Homilía en la Ordenación sacerdotal de Marcos, Enrique y Roberto

Publicado el 05/06/2011
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Homilía en la Ordenación sacerdotal de Marcos, Enrique y Robert


Domingo de la Ascensión Santa Iglesia Catedral, 5 junio de 2011

 

Aquella vez fue una despedida. Extraña y convulsa como todas las demás. Habían sido duros aquellos últimos tiempos, en especial tras la revuelta que acabó en la Pasión del Maestro, con su muerte crucificada. Luego el sobresalto de la resurrección anunciada, y la nueva presencia de aquel Amigo, Dios y hombre verdadero, que tras la pascua se inauguró. Así andaban unos y otros: escapándose a Emaús y desandando el camino con los ojos abiertos y el corazón encendido; llorando como Magdalenas, y secando las lágrimas en el sol de la alegría por el reencuentro; en el cenáculo con sorpresa, con ausencias, y con fe final rendida; junto al mar de siempre, pero estrenando como nunca junto a Jesús aquella orilla, con pescas milagrosas, con el milagro del amor herido y confesado tres veces contra las tres traiciones que acabaron en llanto. Sí, así andaban unos y otros.

 

Y llegó el momento de la despedida del Maestro y sus discípulos. Los días pascuales fueron iluminando las penumbras de la Pasión, y el acompañamiento de Jesús a sus discípulos asustados y dispersos fue introduciendo anticipadamente un modo nuevo de acompañarles. Con la ascensión de Jesús que celebramos este domingo, no se trata de un adiós sin más, que provoca la nostalgia sentimental o la pena lastimera, sino que el mar­charse del Señor inaugura un modo nuevo de Presencia suya en el mundo, y un modo nuevo también de ejercer su Misión. Aunque no es una alternativa torera, si que se da una transmisión de su propia encomienda cuando el Maestro confía a sus discípulos más cercanos al darles el encargo que Él recibiera del Padre Dios.

 

Es importante entender bien la despedida de Jesús, pues Él comienza a estar… de otra manera. Como dice bellamente S. León Magno en una homilía sobre la ascensión del Señor: “Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre, como ahora que al Padre vuelve tampoco se alejará de sus discípulos”. Efectivamente, Él cuando se hizo hombre no perdió su divinidad, ni su intimidad con el Padre bienamado, ni su obediencia hasta el final más abandonado. Ahora que regresa junto a su Padre, no perderá su humanidad, ni su comunión con los suyos, ni su solidaridad hasta el amor más extremado. No regresa al Padre con las manos vacías, sino con su corazón lleno de nombres. Vuelve al Padre con el amor que se hizo entrega hasta dar la vida, llevándonos a cada uno de nosotros, con nuestro modo de ser, nuestra edad, con nuestras gracias y pecados, con aquello que más nos permite ser aquello para lo que fuimos hechos y aquello que más nos complica y desdibuja la imagen y semejanza que somos de Él.

 

Aquella mañana estábamos nosotros allí. Y como tantas veces, nos quedamos pasmados mirando al cielo sin hacer nada al igual que les sucedió a los primeros discípulos con su pasmo ante el adiós de su Maestro. Otras veces, menos inocentes, seguimos preguntando sobre el advenimiento de lo que Dios no nos prometió nunca, y confundimos nuestras pretensiones humanas o eclesiales, con el plan de salvación liberadora que Jesús nos vino a traer. Pero aquella mañana estábamos nosotros allí.

 

Llegó la hora y el instante único

Si cabe, y creo que cabe bien, estabais vosotros tres, queridos Marcos, Enrique y Roberto. Ya sabía vuestros nombres el Señor. Ya os había creado en su proyecto eterno. Sólo quedaba que llegara el tiempo y que naciera el lugar en los que vuestra vida se hiciera algo reconocible y cierto. Y llegó la hora, y se hizo sitio. Hoy estáis delante de nosotros, la Iglesia del Señor, y son tantas las miradas que os contemplan con asombro, con ilusión, con misterio. Cada uno de vosotros sois una biografía única e inédita y tenéis detrás de vuestra edad un sinfín de personas, circunstancias, lugares por donde vuestra vida ha ido creciendo, madurando.

Vuestra familia, que hoy os acompaña con alegría y asombro. Vuestros amigos que caminaron junto a vosotros en el descubrimiento de los días con sus afanes, sus sombras y sus soles. Vuestros compañeros de seminario, profesores, formadores. ¡Cuántos nombres, cuántos momentos, cuántos lares! Y ahora se concentra todo ello en este instante único de vuestra biografía humana y cristiana. La palabra última de vuestra andadura no la han tenido los momentos de gratificante desenfado con el éxito y el aplauso, ni los que han podido poneros a prueba en las incomprensiones y heridas. La última palabra se la reserva siempre y sólo Dios: no para humillar a nadie, no para dar la razón a ninguno, sino para escribir la historia que quiso contar a través de nosotros sus hijos. Y esto es lo que nos hace libres, comprensivos, capaces de la verdadera alegría y del sincero perdón. Aquí estamos todos nosotros como testigos de esa historia para la que cada uno de vosotros tres, Marcos, Enrique y Roberto habéis nacido.

Jesús se marcha al Padre Dios, pero antes ha querido contar con vosotros. Nuestro mundo tiene tanto aún que escuchar y contemplar, y a ese mundo sois precisamente enviados para anunciar una Buena Nueva.

 

El Señor había quedado con los suyos en Galilea, donde todo había comenzado tres años antes. Cuando los discípulos vieron al Señor “algunos vacilaban”. Esta vacilación no es tanto una duda sobre Jesús, sino sobre ellos mismos: esta­rían desconcertados y confusos sobre su destino y su quehacer ahora que el Maestro se marchaba. Y efectivamente, la primera lectura nos señala esa situación de perplejidad que anidaba en el interior de los discípulos: mientras Jesús les hace las recomendaciones finales y les habla de la promesa del Padre y del envío del Espíritu, ellos, completamente ajenos a la trama del Maestro y haciendo cábalas todavía sobre sus pretensiones, le espetarán la es­calofriante pregunta: “¿Es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?”, que era como proclamar que no habían entendido nada.

 

En la vida sacerdotal podemos experimentar ese tipo de vacilaciones, cuando queda confundida la misión recibida y lo que nosotros nos empeñamos en realizar. Un sacerdote no debe jamás olvidar su condición de enviado: de hablar y actuar en nombre de Otro, aunque su palabra nos queme en los labios y su obra nos hagan temblar las manos. Por eso pedimos para vosotros tres lo que decía Pablo a los cristianos de Éfeso que hemos escuchado en la segunda lectura: que Dios «os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestros corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama» (Ef 1, 17-18).

 

Dios llama y la Iglesia acompaña

En la tarde en la que comienza vuestro ministerio sacerdotal, me viene a la memoria lo que al ser yo ordenado sacerdote hace justamente veinticinco años tuve presente cuando quedaba todo aún por escribir, cuando desconocía del todo por dónde caminarían mis pasos como sacerdote de Jesucristo. Se alzaba ante mí la bella provocación, mitad plegaria, mitad desafío, con la que empezaba también su ministerio papal el hoy Beato Juan Pablo II: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo». Encomendaos a este querido Papa de nuestros días en el frontispicio de vuestro sacerdocio. No tengáis miedo, pues el que os ha llamado os conoce más que nadie, mejor que vosotros mismos, y os llama con la certeza de la convocatoria que hoy os hace la Iglesia para ser servidores de la alegría que nace del Corazón de Dios en los hermanos.

Todo el poder, todo el ministerio que se le dio a Jesús en cielo y tierra ahora lo transmitía a los suyos, como hemos oído en el Evangelio. Ese es vuestro equipaje, esa es vuestra tarea. Dar a los hombres la gracia que a vosotros se os ha dado, y enseñarles a guardar lo que Jesús nos ha mandado (cf. Mt 28, 16-20).

Queridos Marcos, Enrique y Roberto, ¿por dónde andarán vuestros pasos en los diversos destinos pastorales que se os irán encomendando? No lo sabéis. ¿Qué situaciones tendréis que iluminar con la luz de Cristo, que tristezas y pruebas deberéis consolar en su nombre? No lo sabéis. ¿Qué aplausos y lisonjas os brindarán, qué incomprensiones y soledades os impondrán? No lo sabéis. ¿Cuál será vuestra fortaleza o cuáles serán vuestras debilidades? No lo sabéis. Y ¿cómo desconociendo todo esto os atrevéis a dar este paso como quien firma un contrato tan extrañamente abierto? Porque conocéis lo único que en esta tarde cabe y basta conocer: que Dios os ha llamado, que os acompaña su Iglesia, que os cuidan la Virgen Santina y nuestros santos. No saben más los que se casan, sino tan sólo que se quieren y mientras se quieren eso es lo que basta. Que no decline nunca en vosotros ese amor por el Señor y por su Iglesia, por el pueblo que se os confiará.

 

Jesús estará todos los días con nosotros hasta el fin del mundo. Nos lo ha prometido en su Ascensión (cf. Mt28, 20). Será su Palabra la que seguiremos escuchando, aunque puesta en vuestros labios tenga el timbre de vuestra voz. Será su gracia bendita la que seguiremos recibiendo, aunque puesta en vuestras manos quede marcada por la huella de vuestros dedos. Este es el ministerio.

 

No dejéis de nutrir vuestra vida con la oración y los sacramentos. No rompáis nunca la comunión con los hermanos de esta fraternidad del presbiterio, con el Santo Padre y con vuestro Obispo. No pongáis jamás condiciones a lo que se os encomiende como servicio gratuito y sencillo al Pueblo de Dios al que sois enviados con vuestro ministerio. Trabajad por las vocaciones, cuidad de los enfermos, alentad a los más desfavorecidos, y que los que buscan y sufren, tengan en vosotros luz y consuelo. Los niños, los jóvenes, las familias, los pobres de cualquier pobreza, que encuentren todos en vosotros al hermano, al padre, al sacerdote de Cristo de cuerpo entero: por fuera vistiendo de curas, dando vuestra entrega y vuestro tiempo, y por dentro teniendo un corazón solícito, verdadero y tierno.

 

Termino ya. Sé que mañana vais a Covadonga para tener con la Madre vuestra primera misa. Que la Santina os bendiga siempre, y echad un rezo de hermanos por este Obispo que os ordena, pobre por tantos conceptos. Mi enhorabuena al presbiterio y a toda la diócesis, a los pueblos en donde habéis pasado y ahora estáis –de momento–, a vuestras familias, a vuestros amigos. Es un día muy dichoso. Con vosotros, queridos Marcos, Enrique y Roberto podemos ver con gratitud y asombro que Jesús no se ha marchado, vive en vosotros y a través vuestro.

 

El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo