de la Diócesis de Oviedo dando comienzo a esta parroquia. Hoy, 25 años después, yo recibo al visitaros con este motivo, y al contemplar bien cimentada ya esta realidad, el mayor de los regalos que he recibido en este año y por el que doy gracias al Buen Dios.
Aquel Jesús que con sus primeros discípulos fue predicando el Evangelio del Reino por la Galilea al saber que habían matado a Juan el Bautista, les mandaría a estos mismos discípulos ir hasta los confines de la tierra para anunciar su Evangelio de vida y resurrección cuando Él volvió a su Padre. Comenzaron aquellos primeros cristianos a difundir la Buena Noticia y llegaron a España también. Siglos después, los cristianos de España, los que viven en mi región de Asturias de la Diócesis de Oviedo, volvieron a escuchar el mandato de Jesús y vinieron hasta este precioso lugar en Bembereké.
El arzobispo de entonces Mons. Gabino Díaz Merchán habló con el obispo de aquí, Mons. Nestor Assogba, y dio comienzo esta colaboración. Por aquí han pasado varios sacerdotes que recordáis y que no os olvidan a vosotros como el P. José Manuel, el P. Luis, el P. Ramón, el P. Pedro, el P. Mateo, el P. Jorge, el P. Antonio, el P. Abel, y ahora el P. Alejandro. También las Dominicas de la Anunciata que han ido pasando por este lugar. Por todos ellos y cada uno damos gracias a Dios por estos 25 años de historia cristiana entre vosotros.
Me ha impresionado el símbolo de acogida con el que fui recibido anteayer: un poco de agua que fue derramada a mis pies. El agua es un don precioso, a veces escaso, pero que no podemos nosotros disponer por nosotros mismos. Es un regalo del cielo cuando llueve y que luego la “hermana madre tierra” (San Francisco) custodia con esmero y conserva para nuestro bien. Con el agua se puede limpiar nuestra suciedad, refrescar nuestra fatiga y calmar nuestra sed; con el agua también fecundamos la tierra y permitimos que nazca la vida en nuestros campos. El agua es un símbolo religioso con el que da comienzo la vida cristiana a través de nuestro bautismo.
Hoy le pido al Señor que no deje de bendecirnos con el agua de su gracia y que nos la haga llover más y más. Que nosotros también podamos compartir fraternamente lo que hemos recibido como don de Dios poniendo al servicio de los demás lo que cada uno ha recibido (cf. 1 P 4,10). Yo quisiera saber compartir con todos vosotros la alegría que tenéis en vuestros rostros, en vuestras danzas y cantos, en vuestros vestidos de fiesta que a todos nos mostráis en un día tan especial. La alegría de la cual dais tan precioso testimonio lleva el nombre de la esperanza cristiana y nos permite ser reconocidos como discípulos de Jesús el Señor. Que nadie os quite vuestra alegría jamás, porque es una alegría que proviene de Cristo, tan distinta a la que da el mundo (cf. Jn 16,22).
Termino haciendo una invocación a la Virgen María. En Asturias la llamamos Nuestra Señora de Covadonga, la Santina. Ella nos invita siempre a hacer lo que Jesús dice. Y por ella el agua fue convertida en vino en las bodas de Caná. Yo le pido a la Madre del Señor y madre nuestra, que interceda para que se transforme en vino de esperanza el agua de nuestra vida cotidiana.
Hermanos y hermanas, os digo un pequeño secreto. Es un regalo poder reconocer en Bembereké un trocito de mi Diócesis de Oviedo a través de los hermanos que han venido y que vendrán. Sí, seguiremos viniendo. No podemos prescindir de la misión, porque sin la misión que nos lanza a anunciar el Evangelio a todas las gentes con la Iglesia de Jesucristo, una Diócesis termina por hacerse egoísta, replegándose sobre sus problemas y empobreciéndose, y sencillamente deja de ser Iglesia. Que Dios nos siga regalando a la Diócesis de Oviedo la gracia de estar entre vosotros como hermanos que comparten la fe, la esperanza y el amor.
El Señor os dé siempre su paz.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo