Homilía en la Misa Crismal

Publicado el 19/04/2011
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Homilía en la Misa Crismal, Santa Iglesia Catedral


Martes Santo, 19 abril 2011

 

Queridos Hermanos Sacerdotes, diáconos, miembros de la Vida Consagrada, seminaristas, Fieles Cristianos Laicos: Paz y Bien.

 

El domingo pasado entrábamos en el corazón del año cristiano dando inicio a la Semana Santa. Subir a Jerusalén es ir dando pasos en nuestra vida sin que haya vuelta atrás, adentrándonos en el misterioso designio de lo que Dios quiere de nosotros según vamos pasando los días y vamos cumpliendo la edad. Dentro de las celebraciones a las que la liturgia de la Semana Santa nos convoca, tiene una particular significación la que estamos celebrando hoy en la Iglesia madre de nuestra Diócesis: la Misa Crismal.

 

1. Pueblo sacerdotal, portador del bálsamo bendito

 

En esta Eucaristía que el Obispo concelebra con todo su Presbiterio, será consagrado el crisma y bendecidos los óleos. A través del año, desde nuestro ministerio sacerdotal iremos poniendo el santo crisma a los que se acercan a pedir el bautismo, a los que reciben el sacramento de la confirmación o a los que serán ordenados presbíteros u obispos. Es el crisma que consagra a quienes con diferentes vocaciones se insertan en la vida resucitada del Ungido del Señor, al igual que en el Antiguo Testamento eran consagrados con esa unción a los reyes, sacerdotes y profetas, que prefiguraban a Cristo.

 

Del mismo modo, los santos óleos serán derramados en los catecúmenos y en los enfermos, para significar la fortaleza con la que contra todo tipo de debilidad moral o física, el Espíritu del Señor nos acompaña en nuestro itinerario creyente.

 

Por esta razón, en esta Misa Crismal que el Obispo preside con todo su Presbiterio estáis también vosotros, fieles consagrados y fieles laicos, participando desde vuestro sacerdocio bautismal en esta gran liturgia que nos renueva la fidelidad de Dios para con todo su Pueblo a través de estos signos que nos ungen con la gracia que se nos ha prometido.

 

Necesitamos este bálsamo de Dios. Son muchas las heridas que en estos tiempos se nos infligen causando de mil modos una múltiple debilidad. El Señor quiso ser Él mismo ese bálsamo de luz y de ternura, cuando en su propia carne malherida nos ofreció lo que bella y dramáticamente nos anunció el profeta Isaías: sus heridas nos curaron. Esta es la paradoja que nos salva: que las heridas de Dios, de ese Dios que por amor se hizo vulnerable, son el bálsamo que limpia y sutura todas las nuestras. Sin duda alguna que son muchas las heridas por las que en estos días nuestra humanidad se está desangrando, tanto metafórica como realistamente dicho. No solamente las heridas por las que tantos inocentes son mutilados y mueren en guerras y atentados terroristas, sino también esas otras heridas menos aparentes, que están quizás escondidas y maquilladas, pero que nos hacen daño y nos arañan la felicidad: el miedo que nos acorrala y nos arrebuja en la desconfianza, el agotamiento de nuestros amores cuando es el capricho frívolo quien señala su fecha de caducidad, el cansancio en el bien y la connivencia fácil con la mediocridad, el individualismo egoísta de quien no tiene más horizonte que su lujo o comodidad, y las hambres, todas las hambres del cuerpo y del alma que nos hacen siempre mendigos de la verdad. Son algunas de las heridas que describen nuestra condición menesterosa, las que nos hacen débiles y pobres por más que juguemos en cada ocasión con un oportuno disfraz.

 

El crisma y los óleos son, pues, los signos que Dios pone en nuestras manos sacerdotales para que acerquemos a la gente que Él nos da, el bálsamo divino que manifiesta la ternura misericordiosa del Señor que sigue a nuestro lado, del Señor al que le importa nuestro destino y nuestra felicidad, que se desvela ante nuestras pesadillas y que quiere bendecirnos con el regalo de su gracia y de su paz.

 

2. Heridas del camino en nuestro ministerio

 

He podido verme con casi cada uno de vosotros, hermanos sacerdotes. Pido disculpas a los pocos que todavía no he podido ver personalmente por diverso motivo. Cuando he ido leyendo vuestros nombres y vuestros años de sacerdocio en mi oración esta mañana, le he dicho al Señor un sincero “gracias” por cada uno de vosotros.

 

Desde nuestro presbítero más anciano, valga la redundancia, hasta el más joven en ordenación, ¡cuántas historias, cuántos momentos de sobresalto y de bonanza! En esta celebración tan nuestra, ¡cómo no echar en falta a hermanos muy queridos que ya no nos acompañan por haber sido llamados por Dios! Cuando presido un funeral por un hermano sacerdote suelo decir eso que tanto me conmueve: mirando su cuerpo sin vida me pregunto por los caminos que anduvieron sus pies y de qué tierra fueron peregrinos; me pregunto por las veces que sus manos absolvieron tantos pecados y debilidades, o bendijeron tantos sueños enamorados; me pregunto por lo que esos labios cerrados tuvieron la osadía de narrar a las buenas gentes contándoles las buenas noticias del Buen Dios, o corrigiéndoles en los excesos, o animándoles en los aciertos; me pregunto, en fin, por lo mucho que sus ojos ya sin luz, pudieron ver para su asombro agradecido o para su susto de pena. Y pido para él que el corazón que latió para el Señor y para el pueblo que le fue confiado, no deje de palpitar, ahora para siempre en la casa del Padre en donde seguir siendo “sacerdos in aeternum” en el servicio de Dios.

 

Queridos sacerdotes, todos nosotros, cada uno con su nombre, su edad y situación, estamos ante esta verdad que hoy juntos renovamos como Presbiterio. El día de nuestra ordenación se nos dijo al final de las promesas: Dios que comenzó en ti la obra buena, Él mismo la lleve a término. Sí, fue el Señor el que en nuestra juventud comenzó una obra buena, y nosotros la creímos, y la acogimos como gracia y quehacer. Luego han ido llegando los años, los cambios de destino, los cambios de humores y de ilusión. Y acaso se nos puede haber desgastado lo que un día soñamos para siempre lozano, para siempre posible, para siempre sin traición. Yo quisiera deciros, lo que el casi beato Juan Pablo II desde su anciana paternidad dijo como precioso testimonio vocacional en el inolvidable encuentro con jóvenes en Madrid en su última visita a España: al mirar la vista atrás, vale la pena haber dedicado toda una vida a la causa de Cristo.

 

También nosotros necesitamos de este bálsamo que hoy consagraremos. Porque también nosotros podemos tener heridas que nos debilitan en nuestra pertenencia a Jesucristo que nos llamó con verdadero amor de hermano, como se nos dirá en el Prefacio de la Misa. Heridas que nos hacen extraños ante la Madre Iglesia, cuando andamos por los caminos pródigos lejos de su hogar entrañable, o cuando permanecemos con tristeza en su seno. Tenemos heridas que se derivan de nuestros juzgados particulares, cuando encausamos lo que en los demás hermanos de presbiterio no encaja con nuestros gustos, nuestras susceptibilidades, nuestras agendas, nuestras devociones, nuestros compromisos, nuestras prisas o nuestras lentitudes. Y por último, tenemos también heridas en nuestro propio corazón, cuando en él no anida la ilusión sino el resentimiento, cuando en él no hay lugar para la fiesta del perdón sino sólo el luto de nuestro escepticismo.

 

Por este motivo quisiera deciros con todo el respeto: no somos rehenes de nuestras torpezas sino humildes obreros de la viña del Señor que pueden comenzar siempre de nuevo. Os lo digo con toda pasión: no debéis nada a vuestro pasado, sino sólo gratitud. La que justamente nace no de que nunca nos hayamos equivocado, o rendido, sino la que nace de que todo puede ser perdonado por Quien es más que todas nuestras heridas juntas cuando nos acerca su bálsamo de gracia.

 

3. La gracia de comenzar de nuevo

 

Pero no sólo tenemos heridas, sino que también somos capaces de reconocer lo mucho hermoso con lo que Dios nos ha bendecido, lo mucho grande que nos ha querido confiar, lo siempre posible a lo que nos llama para estrenarlo de nuevo en su perenne llamada. No tengáis miedo. Lo repito: no tengáis miedo. Aunque caminemos por cañadas a veces faltas de luz como dice el salmo 22, o aunque nuestros olivos no den siempre aceituna, como nos recuerda vibrante el cántico de Habacuc, nosotros sabemos de quién nos hemos fiado, sabemos quién inició nuestro éxodo, sabemos quién se hizo camino y acompañante a nuestra vera, sabemos de qué casa somos buscadores, y sabemos quién nos espera como Padre presuroso allí cada atardecer.

 

La vida de un sacerdote no es la profesión de un funcionario religioso. Y por eso debemos llenarnos cada día de esa Dulce presencia de la que somos testigos y mensajeros. Buscar el rostro del Señor y saciarnos de su semblante. Ponernos a los pies del Maestro y escuchar con asombro su Palabra cotidiana, atreviéndonos a ser sorprendidos por su verdad siempre inaudita. Sentarnos cada día a la Mesa del pan vivo, y partir el cuerpo santo del Señor, partiéndonos también nosotros con Él, para poder repartirlo y repartirnos saciando todas las hambres de nuestro corazón y el de nuestros hermanos. Acudir con la frecuencia que cada cual necesite, al abrazo misericordioso de la Penitencia, para poder ser testigos creíbles de que Dios nos ama con entrañas de piedad y ternura. No dejar de orar con las horas, en el transcurrir del tiempo de cada jornada nos acerca con su fatiga y su afán, y cantar las alabanzas que la Iglesia pone en nuestros labios para bendecir al Señor e interceder por nuestros hermanos. Y estar con aquellos que nos han sido confiados: dedicarles el tiempo que precisen, escuchando sus más hermosos sueños o sus más terribles pesadillas, acompañando ministerial y humanamente su camino como un sacramento más de la compañía de Dios.

 

Nos lo ha dicho la primera lectura del profeta Isaías y nos lo ha recordado el Evangelio: el Señor nos ha ungido para ser enviados con una buena noticia a todos los que sufren, para vendar los corazones desgarrados y llevar la libertad a los prisioneros de todo tipo de cautividad. Somos sacerdotes del Señor y ministros de nuestro Dios.

 

Esto nos devuelve la paz al alma, queridos hermanos, y nos permite reestrenar la lozanía ilusionada de aquello a lo que fuimos llamados, para lo que fuimos consagrados, y para lo que se nos envió.

 

Queridos hermanos todos pidamos al Señor que nos bendiga con nuevas vocaciones sacerdotales. Que los fieles recen por nosotros, y que juntos sigamos edificando la Iglesia del Señor como una buena noticia para la humanidad a la que en su nombre servimos.

 

El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo