Con la solemnidad de Pentecostés concluimos el tiempo de Pascua. Han sido cincuenta días de un aleluya ininterrumpido, como sin interrupción ha sido la mañana amanecida sin más ocaso, ni luto, ni llanto, desde que Cristo resucitado dejara para siempre el sepulcro vacío. Pero el Señor no se marchó sin haber hecho la promesa: el envío del Espíritu Santo. Aquellos discípulos tenían que continuar lo que en Jesús sólo tuvo comienzo. Pero no estaban aún preparados. Veían por doquier miradas extrañas, y los fantasmas de la Pasión del Maestro les dejaban helados. Como dicen los relatos pascuales, aquellos primeros discípulos estaban huidos o escondidos por miedo a los judíos. Fueron muchos los sobresaltos en los últimos días y andaban encerrados entre el pánico de sus temores, el frágil recuerdo de la promesa del Maestro y la confianza que les despertaba María que les convocó a la oración y al aguardo. Con ella se pusieron a rezar, y con esta mujer fuerte, madre sobrevenida, recordarían momentos inolvidables mientras amasaban la espera de una promesa todavía por llegar. Aquel Cenáculo era testigo de otras veces junto a Jesús el Maestro, comensales en cena postrera con pan y vino pre-eucarísticos, con confidencias cargadas de afecto creyente, y prisas en los adioses del que luego fuera el traidor. María era Madre, ejercía y de qué hermosa manera.
Hasta que de pronto, un viento huracanado y dulce brisa a la vez, hizo saltar los cerrojos que amordazaban la esperanza, y un fuego más hermano que nunca puso luz en la oscuridad de los ojos y verdadera lumbre en la tibieza del corazón. Las puertas de pronto abiertas de par en par, les indicaban el camino que debían recorrer hasta aquella plaza pública. Allí les esperaba el mundo mundial como si fuera una babelia en cuyo caos se deseaba volver a ver aletear el Espíritu, y así cada cual viniendo de donde venía y hablando en sus lenguas propias, todos les entendían en su idioma materno hablar de las maravillas del Buen Dios: que no es una quimera, que no es una engañifa, que es el que hace nuevas todas las cosas, el que las crea, las embellece y las beneficia.
El nombre de aquel episodio de fiesta judía era Pentecostés. Desde entonces se tornó para siempre en una fiesta cristiana como la que más. Con esta festividad de la llegada del Espíritu Santo, terminamos este recorrido que hemos hecho en el tiempo pascual. Y esto es lo que estamos celebrando uniéndonos a la alegría de toda la Iglesia que ve cumplida la promesa que nos hizo Jesús: enviarnos al Santo Espíritu para recordarnos lo que tan fácilmente olvidamos de la Buena Nueva, y explicarnos en el corazón lo que no acabamos de entender verdaderamente de cuanto nos dijo y mostró el Señor.
Pero hoy en nuestra Diócesis esta fiesta de Pentecostés tiene un precioso motivo que añade un gozo grande: la ordenación de un sacerdote y dos diáconos. Estos queridos hermanos: Santiago Lorido García para presbítero, y Miguel del Campo Sánchez y Celestino Riesgo Iglesias para diáconos, son un don del Señor que reconocemos y por el que damos gracias como Iglesia diocesana. Han sido varios años de formación en nuestro Seminario Metropolitano, y poco a poco se han ido avezando en la tarea pastoral, hasta llegar al hoy de un día tan esperado por ellos y por la gente que más les quiere. Serán llamados por la Iglesia con su nombre propio. Es el nombre que otras veces se escuchó en la Iglesia: su bautismo, su confirmación, los ministerios laicales que se les fue confiando. Esta tarde de Pentecostés, sus nombres resonarán en las naves de nuestra Catedral llena de amigos, familiares, compañeros seminaristas, religiosos y sacerdotes. Puestos en pie, como acabamos de ver, ese nombre cristiano ha sido la llamada de la Iglesia como labios del Señor. Y ellos han respondido su más importante y vinculante “sí”, con esa expresión que indica que son ellos y que están aquí, abiertos al envío que Dios les proponga: “presente”, es lo que han dicho en voz alta como respuesta a la llamada del Señor en medio de su Pueblo.
Queridos Santiago, Miguel y Tino, tal vez como aquellos discípulos, pueden haberos tentado en estos días previos no pocos temores, alguna incertidumbre, el lógico respeto que siempre se experimenta ante algo verdadero que pide de nosotros lo mejor. Y no os hacéis una idea propiamente dicha de cómo serán las cosas, qué encontraréis en vuestro primer destino y en los que luego poco a poco se sucederán. Al igual que quienes se prometen fidelidad para siempre en sus esponsales, también vosotros por amor y con amor a Jesucristo en su Iglesia, diréis el sí anticipadamente a que las cosas sucedan. Es como una hoja en blanco que ofrecéis al Señor, firmándola firmemente con la tinta de vuestra libertad y el pulso de vuestra confianza abandonada en Dios.
«No tengáis miedo»
Si el saludo pascual de Jesús para con aquellos discípulos asustadizos y asustados fue el que tantas veces repitió: “no tengáis miedo”, es el que en esta tarde quisiera saber deciros también yo. No tengáis miedo. Y esto no se basa en que vais con prepotencia sobrada, o que alguien os ha garantizado su incombustible aval. Anticiparse con el sí a una historia todavía no escrita, supone una temeridad rayana en la locura irresponsable, o la certeza indomable de quien ha entendido cuál es el lenguaje y las leyes del verdadero amor. Salud o enfermedad, penas o alegrías, soledad aislante o fraterna compañía, comprensión gratificante o incomprensión herida, sueños cumplidos o sobresaltos de pesadillas, acertar pronto y bien en la tarea o ver que se hace costoso el aprendizaje… ¡Cuántas cosas os esperan, queridos y jóvenes hermanos! ¡Cuántas en todos los sentidos! Y por eso os digo lo que a todos nos ha dicho el Señor nuestro Maestro: no tengáis miedo.
Poner en vuestros labios una Palabra que no cabe en la boca. Poner en vuestras manos una Gracia que no podéis abarcarla. De esto se trata. Pero de esa Palabra debéis ser los oyentes primeros antes de pronunciarla a los otros. Y de esa Gracia tendréis que ser los primeros mendigos antes de repartirla a los hermanos. Sólo así comprenderéis que el Mensaje es Jesús, y vosotros sus humildes mensajeros; que la Luz la enciende Él aunque sea vuestra vida la que hace de candelero; y que la Vida no se agota en vuestra entrega, aunque el Señor a través vuestro dé paz, otorgue perdones y regale alegrías.
Querido Santiago, como nuevo sacerdote ama al pueblo que la Iglesia te confía y sé para él el pastor bueno que necesitan dejándote pastorear tú por Aquel que te acompaña y te envía. Cuida la predicación, vive los sacramentos con los que bendecirás a tu pueblo, y que toda tu vida sea signo de la entrega, la misericordia y la ternura del Señor que te ha llamado. Como sabes, ser sacerdote no es un pretexto para hacer carrera, o para encontrar trabajo al margen del ministerio, o para poner fecha de caducidad por conveniencia a lo que para siempre se te da y de ti se espera por entero. Déjate enviar, y que tu disponibilidad no tenga jamás letra pequeña, o letra tramposa. Si te fías de Dios, si te dejas acompañar por quien te llama y acompaña, verás cómo la promesa de felicidad que va unida a tu fidelidad, no es ni quimera ni mentira. Y nutrido de la misma gracia de la que a partir de ahora serás ministro, tu vida caminará con gozo sereno, sin resentimientos clandestinos, sino haciendo mucho bien y dando mucha paz, justamente lo que hace Dios contigo. Déjame que le dé un beso a tu querida madre que hoy orgullosa ve a su hijo único llegar al altar como sacerdote de Cristo. Cuídala y déjate cuidar por ella.
Diaconado en tierras de misión
Queridos Miguel y Tino, vosotros como nuevos diáconos también dais un paso importante en vuestra biografía vocacional. Es el penúltimo peldaño antes de llegar al final como presbíteros dentro de poco. El Evangelio que de tantos modos proclamaréis, el altar eucarístico del banquete y del sacrificio que prepararéis, y los pobres a los que serviréis con verdadera piedad, son los oficios diaconales que ahora se os confían. Especialmente los pobres que tienen muchos rostros, y muy diversas sus penurias, a todos debéis acercar el bálsamo de la esperanza y la credibilidad de vuestra caridad cristiana. Con vosotros inauguramos una novedad: seréis enviados a tierras de misión, como ya os he dicho en particular y que hoy hago público a toda la comunidad. La misión diocesana que tenemos en Benín, en Bembereké, será un periodo importante en vuestro camino hacia el sacerdocio. Allí podréis ver, como hemos visto quienes allí hemos ido, que el abrazo de Dios por sus hijos más pobres y necesitados genera alegría, esperanza, porque el Evangelio siempre y en todo lugar es una buena noticia. También a vuestros padres, mi felicitación agradecida.
En esta tarde tan gozosa del día de Pentecostés, pedimos para vosotros tres, Santiago, Miguel y Tino, que el Espíritu Santo venga en vuestra ayuda. Se queda atrás todo este tiempo de estudio, formación, aprendizaje. Son nombres de personas y lugares que os han acompañado y sostenido de tantos modos. Y ahora quizás experimentáis el vértigo de algo que os sobrepasa y que juzgáis desproporcionado. No es malo este sentimiento, porque os permite recordar que es Otro el que os llama, Otro quien os consagra, Otro quien os envía. No sois vosotros quienes le habéis elegido, sino que ha sido el mismo Dios quien os eligió a vosotros. Me pregunto qué situaciones encontraréis, qué personas se cruzarán en vuestro camino, qué lágrimas deberéis enjugar compartiendo el dolor de los hermanos, qué alegrías haréis vuestras brindando por los gozos necesarios; qué soledades tendréis que acompañar desde el Señor, y qué desafíos exigirán de vosotros la fortaleza que humildemente esperáis del Espíritu de Dios. Mirad, Él sí lo sabe y no duda en llamaros con su gracia. Tantas cosas no escritas, de esas que formarán el titular de la primera plana de cada día de vuestra biografía cristiana y sacerdotal, Dios la quiere seguir escribiendo con vosotros si en esa hoja todavía en blanco, dejáis que el Señor estampe su firma mojando la pluma de su providencia en el tintero de vuestra entrega consagrada, libre y sincera.
María reunió a aquellos discípulos encerrados a cal y canto por miedo a los judíos. Ella os reúne a vosotros cuando se acerca vuestro primer destino tras la ordenación. No tengáis miedo, lo repito. Salid a la plaza pública de vuestro tiempo y vuestra generación, y decid en el lenguaje que habla la gente que el Señor es de veras maravilloso. Que vuestra vida testimonie en todos los modos, a todas las horas, por dentro y por fuera que sois ministros de Jesucristo y que servís a su Iglesia. Os asistan los dones del Espíritu Santo que hoy acogemos en toda la Iglesia y que pedimos para vosotros de un modo especial para que contéis una historia bendita que a Buena Noticia sabe, capaz de volver a encender la esperanza en medio de la intemperie de nuestro tiempo. Viento huracanado y brisa suave, luz y fuego sobre vosotros que os llene el alma, la inteligencia y el corazón, para que salgáis sin miedo ni temor como instrumentos de una Buena Nueva.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo