Homilía en la Jornada de la Vida Consagrada

Publicado el 01/02/2014
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Jornada de la Vida Consagrada

Catedral de Oviedo

 

Queridos hermanos y hermanas: El Señor se nos presenta como el Bien que llena de Paz nuestras vidas, y de esta presentación somos testigos cuantos hemos sido llamados por Él a los distintos carismas que han suscitado en la Iglesia las diversas familias religiosas. Saludo al Delegado Episcopal para la Vida Consagrada, a la presidenta de Confer Diocesana y a todos los hermanos y hermanas que con vuestros carismas hoy llenáis nuestra Catedral.

La fiesta de la Presentación de Jesús nos recuerda en flujo imparable de los días, y que en esta fecha litúrgica se cumplen cuarenta días desde que celebramos los cristianos la solemnidad de la Natividad del Señor. No pasan inadvertidos los sucesivos momentos en los que ese divino niño sigue creciendo en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52). Ahora tocaba cumplir con un rito que será cuidadosa y providencialmente observado por María y José.

Vemos entrar al pequeño Jesús en el Tempo. Como dirá en la primera lectura el profeta Malaquías, «mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis» (Mal 3,1-3). Los ojos se nos deben ir en esos cruces de miradas de las que nos habla la palabra de Dios: debemos mirar a quien buscamos y se nos hace encontradizo, al mensajero que deseamos y que nos prepara el camino para acoger su mensaje.

Jesús será aparentemente uno más en medio de aquel pueblo, como si su condición divina quedase eclipsada en su naturaleza humana. Lo dirá la carta a los Hebreos que escucharemos en la segunda lectura dándonos la razón de su porqué: «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Heb 2,14-18). Así, como si necesitase ser rescatado de alguna imperfección, los padres de Jesús, al llegar el tiempo de la purificación cumplieron con la ley de Moisés y fueron con el Niño para presentarlo al Señor en el Templo. Era una ofrenda, una dedicación del primogénito a Dios. Jesús no quedó al margen de este signo, de esta entrega. Quedaba simbolizada tal ofrenda por la entrega de dos tórtolas o pichones en el caso de que fueran pobres, como sucedía con aquella santa Familia. Con esta conciencia religiosa llevaban a su pequeño.

Pero resultó que al llegar al atrio del Templo, un anciano que vivía con la promesa en el alma de que no moriría sin antes ver al Mesías, se encontró con ellos y prorrumpió en una bella oración que cada noche recita la Iglesia en el oficio de completas: el “nunc dimittis”. Allí decía Simeón que Jesús era la luz capaz de alumbrar a todas las naciones, y que sus ojos, que habían nacido para encontrarse con esa luz, ya podían cerrarse en la verdadera paz. Era la luz por la que había aguardado toda una vida. También se acercó la profetisa Ana, que al ver al niño lo reconoció con su mirada y comenzó a hablar a todos cuantos esperaban la liberación de Jerusalén. Ambos compartieron la espera de ese momento cenital en sus vidas, y sus ancianos ojos se llenaron de la paz ante una promesa cumplida. Una mirada que se apaga… pero paradójicamente tan llena de la luz que desde siempre esperó.

Estos dos elementos, la ofrenda y la luz, son los que enmarcan tan entrañable fiesta, y suponen para todos los cristianos una ocasión preciosa para recordar cómo en nuestra vida ambas cosas deben estar siempre vivas y presentes. Porque hay una ofrenda que presentar y hay una luz que esperar, cuando nuestras manos se alzan en alabanza y se abren para compartir, cuando nuestros ojos saben que han nacido para la luz que no engaña, sino que devuelve color y belleza a las cosas que son justamente como las contempla Dios.

Ofrecer significa siempre en cristiano devolver. Porque ofrecemos lo que previamente hemos recibido. Y ofrecer es un modo de agradecer lo que se nos da o —como decía san Francisco—, es un modo de no posesionarnos de lo que gratuitamente se nos ha regalado, porque quien se apropia de la gracia, decía el dulce santo de Asís, le está robando a Dios, nada menos que a Dios. Junto con la ofrenda, está la luz. Esa luz que para todos fue Jesús, brilla en nosotros, cuando agradecidamente reconocemos de quién nos viene todo cuanto somos y tenemos, y cuando sin apropiaciones lo testimoniamos y compartimos con los hermanos que Dios pone en nuestro camino.

El Beato Juan Pablo II instauró esta fecha como Jornada de la Vida Consagrada. En este día la Iglesia nos invita a ser ofrenda y a ser luz, dando gracias y pidiendo por tantos consagrados que con sus vidas luminosamente ofrecidas son un recuerdo vivo para todo el resto del Pueblo de Dios. Esta Jornada este año tiene como lema: La alegría del Evangelio en la vida consagrada. Quienes siguen al Señor a través de los diversos carismas a los que han sido llamados, están invitados a testimoniar con la sonrisa de sus vidas la alegría que les llena el alma. A Martín Descalzo le gustaba decir que la sonrisa es como un sacramento de la alegría: «la gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso. Por eso la sonrisa es una de las pocas cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos segundos al paraíso».

El Papa Francisco se dirigía a los jóvenes novicios y novicias el pasado mes de julio para invitarles precisamente a la alegría de la consolación. Comentando un bellísimo texto del profeta Isaías, les decía el Papa: «como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así el Señor hace con nosotros. Éste es el torrente de ternura que nos da tanta consolación. “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66,13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!».

La vida consagrada representa esa caricia que Dios brinda a los pobres de todas las pobrezas, como hemos visto hacer a tantos hombres y mujeres que han dado la vida por sus hermanos más necesitados imitando así la donación que para todos hizo el mismo Dios. Es el testimonio en medio de los avatares y dificultades de nuestro mundo de una alegría que nace de la mirada con la que Dios nos mira, del amor con el que Él nos ama, del perdón conmovido con el cual el Señor nos perdona. Una mirada, un amor y un perdón que no tienen nuestra medida ni son fruto de nuestra imaginación, sino que representan el humilde testimonio de lo que hemos visto hacer y lo que hemos escuchado decir a Dios en nuestra propia vida. Damos gracias al Señor por la sonrisa de los consagrados, por sus hechos y palabras que nos dan la alegría de la Buena Noticia.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo