Homilía en la Misa de Acción de Gracias por la Beatificación de Juan Pablo II

Publicado el 16/05/2011
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Homilía en la Misa de Acción de Gracias por la Beatificación de Juan Pablo II


Catedral, 16 de mayo de 2011

 

Querido Hermano en el episcopado, D. Gabino, queridos sacerdotes concelebrantes y diáconos, excelentísimas autoridades, miembros de la Vida Consagrada, seminaristas y fieles laicos: Paz y Bien.

 

1. Un regalo inesperado.

 

Todos recordamos al Papa Juan Pablo II en los largos y fecundos años de pontificado. Llegaba a la sede de Pedro en un momento de necesidad eclesial de un Papa joven, decidido, valiente, con experiencia de lo que significa el dolor y con la esperanza cierta que se deriva de la confianza en Dios y de la confianza en el corazón de los hombres.

Para tantos de nosotros, ha sido el Papa de nuestra vida que nos ha acompañado con su palabra y su testimonio. No fue alguien genial o un pensador sólido tan sólo, tampoco su profunda fe de vieja y cristiana raigambre es lo que únicamente nos asombra, sino también su humanidad conmovedora, su solicitud ante las heridas de los hombres, su arrojo valiente en la denuncia de todo cuanto ofende a Dios y destruye a los hermanos, su amor a la Iglesia. Ahí está todo ese inmenso perfil, esa grandeza de alma, ese providencial regalo con el que el Señor ha bendecido a la Iglesia de esta época, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

 

Yo era un joven seminarista cuando quedé profundamente sorprendido por aquel grito audaz que tenía el sabor del Evangelio: no tengáis miedo. Sí, había temores, había un cierto complejo. La Iglesia atravesaba una crisis múltiple dentro de su ser y ante quienes desde fuera nos contemplaba.. Junto a los preciosos logros precisamente en la teología, en la pastoral y en la liturgia en el Concilio Vaticano II y en el período del inmediato postconcilio, sin embargo la profunda secularización, la cascada de abandonos en la vida sacerdotal y la vida consagrada, teologías no siempre claras, las pastorales no suficientemente contrastadas, las liturgias celebradas anárquicamente fueron mellando la paz del pueblo de Dios y la credibilidad de la Iglesia introduciendo también errores, confusión, disidencias y deserciones.

 

Entonces, Dios nos regala este Papa que con sus 58 años llega a Roma para decirnos lo que Jesús dijo a sus asustados discípulos en la primera Pascua: no tengáis miedo. Su razón no era que venía con alguna fórmula mágica, alguna estrategia especial, sino con la única que la Iglesia ha sabido y podido anunciar a través de los siglos: abrir las puertas al Redentor, al Señor de la historia.

 

2. Juan Pablo II, hijo de Dios.

 

Es lo que desde un primer momento yo pude percibir: estar ante un hombre que verdaderamente creía en Dios, que le trataba, que frecuentaba su Palabra y reconocía sus huellas en la claroscura andadura de la vida. Y porque sus ojos y sus entrañas creyentes estaban abiertas a ese Misterio personal que llamamos Dios revelado en Jesucristo, supo captar los rasgos de la belleza divina presentándonos al Señor como un Tú que nos mira, que nos abraza y acompaña, que no juega con nuestra felicidad y que el proyecto que ha soñado para todos y cada uno no es un desmentido a lo que nuestro corazón desea, porque Dios no es rival sino el mejor de nuestros cómplices. El Papa ha sido hijo de Dios, ha gustado su providencia amorosa y su misericordia entrañable. No se ha imaginado un dios a la carta, no ha pactado una idea religiosa de consenso arbitrario, no ha negociado una torre de babel, sino que con la hondura y la sencillez de los verdaderos creyentes, reconoció en Jesucristo el más acabado regalo que nos permitía acoger a Dios desde Dios mismo, y allegarnos a Él con la confianza y espontaneidad de un amigo, de un hermano. Ahí están todas sus obras teológicas y literarias que ya desde joven nos iban describiendo ese rostro de Dios que no espanta ni confunde, un Dios que en su Hijo Jesucristo como Verbo encarnado se hace historia y susurro, llanto y sonrisa en medio de nuestra realidad cotidiana. Parafraseando a un santo español, el Papa fue un hombre que sabía a lo que sabe Dios: gracia, paz, ternura, misericordia, verdad, amor y belleza.

 

3. Juan Pablo II, hijo de la Iglesia.

 

Es un segundo rasgo de su perfil humano y creyente. Que amó a la Iglesia con toda su alma. No tuvo una actitud disidente o fría ante esa realidad que prolonga en el tiempo la Presencia y el Mensaje de Jesús. Incluso cuando ha tenido que reconocer los pecados de los hijos de la Iglesia, en un gesto de perdón sincero que jamás hemos encontrado en ningún sistema filosófico o en una familia política. Reconocer que no siempre se está a la altura de la Luz y la Verdad de las que somos humildes portavoces y portadores. Pedir perdón por los excesos y las omisiones.

 

Pero la Iglesia amada por Juan Pablo II es una Iglesia que tiene el domicilio y los años de sus hijos. Una Iglesia también de santos, a la que no ha cesado de invocar como estímulo de una memoria viva que estamos llamados a prolongar con nuestra santidad. Y esta santidad no se refiere únicamente a la página gloriosa que han escrito los mártires y testigos de antaño, sino los santos que frecuentan nuestras calles, que tienen nuestros pesares y se entusiasman con nuestras alegrías. Santos de hoy y para hoy, como no ha cesado de subrayar en la propuesta intensa de tantos hombres y mujeres que ha podido beatificar y canonizar.

 

Esta Iglesia que custodia una Verdad más grande que ella misma, que proclama una Noticia más grande que ella misma, que ofrece una Gracia infinitamente mayor. La Verdad de Dios, la Noticia Buena, la Gracia que salva, son los dones que desde hace dos mil años viene celebrando la Iglesia, y comunicando misioneramente por doquier a cada generación. Por esta razón ha querido trabajar incansable por la unidad de los cristianos ofreciendo puentes tendidos para que fuera menos distante la separación entre los que confesamos a Cristo. De un modo particular su mano tendida ha sido ofrecida al pueblo Judío, a los que llamó “nuestros hermanos mayores”, y a los que pidió perdón por las omisiones de los hijos de la Iglesia Católica hacia ellos.

 

Esta Iglesia ha sido puesta sobre el monte y en el candelero, sacándola a la plaza pública, al corrillo y a los mentideros, como un referente moral cuando la conciencia de una generación o de un pueblo estaban necesitando escuchar el esplendor de la verdad sobre el hombre en su libertad y dignidad.

 

4. Juan Pablo II, hijo de su tiempo.

 

Es, por último, el tercer rasgo del Papa que tenemos como modelo. Porque con la misma pasión que ha vivido a Dios y ha defendido a la Iglesia, ha querido abrazar con amor de hermano y con responsabilidad de padre a cada ser humano. La Paz no fue para él un escaparate oportunista ni tampoco una ideología reaccionaria. Su sí a la Paz como bien supremo de los pueblos y de las personas, la Paz que nace del perdón y la justicia, como regalo bienaventurado de Dios, constituyó su grito incómodo ante quienes simplemente dicen no a la guerra desde su trinchera particular. Fue conmovedor –e incomprendido por algunos– su convocatoria en 1986 a todos los líderes religiosos para pedir juntos a Dios el don de la Paz. Y junto con la paz, la Vida, toda la vida en su lucha cristiana por el hombre: la vida del no nacido, la vida de quien se le niega la justicia, la libertad o la dignidad, la vida del anciano o del enfermo terminal. Ni en los labios de Juan Pablo II ni en los de ningún pastor cristiano, defender la vida es hacer política, lo diga quien lo diga, le moleste a quien le moleste.

 

Ha asomado el cristianismo por la plaza del mundo, lo ha confrontado con rigor y altura con la modernidad, ha estado cerca de todos los que buscan sinceramente la verdad y la belleza, la paz y la bondad, sin importarle decir cosas impopulares para los poderes de turno cuando era el hombre quien venía puesto en entredicho o cercernado en su libertad.

 

La historia de Occidente en estos últimos años, no puede ser comprendida sin la aportación creyente, humana y cultural de este gran Papa, Juan Pablo II. Tantos cristianos y tantas personas de buena voluntad han encontrado en los labios del Santo Padre su mejor intérprete, particularmente los jóvenes a quienes dedicó su último pensamiento que balbució con voz cascada en su último respiro tronchado. A ellos, especialmente amados por Juan Pablo II les decía: “no tengáis miedo de vuestra juventud, y de los profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor eterno que abrigáis en vosotros mismos… Sois un pensamiento de Dios, sois un latido del Corazón de Dios”. Así han respondido todos ellos, así respondimos algunos, construyendo familias nuevas o abrazando un camino de consagración en el sacerdocio o la vida religiosa.

 

Ha salido al encuentro de cada hombre con sus heridas, con sus preguntas, con sus más nobles anhelos y sus más terribles pesadillas. A ese hombre le ha anunciado a Jesucristo, le ha proclamado la Verdad de Dios y le ha abrazado con ternura de padre.

 

5. No tengáis miedo.

 

Termino con sus propias palabras en la exhortación Christifidelis Laici: “una vez más repito a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No  tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna» (n.34).

 

Es alguien que nos sigue acompañando desde el cielo. Desde el ventanal del paraíso se asoma para seguir bendiciéndonos. Contamos con su intercesión y en él podemos mirarnos como quien reconoce y agradece un verdadero modelo.

 

Su recuerdo en Asturias con aquella visita inolvidable junto a nuestro Don Gabino, nos compromete a dar gracias a la Santina que tanto le impresionó. El abrazo de padre en la multitudinaria misa en Oviedo y su estancia en Covadonga, son para nosotros el recuerdo vivo de ese mensaje de esperanza, de buena nueva, para no tener miedo ante nadie y vivir en nuestro momento con las puertas abiertas al Redentor.

 

No deje el Beato Juan Pablo II de bendecirnos desde el cielo. El Señor os dé siempre la Paz.

 

       + Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo